«Verónica»: sombras de barrio
Llegados a un punto en la historia del audiovisual, recién aterrizados en el siglo XXI, el cine de terror más accesible y más susceptible de ser consumido por el gran público parecía haberse estancado. Las historias empezaron a nacer del tizne del papel de calco y provocaban en la audiencia las mismas sensaciones de manera reiterada. Hoy, sin embargo, traemos una estupenda noticia: el dinosaurio cinéfilo está en peligro de extinción o condenado al menos a chocar contra un muro de sinrazones cada vez que se pierde en un «ya no se hacen cosas como las de antes» o en un «ya no hay nada bueno». Y es que de un tiempo a esta parte el género no sólo vuelve a tratar de reinventarse, sino que cada vez son más los directores y directoras que se atreven con propuestas diferentes, que cambian las normas del discurso, que experimentan, que apuestan por la complejidad de sus personajes y dejan un calado posterior. Entregas cinematográficas muy dignas que no por apelar a una de las emociones más básicas del ser humano merecen menos consideración.
En los últimos años hemos asistido a estrenos como «La bruja«, «It Follows«, «The Babadook«, «Cabin in the Woods» o «Don’t Breathe«, todos ellos con una característica común, la de tratar de aportar algo nuevo al panorama del horror. Es un deleite para cualquier amante del pulso acelerado contemplar como en este mismísimo 2017 han visto la luz historias de zombies tan elogiables como «Train to Busan«, relatos tan magníficos como el que nos regala Julia Ducournau en «Crudo» o tan golosos y bien llevados como la nueva adaptación cinematográfica de «It«. Pero entre producciones coreanas, francesas y estadounidenses, se nos cuela un producto nacional, una «Verónica» dirigida por Paco Plaza que ha cautivado a la audiencia por su buen hacer, por sus formas, por su fondo, y quiero hablaros de ella porque ha sido una de las sorpresas más gratas que he recibido este año en el cine.
Verónica es una joven de quince años que un mal día, como cualquier adolescente noventero (y ochentero, y setentero) que se precie, decide hacer la ouija con sus amigas en horario escolar y trae una presencia maligna al plano de los mortales que no tiene la intención de alejarse de ella ni de sus seres queridos. ¿No es un clásico típico y tópico? ¿No debe existir en la actualidad una app para esto? Sólo que Verónica no es una muchacha más ni puede si quiera aspirar a mimetizarse entre sus compañeros de clase o permitirse una edad del pavo que le corresponde por derecho propio. Es una hermana coraje. Una mujer temprana que lleva a sus hombros una carga que no tiene madurez para asumir pero asume.
Si bien la cinta funciona a las mil maravillas como muestra de terror, lo hace aún mejor como retrato social y familiar, como narración desde la perspectiva de un personaje femenino maravilloso. Una niña que no ve a su madre porque ésta trabaja dieciséis horas diarias en un bar para poder alimentar a sus hijos y pagar una vivienda demasiado pequeña para todos en el barrio madrileño de Vallecas. De ese modo, se convierte en madre de sus tres hermanos desde que amanece hasta que se deja caer en el colchón de nuevo. Valiente y vulnerable, enredada en sus conflictos. Cercana a nosotros.
Cercana, porque Verónica no es un escritor atormentado que se aísla en una cabaña en la montaña para que lo embarguen los demonios. Verónica no es una mujer de tez nívea en una mansión lúgubre del siglo XVIII. Verónica se siente real y el fenómeno sobrenatural que la persigue no ulula por largos pasillos ni apaga candelabros, sino que habita una vivienda normal de una barriada humilde y mueve vasos de Duralex. Un entorno palpable, reconocible, humano y realista en sus formas.
Ambientado en los noventa e inspirado en un caso policial, el filme resulta exquisito en la recreación del contexto temporal, desde los elementos que bañan la adolescencia y su transcurrir de los días, pasando por las conversaciones en teléfonos de pared, los fascículos de kiosco sobre lo oculto y las canciones de «Héroes del silencio» que ponen banda sonora a la entrega y que son uno de los mayores aciertos. Del mismo modo, todos sus recursos nos llevan a rememorar las películas del género de aquel tiempo. No cae en efectismos gratuitos, crea una atmósfera desapacible en la que es difícil no adentrarse, donde todos sus elementos se antojan tremendamente orgánicos. Paco Plaza no se hunde en el pozo fácil de los clichés, sino que los hace suyos, los redirige. Y no menos dignos de mención son sus homenajes al cine clásico.
No os puedo contar más. Una sale tan encantada de la sala de cine, tan convencida, que sólo puede recomendar a los rezagados que se acercan a conocer a Verónica. Que viajen dos décadas atrás, que disfruten de la construcción de sus personajes, de sus interpretaciones (lo de Sandra Escacena es una revelación), de la vuelta a un tipo de terror que triunfó en otro tiempo y se siente actual. De historias reales, de barrio, de todos nosotros. De lo sobrenatural donde pesan los días.
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