El cielo era el límite
Eddie esperó a haberse terminado el café, fue hasta el mostrador y cogió una revista. Era un gesto deliberadamente masoquista, pues no podía evitar recordar cuando él acaparaba muchas de esas portadas y grandes titulares. Ahora, en cambio, no conocía a ninguno de esos pendejos y fulanas de los que hablaba la prensa, ni tampoco alcanzaba a comprender por qué sus absurdas peripecias debían importarle un carajo a nadie. Los tiempos habían cambiado, y no para mejor, se dijo. Pidió un paquete de Newport y un six pack de Budweiser, pagó a Josie y salió a la calle. El viejo Pete dormitaba en su esquina, como todas las mañanas. Eddie rebuscó en los bolsillos, encontró unos peniques y los echó dentro del roído sombrero del anciano, que se lo agradeció con su característico gruñido. Abrió el paquete, se encendió un cigarro y siguió caminando calle abajo por el bulevar, en dirección al parque.
Eddie era un animal de costumbres. Se levantaba siempre tarde, nunca más pronto de las 11, bajaba a Josie’s, se pillaba un sándwich de pollo y un café de la máquina y se los tomaba tranquilamente sentado en una de las pequeñas mesas del fondo, junto a la cámara de los helados. Después cogía su tabaco y su cerveza y salía a pasar el resto de la mañana tirado en el parque, charlando con algunos de los habituales o simplemente viendo pasar a la gente. Aún vestía como una estrella de rock, aunque aquello sucediera hacía tantísimo tiempo que a veces lo recordaba casi como un relato de ficción. A lo largo de los últimos años se había ido deshaciendo prácticamente de todas sus pertenencias, incluídos sus premios y todas sus guitarras, menos una, y por suerte también había conservado su vieja chaqueta de cuero. Venderla sería algo así como vender su alma, y su alma, se decía a sí mismo, era ya lo último que le quedaba.
Cuando llegó al parque, se sentó en su banco de siempre y abrió la primera cerveza, le volvieron a la mente esas malditas revistas. No echaba de menos ser la comidilla de la prensa, para nada, pero a veces… a veces se sorprendía pensando que no le importaría volver a ser el centro de atención, aparecer aunque fuese en el faldón de una portada bajo un titular que rezara «Eddie Rebel arruinado» o «Antigua estrella de rock vagabundea por las calles de Los Angeles», acompañado de algunas fotos tomadas a traición por algún paparazzi sin escrúpulos. Al menos eso significaría que el mundo se seguía acordando de él. Pero ni eso. Ya no le interesaba a nadie ni para que quisieran regodearse de su desgracia. A veces sentía como si nunca, jamás, hubiera existido. Como si todos sus días de gloria hubiesen sido borrados, por algún tipo de malévolo encantamiento.
No solía pensar mucho en esas cosas, pero ese día se sentía extrañamente deprimido, o más deprimido que de costumbre. Siempre le había importado una mierda lo que pensaran o dejaran de pensar de él, o al menos se engañaba a sí mismo diciéndose que eso siempre había sido así. Y si se habían olvidado de él… pues casi mejor que mejor. Lo que sí le dolió, hasta el extremo de que sintió cómo se le encogía el corazón y le costó varias noches volver a conciliar el sueño, fue cuando se encontró con ella, un par de semanas atrás. Le dolió que no le reconociera, o que fingiera no reconocerle, pero le dolió aún más cuando él se plantó en su camino y a ella no le quedó más remedio que mirarle a los ojos, esbozando una sonrisa incómoda y a todas luces forzada. Bueno, no, lo que más le dolió fue cuando, tras menos de un minuto de vacía conversación, ella se cansó de aparentar y ya no intentó disimular su indiferencia, despidiéndose de forma brusca. «Que te vaya bien, Eddie», le soltó, y a Eddie no pudo sonarle más fría y distante. Podía haber dicho un «Ya nos veremos, Eddie» o algo parecido, aunque ambos supieran que aquello era mentira. Pero no.
Ella había sido la primera persona que conoció cuando llegó a Los Angeles, en aquel sórdido local de tatuajes, y ya entonces supo que serían inseparables. Ella le regaló su primera guitarra y le enseñó incluso algunos acordes, así que podía decirse que se lo debía todo a ella. En realidad, ella era la primera y la última persona que había amado de verdad en toda su vida. Qué demonios, ella lo había sido todo para él, había sido todo su mundo… y él se encargó de destruirlo, vale. No, no iba a negar la evidencia, pero había pasado cuánto, ¿casi tres décadas? ¿Y cuánto llevaban sin verse, diez, quince años, quizás? Tampoco sabía qué podía esperar ni creía que pudiera exigirle nada, pero…
Se compró un perrito caliente y una grasienta bolsa de patatas fritas para almorzar. Nunca le había preocupado demasiado su dieta, pero con lo que cobraba, si descontaba la renta del apartamento, tampoco le daba para mucho más. Y eso que, suponía, su música seguiría haciendo algo de dinero. Coño, si en su día llegó incluso a desbancar a Van Halen del número 1… Al menos alguna de sus canciones tenía que seguir entrando en algún recopilatorio de los 80, aunque fuese en uno de esos que aún se vendían por la teletienda. Pero él sabía que no volvería a ver ni un maldito centavo, hasta ese punto había sido engañado y pisoteado.
