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«El dictador» Baron Cohen afronta la transición

13/07/2012

Lo reconozco. Soy fan de Sacha Baron Cohen. Pese al «boom» de la «nueva comedia americana» auspiciada por Judd Apatow y sus acólitos, solo «Borat» y «Bruno», aparte de «Un funeral de muerte» (la original inglesa, no el «remake» estadounidense) , han sido capaces de hacerme llorar de risa en una sala de cine en los últimos años, de hacerme perder el control y luego hacerme mirar avergonzado al resto de espectadores tras el estruendo de mis carcajadas, incluso de provocarme nuevas risas tras salir del cine mientras iba recordando las mejores escenas.  Las dos películas señaladas (a «Ali G anda suelto», su debut, no la meto en el saco) se beneficiaban de un formato documental -siempre ha habido muchos rumores sobre el «verismo» de los hechos que mostraban- en el que un extranjero extravagante viajaba, presa de la fascinación, a EE.UU, donde, involuntariamente, provocaba el desconcierto entre los habitantes ante sus «inhabituales» acciones. Estos dos personajes funcionaban como un espejo en el que mostrar la intolerancia, los miedos, la cerrazón y las contradicciones de un país que se ha autoerigido como faro de la democracia.

«Borat» supuso toda una revelación para aquellos, como un servidor, que aún no conocían a este tremendo cómico.  La «road movie» que protagonizaba un kazajistaní recién llegado a EE.UU. para buscar a su amada Pamela Anderson se mostraba tan original como rompedora. El humor más zafio y facilón se mezclaba con una incorrección política sorprendente y, a la vez, contenía retazos de fina ironía que mostraba sin tapujos la decadencia moral y política de Occidente (¡inolvidable ese discurso durante el rodeo!),todo ello sustentado en un acto de heróico malabarismo que nos hizo proclamar a muchos a Baron Cohen como el mejor humorista del momento.

«Bruno» repetía esquemas y formato y, lógicamente, perdía el efecto sorpresa. Las peripecias del gay «ultrafashion» austriaco en el país de las barras y estrellas dejaba bastante de lado la sutileza y apostaba más por la acumulación de «sketches» que por su calidad pero seguía funcionando más que bien, seguía proporcionando cargas de profundidad en su análisis de la sociedad estadounidense y, sobre todo, seguía teniendo unos cuantos momentos cómicos antológicos (la clase de artes marciales es mi debilidad personal). ¿El resultado? Un artefacto menos completo pero igual de tronchante que «Borat». Todo bien hasta el momento. Sin embargo, estaba claro que Baron Cohen ya lo había dado todo en este formato y debía buscar nuevos métodos antes de que el invento tomara caminos autoparódicos. Y el cómico británico, que no tiene un pelo de tonto, es lo que ha hecho.

«El dictador» se presenta como el primer filme «convencional» (esto es, con una guionización clásica y eliminando el efecto de falso documental) de la trilogía que ha protagonizado Baron Cohen a las órdenes de Larry Charles. Sin embargo, el resto de elementos siguen siendo los de siempre. El británico encarna esta vez a Haffaz Aladeen, el dictador que gobierna con mano de hierro el estado ficticio de Wadiya. Un país podrido de petróleo y que está fabricando sospechosas armas nucleares mientras su gobernante colecciona amantes del «star system» y órdenes de ejecución para todo aquel que le contradiga. Esta «plácida» existencia se verá interrumpida por la necesidad de que viaje a Nueva York para intervenir en la ONU ante las crecientes presiones de Occidente. Una vez allí, sufrirá una conspiración por parte de su colaborador más cercano que hará que sea suplantado por un doble y él se vea obligado a intentar volver a su «legítimo» cargo mientras experimenta las vivencias de un ciudadano de a pie y trabaja en una tienda de alimentación auspiciada por una activista política y medioambiental.

Promocionada como una de las grandes películas comerciales del verano (llama la atención el desfile de intervenciones/cameos de estrellas como Ben Kingsley, Megan Fox, Edward Norton o John C.Reilly), «El dictador» tiene, de hecho, un tono más «populista». Comenzado por el personaje principal, vemos que ésta vez Aladeen es un ser malvado del que al público resulta cómodo reirse, algo que no sucedía con Bruno o Borat, dos personajes inocentes que no eran conscientes de la hilaridad que despertaban, que suministraban risas culpables al respetable, de esas que responden a prejuicios instalados en nuestro yo más profundo. La originalidad también se ha perdido por el camino y muchos de los «sketches» remiten a las diferencias entre Oriente y Occidente y el odio a los judíos que ya poblaban «Borat».

Muy consciente de esta simplificación de su estilo, Baron Cohen se muestra más entonado a la hora de juguetear con una trama convencional que remite a multitud de fábulas y cuentos clásicos y, especialmente dedicado a los nostálgicos de los ochenta, a aquella «El príncipe de Zamunda» de Eddie Murphy,  prácticamente inédita en nuestros canales televisivos. Una vez despojado de sus privilegios, Aladeen nos amenaza (y nos lo llegamos a creer) con la posibilidad de un amor redentor y un final feliz típico y tópico hasta que suspiramos aliviados viendo como nos ha tomado el pelo. Sin embargo, no es nada baladí el personaje de Zoey (Anna Faris), la concienciada activista que dirige la tienda en la que trabaja nuestro desposeído dictador. Mientras que Aladeen se basta por sí solo para proporcionar el humor bestia y facilón (no por ello menos efectivo en ocasiones) del filme, es el de Zoey el rol encargado de que tengamos que leer entre líneas. La hipocresía de la civilización occidental (y aquí especialmente de su sector más progresista) es encarnada por una chica a la que se le llena la boca con sus intachables valores y denuncias de la opresión pero que no duda en pasar por encima de ellos en beneficio suyo y de su tienda.

Empañada por un humor menos brillante y cáustico y amenazada por el «síndrome Torrente» (ese que ocurre cuando un personaje pasa de ser un medio para describir una realidad concreta a ser el fin en sí mismo de una película), «El dictador» evidencia que la reformulación realizada por Baron Cohen es aún insuficiente y debería seguir pensando nuevos caminos en los que su evidente genio pueda lucir convenientemente. Sin embargo, su instinto para la incorrección sigue intacto (¿se puede ser más burro y libérrimo que en este filme?) y tenemos unas cuantas escenas que pasan directamente al cuadro de honor del británico, dos de ellas (geniales) al «Top 10» (la escena de amor posiblemente más insólita de la historia del cine y el evocado cameo de «Forrest Gump»). Y es que, ¿que sería del cine sin esas obras menores de algunos que llegan a ser mejores que las obras maestras de otros?  Te seguimos queriendo, Sacha.

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