Alberto Torres, del Chaminade al cielo
El autor de este post conoce a Alberto Torres desde hace 23 años y eso ahora mismo, a sus 41 años, viene a ser más de la mitad de su vida. No sólo le conoce sino que como músico le profesa una admiración profunda y absoluta, y en lo personal es un tipo al que quiere mucho. Muchísimo. Y quizás por ese motivo, paradójicamente, nunca se había decidido antes a abrirle las puertas de El Cadillac Negro. Por todas esas veces que Alberto Torres se hubiera merecido, como artista, haber encontrado algún hueco en este blog, y no han sido pocas, siempre hubo algún estúpido “se van a pensar que hablo bien de él porque es mi colega”, o peor aún, esa autocensura de quien se cree incapaz de escribir con objetividad sobre algo o alguien que le toca muy de cerca, sin que se le vea demasiado el plumero. Qué tontería, visto ahora con perspectiva, pues si uno lo piensa, ¿cuándo demonios hemos tenido la obligación de ser objetivos en este blog? Y sobre todo, ¿cuándo nos ha importado antes lo que los demás pensaran, cada vez que hemos escrito algo desde el corazón?
Por suerte, el tiempo a veces acaba poniendo las cosas en su sitio, y Alberto Torres se merece por fin toda la atención de este blog (y deberían tomar nota el resto de medios nacionales) tras haber sido candidato en la noche de este domingo 27 de septiembre al premio a la mejor música original en la 62.° edición de los Premios Ariel (los Oscar mexicanos, para que nos entendamos), por la banda sonora de “Cómprame un revólver”, cinta dirigida por Julio Hernández Cordón. No ganó, pero sigue teniendo un mérito bestial, y además era el único extranjero entre los nominados en una categoría con un nivel muy alto que, tradicionalmente, suele barrer para casa. En sus seis décadas de historia apenas la han conquistado compositores no mexicanos, entre ellos el español Javier Navarrete en 2007 por “El laberinto del fauno”, o nada menos que Nick Cave, Warren Ellis y Atticus Ross en 2012 por «Días de gracia». Sí, en esa liga es en la que juega ahora mi colega, que de hecho este año fue, junto con Pedro Almodóvar, el otro único español presente (es un decir, pues se celebró de forma virtual) en la gala.
La irrupción de Alberto Torres en el mundo de las bandas sonoras se ha ido produciendo como un paso más en la evolución (en este caso natural) de quien ha dedicado toda su vida a su pasión por la música, en cualquiera de sus vertientes, pero nunca ha dejado de interesarse por otras disciplinas artísticas y formas de expresión con las que poder volcar toda su creatividad. Lo mejor que puede decirse de una persona que, en su biografía, muestra sus respetos y su agradecimiento hacia, cito, “Bach, Radiohead, Buñuel, Morricone, Bowie, Leone, Lou Reed, Ligetti, Cortázar, Cage, Morente, Suicide, Zulueta, Dylan, Lorca, Herbert, Kraftwertk, Camarón, Vila Matas, David Simon, Gombrovitz, Lola Flores, Lezama Lima, Desplat, Charlie Parker, Ford, Kurosawa, Koreeda, Lennon, Camarón, Borges, Radio Futura, Roque Dalton, Schumann, Lynch, Joy Division, Truffaut, Can, Adorno, Satie, Bolaño y Tangerine Dream” es que ha hecho honor a todas sus influencias y las ha asimilado para llevarlas, como todos los grandes artistas, un paso más allá en la dirección (o direcciones) que le ha dado (o le va dando) la gana, con una voz propia y reconocible.
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Su inquietud incorregible, su alma bohemia y su espíritu aventurero tienen la culpa de que su carrera como compositor, en el plano audiovisual, se haya movido dentro de un eclecticismo que le ha permitido atreverse prácticamente con todo, sin complejos y siempre con resultados más que afortunados. Así, nos encontramos con piezas sinfónicas de corte muy clásico en su partitura para “The Falling Soldier” (Julián Zuazo, 2014), mientras que la orquesta sigue teniendo aún mucha presencia en “Flow” (David Martínez, 2015) pero ya con un mayor protagonismo del piano y los paisajes acústicos, con espacio también para aquello que Alberto lleva haciendo toda su vida y siempre muy bien: escribir (y cantar) canciones.
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Ha sido sin embargo en su colaboración con el director mexicano Julio Hernández Cordón en donde Alberto Torres ha encontrado a un aliado perfecto para poder dar vía libre a su determinación por desdibujar fronteras y fusionar ambientes y géneros. En “Te prometo anarquía” (2015), “Atrás hay relámpagos” (2017), la tan celebrada “Cómprame un revólver” (2019) y la más reciente “Se escuchan aullidos” (2020) van conviviendo en un maridaje perfecto ramalazos de flamenco experimental, pop indie, post-rock, cumbia, dub, electrónica, noise, ópera y homenajes explícitos a Badalamenti. En el horizonte, asoma una nueva colaboración con Hernández Cordón en su próximo film, “El día es largo y oscuro”, y la banda sonora para “Domingo y la niebla”, del costarricense Ariel Escalante, ambas previstas para 2021. Lo que viene a confirmar, una vez más, que el talento nacional muchas veces es más apreciado y reconocido fuera de nuestras fronteras que dentro, a pesar de que este toledano afincado desde hace más de dos décadas en Madrid tenga su estudio enclavado en pleno corazón de Malasaña.