Llegó a su apartamento pasadas las 5 de la tarde, con el tiempo justo de echar una cabezada en el sofá, levantarse para darse una ducha, con agua fría, y marcharse a trabajar. El bar no abría hasta las 8 de la tarde, pero él siempre solía llegar media hora antes, para tomarse una o dos cervezas con Mary o Jessica. Hasta un par de años antes había seguido trabajando en la puerta como segurata, pero había sido reemplazado por un enorme negro de calva reluciente y mirada intimidante apodado Little Georgie, y a él le habían relegado a recoger las mesas, barrer el suelo y limpiar los baños. Lo entendía. Estaba mayor, tenía problemas de corazón, era demasiado indulgente y ya no imponía nada. Y en caso de bronca, reconocía que ya no podía servir de ninguna ayuda. En realidad, sabía que no era indispensable allí, ni siquiera necesario, pero la hija de Bart se había quedado con el negocio tras la muerte de su padre y había mantenido, hasta entonces, la palabra de su amigo. Bart fue el único que no le dio la espalda cuando cayó en desgracia, y cuando su antiguo roadie montó el bar fue el primero al que llamó y le juró que, mientras aquel local permaneciera abierto, a Eddie jamás le faltaría un trabajo.
Cerraron pasadas las 3 de la madrugada, cuando consiguieron echar a los últimos clientes, y antes de salir comió una hamburguesa que le preparó Mary. Quince minutos después llegó a su apartamento y sintió la repentina necesidad de coger su guitarra. Aún había veces, menuda gilipollez, en las que le daba por componer alguna cosa, pero pronto se dio cuenta de que esa noche no se sentía inspirado. Intentó tocar alguna de sus viejas canciones, pero le costaba recordar los acordes y no tardó en darse por vencido. Dejó la guitarra a un lado, encendió la televisión y se quedó dormido en el sofá. Se despertó varias veces a lo largo de la noche, intranquilo sin saber muy bien por qué, pero se sentía tan fatigado que ni siquiera encontró fuerzas para levantarse a mear o acercarse hasta su cama.
Se levantó más pronto que de costumbre, a las 9:20 de la mañana. Le dolía todo el cuerpo y sentía el estómago vacío. En menos de diez minutos ya estaba entrando por la puerta de Josie’s y, cuando se acercó a pedir su desayuno, sus ojos se detuvieron en los titulares de los periódicos. «Tom Petty muerto de un infarto a los 66 años». Le inundó una tristeza infinita. Por supuesto que sabía quién era Tom Petty, él también había sido, aunque fugazmente, una estrella del rock, pero no había llegado a conocerle personalmente. Lo más extraño, y no hubiese sido capaz de explicarlo, era que sentía como si estuviera leyendo su nombre por primera vez. Como si todo aquello le llegara desde un lugar muy, muy lejano. Pidió su sándwich y el café para llevar, pagó a Josie y salió a la calle. Ni siquiera se acordó de comprar el tabaco y las cervezas. Le dio un par de bocados al sándwich y se dio cuenta de que se le había quitado el hambre. Buscó con la mirada al viejo Pete pero no le encontró en su sitio de siempre, así que tiró la comida y el café en una papelera y echó a andar por el bulevar. Se cruzó con Mary Jane, a la que hacía un siglo que no veía, aunque estaba tal y como la recordaba, tan alta y tan preciosa como siempre. Sus ojos se encontraron aunque a Eddie le dio la sensación de que su gesto y su mirada estaban totalmente inexpresivos y vacíos. Parecía perdida. No fueron capaces, ninguno de los dos, de pronunciar una sola palabra y cada uno siguió su camino.
Cuando llevaba cinco minutos andando reparó en que no tenía ni idea de en dónde se encontraba. Miró alrededor y no reconoció las calles. Buscó alguna placa o cartel que le pudiera orientar, pero no encontró ninguno, y sólo entonces se percató de que no había una sola alma por la calle. Retrocedió sobre sus pasos, o emprendió una dirección nueva, pues ni siquiera de eso estaba ya seguro. Se acercó a un comercio indeterminado, miró el escaparate y le costó ver su reflejo. El cristal estaba muy sucio, como si hubiera sido abandonado décadas atrás, pero eso tampoco podía explicar que su propia imagen estuviese tan desdibujada. Echó a andar de nuevo y entonces cayó en la cuenta de que el reflejo desenfocado que había visto ni siquiera era el suyo. O bueno, sí, era él, aunque era un él mucho más joven, casi aniñado, con bastante más pelo e imberbe.
Se giró para mirar de nuevo el escaparate, pero éste también había desaparecido.
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