«360: juego de destinos», previsible crisol de vidas cruzadas
En los primeros compases del nuevo milenio pocas películas fueron más brutales y sobrecogedoras que “Ciudad de Dios” (2002). El director brasileño Fernando Meirelles, con la ayuda de Kátia Lund, supo retratar una crudísima realidad social con sentido del espectáculo, absorbiendo lo mejor del cine norteamericano de los setenta pero con una estética propia de su tiempo que explotaba a fondo las posibilidades del montaje y la fotografía. Crónica de largo recorrido de la historia de un territorio sin ley en los suburbios de Río de Janeiro, “Ciudad de Dios” era algo más que un Scorsese en las favelas, era la presentación por todo lo alto de un cieneasta sobresaliente al que había que seguir la pista. Meirelles firmó después la notable “El jardinero fiel” (2005), en la que denunciaba los horrores perpetrados por las grandes compañías farmacéuticas en África al mismo tiempo que se confirmaba como un talentoso esteta que sabía qué hacer con recursos visuales tan peligrosamente “modernos” como los desenfoques o los intrusivos planos detalle. Sin embargo, “A ciegas (Blindness)” (2008) resultó más controvertida y, pese al atractivo planteamiento y sus aciertos parciales, el drama apocalíptico que contaba no lograba esquivar cierta sensación de monotonía e irregularidad. Un pequeño resbalón al que habrá que achacar la injusta y prematura pérdida de crédito entre público y crítica de Meirelles, que parece haber bajado unos cuantos peldaños en su cotización desde entonces.
No se explica de otra manera que su última cinta, “360: juego de destinos”, haya pasado totalmente desapercibida por la cartelera de EE.UU y llegue mal y tarde a España, sin mayores expectativas que aguantar unas pocas semanas en las salas. Porque la nueva coproducción del director brasileño vuelve a convocar, como es costumbre en su filmografía post-“Ciudad de Dios”, a un elenco de conocidos actores de primer nivel (en esta ocasión Rachel Weisz, Jude Law, Ben Foster y Anthony Hopkins) y cuenta con un guión del prestigioso Peter Morgan que nuevamente adapta una novela más o menos popular, esta vez la polémica “La Ronda” (1900), del austriaco Arthur Schnitzler, credenciales suficientes como para merecer una mayor atención de la que la cinta ha recibido.
En esta ocasión Meirelles apuesta por un crisol de pequeñas historias interconectadas, ese género en sí mismo que desde la irrupción de “Vidas cruzadas” (1993) propició un buen puñado de cintas memorables hasta que el abuso de la fórmula terminó cansándonos a todos. “360” se ramifica en varios micro-relatos, localizaciones diversas (desde Bratislava hasta Londres, pasando por París, Berlín o Denver) y lenguas distintas que siempre comparten algún personaje en común para construir un mosaico circular a partir de las pequeñas y grandes decisiones que se van tomando por el camino y que hacen que el mundo se mueva en una determinada dirección y no en otra. Entre otros, conocemos a un hombre de negocios inglés que contrata los servicios de una prostituta y es chantajeado por un colega, mientras que su mujer busca la manera de romper con su amante brasileño. La chica de éste se entera del engaño de su novio y decide volar a su hogar. En el aeropuerto se relaciona con un anciano ex alcohólico cuya hija le abandonó y con agresor sexual que acaba de salir en libertad condicional. Y así, hasta regresar al punto de partida.
Meirelles demuestra una vez más que es un buen director y además ha pulido algunos de sus excesos visuales sin perder su personalidad, de modo que todas estas historias se siguen con interés independientemente de su mayor o menor peso y nunca llegan a aburrir, pero lo cierto es que no trascienden al tópico y todas ellas son predecibles. Todo está en su lugar y por eso mismo nada resulta sorprendente. Tampoco juega a favor un enfoque demasiado cerebral y gélido que pide a gritos un poco más de tripas y corazón. Meirelles y Morgan parecen tan encantados con la arquitectura del armazón estructural de su película que se olvidan de buscar la emoción verdadera en sus personajes y sus vivencias, que en pocas ocasiones traspasan el umbral de lo anecdótico cuando se intuye potencial para algo más. Poco se les puede reprochar a los actores, ni a las estrellas ni a los desconocidos, que hacen lo que pueden con unos caracteres que en la mayoría de los casos están poco perfilados y necesitarían de más metraje para desarrollarse. Aún así, Foster tiene un gran momento de lucimiento y Hopkins disfruta de un monólogo que en una producción respaldada por una buena campaña de marketing podría haber sido buena munición para optar al Oscar. Probablemente el filme habría resultado beneficiado si los esfuerzos se hubieran concentrado más en trabajar bien un menor número de historias y no tanto en tejer una telaraña tan profusa. De paso, se podría haber profundizado más en ciertos temas que se tocan tan solo de refilón, como la prostitución, las adicciones, las limitaciones que imponen las creencias religiosas o la pérdida de los seres queridos.
“360” es un producto eficiente, con aroma de “qualité”, que navega entre las aguas del cine de autor y las corrientes “mainstream” pero que zozobra al intentar abarcar demasiado en muy poco tiempo. Tampoco va a suponer el renacimiento de un tipo de narrativa que murió de éxito probablemente con “Babel”, la última referencia destacable del “género”. Hay que aplaudir la osadía de Meirelles de seguir operando al margen de Hollywood y no haberse dejado engullir por su maquinaria, sin renunciar por ello a contar con los mejores actores de Occidente, pero a estas alturas, y con la clarividencia visual que atesora, debería estar haciendo si no obras maestras, al menos sí películas con más agallas y menos ensimismadas en sus propios artificios. El tiempo pasa y el fulgor de “Ciudad de Dios” empieza a quedar ya demasiado lejos.