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Infinidad de trabajos para cortometrajes y publicidad, o la coautoría de la banda sonora del exitazo de Netflix “Toy Boy” junto a Ale Acosta (Fuel Fandango), jalonan la producción reciente de quien, como músico embarcado en un sin fin de proyectos, se ha pasado la vida recorriendo los escenarios de media España, ha tocado e impartido charlas en El Salvador, Nicaragua, Austin (Texas), Nueva York o Túnez, y ha compartido cartel con artistas de la talla de Björk, Massive Attack o Editors.
Muchos de estos logros los alcanzó al frente de la banda Niño Malalengua, fundada en 2003 en las entrañas del colegio mayor Chaminade. Tras varios EPs autoeditados, el grupo debutó finalmente en el largo en 2009 con el fantástico “Panicotidiano”. Producido por el ex Radio Futura Javier Monforte, el álbum estaba compuesto por once espléndidas canciones que se pasaban por el forro las etiquetas y se atrevían a transgredir cualquier convencionalismo, unidas todas ellas por una espina dorsal: la emoción contagiosa y la autenticidad genuina que recorrían cada verso y palpitaban en cada acorde. Regresar a sus canciones ahora, más de una década después, a un servidor le sume de forma inevitable en un muy placentero ejercicio de nostalgia y melancolía, una nostalgia y melancolía en la que ya se bañaban originalmente muchas de sus canciones (como en una de mis “más” favoritas, “Facebook Surf”), pero que el paso del tiempo ha acabado dejando aflorar de forma mucho más evidente.
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Acostumbrado a estar en mil y un fregaos, Alberto compaginó su incansable actividad con Niño Malalengua con todo tipo de experimentos y aventuras musicales, como con Peterpunkcabaret!, proyecto definido por ellos mismos como “una extraña suerte de chanson, cyberpunk, noise, spokenword, acid valz, cabaret, drum&jazz, minimal milonga y roll&rock”, o “un viaje alucinado hacia la tramoya de un Chat Noir ácido y futurista”. Mientras, Niño Malalengua pareció abrirse a nuevos derroteros y sensibilidades artísticas con la publicación en 2012 del EP “Tanto que romper. Arquitectura del viaje Vol. 1”, con mucho lugar para la experimentación y un gran peso de la electrónica, pero manteniendo incólume una identidad que para entonces el grupo había ido forjando y reforzando a base de muchas horas de carreteras y escenarios. A dónde nos hubiera llevado aquel apasionante viaje, eso nunca lo sabremos, pues lamentablemente nunca llegó ese ansiado “Arquitectura del viaje Vol. 2” por la separación definitiva de la banda a finales de ese mismo año. Un golpe durísimo, al menos para su platea de fans, del que Alberto Torres supo sobreponerse haciendo lo que mejor sabe hacer: tirando hacia delante y fabricando más música. Ya fuera como teclista al servicio de La Bizarrería, banda de acompañamiento del cantante/humorista Alex O´Dogherty, o de la banda Mechanismo, con quienes grabaría en 2016 el álbum “The Forlorn Hope”, ejerciendo de productor para Xina Mora y Le Voyeur, trabajando como docente o volcándose definitivamente en la composición de piezas para publicidad y bandas sonoras para cine y televisión.
Con la música para las dos películas anteriormente citadas, la próxima publicación de un poemario y un disco con canciones propias a través de su nuevo proyecto de synthpop/vaporwave P.A.R.A.D.I.S.O. en perspectiva, si algo ha comprendido Alberto Torres es que la vida es un aprendizaje continuo. Y ha sido su inconformismo bien entendido el que le ha impulsado a avanzar y a seguir creciendo, en lo personal y como artista, con cada nuevo trabajo, algo que sólo se consigue plenamente cuando uno deja los miedos a un lado y se atreve a asumir riesgos. Esto es evidente para cualquiera que haya seguido su carrera con cierta atención, pero es mucho más obvio para aquellos que tenemos la suerte de conocerle desde hace 23 años. Pienso ahora en aquellas mañanas en las que nos acercábamos al Chaminade (en donde no tardaría en convertirse en una celebridad local) con la excusa de hacer algún trabajo conjunto para la Universidad. Alberto se las había ingeniado para no tener que compartir habitación, y había conseguido encajar ahí su piano junto a su cama. No recuerdo ninguno de aquellos trabajos, pues seguramente no llegaran a buen puerto ya que no hacíamos ni el huevo. En cambio nosotros nos sentábamos donde buenamente podíamos, Alberto se sentaba frente al piano y empezaba a improvisar. Aceptaba peticiones y si nunca las había tocado antes las iba sacando sobre la marcha. Como la memoria es así de caprichosa e incomprensible, recuerdo especialmente que una canción que nunca me dijo gran cosa, de un grupo que nunca ha despertado mi interés, “Es por ti” de Cómplices, en su voz y musicada por él conseguía emocionarme enormemente. Fue entonces cuando tuve la certeza de que aquel muchacho probablemente nunca llegaría a ejercer como periodista, pero sería un músico y un artista enorme.
Y mírenle ahora. Jugando en la misma liga que Nick Cave o Almodóvar. Bueno, más o menos.
Como decía el bueno de Tom Petty, “el cielo es el límite”. ¡Claro, tío!