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«Una historia de locos»: El arte de matar (y sus consecuencias)

26/03/2017

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El eslogan al que va pegado el cineasta Robert Guédiguian es el de ‘el Ken Loach francés’. Cierto es que todos le identificamos inmediatamente por títulos como «Marius y  Jeannette», «La ciudad está tranquila», «Marie-Jo y sus dos amores» o «Mi padre es ingeniero». Todas ellas formaron entre finales de los 90 y principios del siglo un corpus cinematográfico absolutamente coherente en el que, de la mano de la entrañable dupla protagonista formada por Jean-Pierre Darroussin y Ariane Ascaride, se hacía un incisivo análisis de la situación en ese momento de la lucha de clases y la defensa de los derechos sociales y laborales. ambientado siempre en esa ciudad tan peculiar que es Marsella y, pese a la dureza de los asuntos tratados, añadiendo resquicios de humor para digerir mejor ese menú.

Sin embargo, sería injusto sentenciar que Guédiguian no ha salido de ese su mundo. Títulos como «Presidente Mitterrand» o «El ejército del crimen» ya nos permitieron verle en otras tesituras. Pero es en los últimos años, justo después de que volviera a las mieles del éxito con la deliciosa «Las nieves del Kilimanjaro» -un regreso a su universo más característico- cuando el cineasta parece tener más interés en desligarse de ese particular sambenito. Ya lo hizo en la fallida comedia «El cumpleaños de Ariane» y lo ejemplifica mejor aún en, por ahora, su última película, «Una historia de locos», un ambicioso drama que se estrena ahora en España con llamativo retraso tras ser presentada en la Seminci…¡de 2015!

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El apellido delata el origen armenio de Guéguidian, algo que ya había explicitado cinematograficamente en «Le voyage en Arménie», y esta vez no ha dudado en sacar a la palestra el genocidio que sufrió ese pueblo a cargo del Imperio Turco en la Primera Guerra Mundial, una tragedia silenciada durante décadas y felizmente puesta en su justa medida en los últimos tiempos- para ir más allá y analizar pormenorizadamente el fenómeno del terrorismo, adaptando para ello un libro clásico, «La bomba», escrito por el periodista español, José Antonio Gurriarán, a raíz de sus propias y extraordinarias vivencias.

«Un historia de locos» nos deja pegados a la pantalla desde el primer segundo gracias a un sorprendente prólogo, filmado en un bellísimo blanco y negro que recuerda al de la reciente y también francesa «Frantz», en el que narra con excelencia el origen fundacional de la resistencia armenia: el asesinato por parte de Soghomon Thelirian -que se convertiría en todo un héroe nacional- del gran visir turco Talaat Pasha en Berlín en 1921 y su posterior puesta en libertad tras un juicio que acabo convirtiéndose en el primer gran ejercicio de reivindicación histórica del genocidio.

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La película pasa a continuación, en un vertiginoso ‘flash forward’, a la Marsella de los años 70, en la que Guéguidian se siente, comprensiblemente, como en casa, manteniendo el mismo gran nivel. El director francés ambienta con su habitual buen tino costumbrista la vida de una familia de orígenes armenios que se va sumergiendo en la oscuridad cuando su hijo mayor, Aram, se radicaliza junto a un grupo afín para revitalizar la lucha armada armenia contra todo interés turco que encuentren en su camino, dentro de un contexto mundial especialmente propicio para las andaduras terroristas. Es admirable el preciso equilibrio logrado entre los momentos dramáticos y los más risueños, pero lo verdaderamente destacable es la brillante exposición del impacto de la tragedia armenia en las distintas generaciones de la familia: de la radicalidad de una abuela que sufrió ‘in situ’ los terribles hechos a la voluntad de pasar página de unos padres ya integrados en los lugares a los que se vieron forzados a emigrar para llegar de nuevo al extremismo de unos hijos dispuestos a revisionar y vengar aquel horrible pasado.

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Guédiguian sabe incluso rayar más alto de lo esperado en el elaborado suspense en que termina convirtiéndose la definitiva puesta en acción inaugural de Aram en el terrorismo, planificando con excelencia un atentado en París que acaba con un inocente gravemente herido, un detalle en el que se modifica sustancialmente la historia original de Gurriarán, que resultó afectado por un ataque similar de ese grupo armenio, pero que fue posterior y tuvo lugar en la Plaza de España de Madrid. Sin duda, un guiño al público francés, principal receptor potencial de la cinta.

El atentado supone el punto troncal de una cinta, que, a partir de ese momento muestra su ambiciosa pretensión de querer hacer un ‘estado de la cuestión’ del terrorismo y busca abarcarlo todo, desdoblando la trama en tres ramificaciones: la que cuenta la trayectoria de Aram como terrorista, la que narra el pesar de sus padres Hovannés y Anouch por su marcha y, por último, la que se centra en mostrar la reacción de la víctima, un estudiante de medicina prometido y acomodado que ve cambiar radicalmente su vida.

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La división en tres subtramas permite introducir algunos interesantes temas pero la contrapartida es letal. La fuerza que poseía la cinta hasta ese momento sufre los efectos de la dispersión y acaba diluyéndose ante el desequilibrio creciente que va presentando la propuesta. El relato terrorista tiene el aliciente de contar con la fuerza interpretativa de los prometedores Syrus Shahidi y Razane Jammal pero acaba naufragando entre su exceso folletinesco y su absoluta previsibilidad. Más allá de la mera corrección de los aconteceres del herido, es esa fuerza de la naturaleza que es la Ascaride -soberbia como siempre- la que acaba manteniendo el interés con su papel de madre coraje, que se contrapone al fatalismo pasivo de su marido.

Un acto absolutamente insólito de Anouch -una impulsiva visita a la víctima de su hijo en el hospital- desencadena una sucesión de acontecimientos que provoca que vayan confluyendo las tres subtramas bajo un discurso de hondo humanismo que emociona conceptualmente pero que, cinematográficamente hablando, no acaba de calar de la misma manera merced a un tratamiento demasiado rutinario, algo a lo que no ayuda precisamente un colofón demasiado efectista.

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Es triste que -de forma irónica, claro- una película tenga que llamarse «Una historia de locos» cuando se trata de una oda a la tolerancia,  a la comprensión entre seres humanos y a la necesidad de conocer y respetar la visión del prójimo y también un recordatorio de que la violencia, por muy legítima que pueda parecer, sólo genera eso, violencia. Seguramente, «Una historia de locos», pese a su buen nivel, no pase a los anales cinematográficos pero, sin duda, es absolutamente necesaria y de visión obligatoria para inspirarnos en esa casi imposible tarea que supone en el convulso tiempo actual pensar en un mundo mejor.

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