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El viejo Lou

26/04/2012

Domingo por la mañana. El viejo Lou se encuentra sentado en su sillón favorito, en su rincón favorito, en la biblioteca de su apartamento, que es, sin discusiones, su estancia favorita de la casa. Mira por la ventana, que acaba de abrir de par en par, para percibir con todos sus sentidos esa ciudad en ebullición que tanto ama, y que nunca se detiene un solo instante, ni siquiera, o menos aún, los fines de semana. Sobre sus rodillas, un viejo ejemplar de “In Dreams Begin Responsibilities”, de Delmore Schwartz. Se siente cansado. Le pasa casi todos los domingos; echa de menos su sesión matutina de Tai Chi, pero ese es el único día de la semana en que su maestro no acude a visitarle. Se siente cansado y, además, se aburre. Su mujer se ha encerrado en el cuarto oscuro para revelar fotos. Se recorrieron medio Manhattan el sábado con la cámara a cuestas, así que imagina que estará allí dentro todo el día, probablemente ni siquiera saldrá para almorzar algo. Saca su teléfono móvil del bolsillo de su bata de felpa y se le ocurre que, por qué no, va a llamar a los muchachos; hace mucho que no sabe nada de ellos. Busca en la agenda el teléfono de James, duda por un segundo, y pulsa el botón verde. Cinco tonos, seis tonos, siete, y salta el buzón de voz. Hace mucho que no consigue hablar con su amigo, y se pregunta incluso si no habrá cambiado de número de teléfono. En una profesión como la suya, a veces te ves obligado a hacerlo. Así que decide llamar a Lars. No le cae tan bien, es un tipo bastante cargante, de hecho, pero quiere saber qué tal les va a los chicos. Esta vez pierde la cuenta de los tonos, doce, quince, hasta que su llamada se extingue de nuevo sin respuesta. Se lo piensa un poco, y se dice que por qué no llamar al otro, nunca consigue recordar su nombre a la primera… Kirk, eso es. Esta vez, se encuentra directamente con el teléfono apagado, así que desiste. Había un cuarto hombre, sí, pero ni siquiera sus compañeros parecían hacerle mucho caso, por lo que se resigna a intentarlo en otro momento. Coge el libro que reposa sobre sus rodillas. Acaricia su lomo gastado, se acerca las páginas amarillas a la nariz y aspira su olor. Lo abre al azar y descubre que lo ha hecho por uno de sus poemas favoritos. Comienza a leer, a recitarlo solemnemente para sí mismo, y apenas tres minutos después se queda totalmente dormido.

Y el viejo Lou sueña. Sueña que es un joven enamorado que viaja en el interior de una caja enviada por correo en dirección a Wisconsin, en donde estudia su novia, con la intención de darle una sorpresa. Es algo completamente absurdo y a la vez, en ese preciso instante, tiene absoluto sentido. Lo que aún no sabe es que nunca volverá a ver la luz, porque cuando la caja llegue a su destino, un cúter metálico atravesará la cinta aislante, atravesará el cartón, atravesará el acolchamiento y se clavará justo en medio de su cabeza. Pero lo que sucede en los instantes previos a ese momento es aún mucho más doloroso y mortal, pues escucha unas voces amortiguadas al otro lado de la caja que mencionan su nombre, que le insultan, que le revelan demasiado tarde que, entre otras cosas, su novia ni siquiera es ya su novia. Por eso, cuando el cúter se abre paso a través de su cráneo, ni siquiera siente nada.

Para entonces se encuentra caminando por la playa de Coney Island. Ahora es un chaval cuya única preocupación es cómo convencer al entrenador para que le deje entrar en el equipo de fútbol del instituto. Sólo eso ocupa sus pensamientos. Quiere jugar al fútbol para el entrenador. Jugar al fútbol para el entrenador. Se descalza y se acerca a la orilla, para que las olas acaricien sus pies desnudos. Y es extraño, porque siente el agua, puede escucharla, y olerla, y a la vez ya no está allí, e incluso es ya otra persona, un chico aún mucho más joven que regresa con paso rápido a su casa, por llamarla de alguna forma, situada junto al hotel Wilshire, que comparte con su padre y otros nueve hermanos y hermanas. Pero su viejo no volverá hasta la noche, está convencido de ello, pues a esa hora estará ya en una esquina de la Avenida Lexington esperando a su camello de confianza. En su camino se cruza con Holly, Candy, Little Joe, el marica Sugar Plum y Jackie, y todos le sonríen, y todos le saludan, mientras caminan por el lado salvaje. Una vez en casa, se sienta en el suelo y abre el libro que ha encontrado en un cubo de basura en el sucio bulevar. Es un libro de magia. Mira los dibujos y levanta la vista al techo desconchado. Cuando cuente tres, dice, espero desaparecer, y volar, volar lejos…

Y así lo hace. Ahora se encuentra sentado en un pequeño café en Berlín. Ha pasado un día estupendo. Un día perfecto. Estuvieron en el zoo, alimentando a los animales, y después fueron al cine. Ahora está sentado en ese pequeño café, escuchando el agradable sonido de una guitarra, y sonríe. Le invade una sensación de plenitud, cierra los ojos y se dice que está en el paraíso. Pero esa tranquilidad no dura mucho, hasta que cree escuchar una voz, que en realidad no parece venir de ningún sitio. Hace demasiado frío en Alaska. De algún modo, con esa certeza tan irracional que sólo parece existir en los sueños, sabe que en ese preciso instante, no muy lejos de allí, una mujer yace en su cama con las venas abiertas, y lo que ahora escucha es una canción tan triste que rompe el alma, mientras abre lentamente los ojos y pueda verla, él suspendido en el techo de la habitación, y ella mirándole fijamente con sus ojos azul claro, susurrándole con su último aliento no apagues las llamas… hay un poco de magia en todas las cosas, y alguna pérdida para equilibrarlo todo.

Sus palabras aún resuenan en su cabeza mientras apura su último trago sentado en la barra de un bar de las afueras, de las afueras de dónde, se pregunta, y qué importancia tiene eso ahora, se responde al instante. La televisión está encendida y están retransmitiendo un partido de fútbol de la liga universitaria. De repente, la pantalla se queda totalmente en negro, hasta que un comentarista interrumpe la emisión para dar la noticia de que el presidente, John Fitzgerald Kennedy, ha sido asesinado. La gente grita, se lleva las manos al rostro con incredulidad, y él se dirige corriendo hacia la calle. Allí, un hombre le hace señas y le indica que se acerque. Mira, le dice, y le señala a una muchacha que yace en el suelo. Nunca la ha visto pero, de algún modo, sabe que se llama Sally, y sabe que nunca volverá a bailar. El hombre le mira muy serio. Esa zorra no respira, me parece que ha tomado demasiado de algo, ¿me entiendes?, continúa, y no te quiero asustar, pero eres tú el que la ha traído aquí, y eres tú el que se la va a llevar. Él asiente, y aunque aún no sabe que va a contestar, abre la boca y unas palabras salen como de ninguna parte: Sácame la máscara azul de la cara y mírame a los ojos.

El hombre le quita la máscara, y él se encuentra mirándose fijamente en un espejo. No le gusta lo que ve. Detesta su nariz, y odia sus orejas de soplillo, que le recuerdan a su padre. La última persona en el mundo de quien querría acordarse. Tiene una cuchilla en su mano y empieza a afeitarse. Ojalá fuera diferente, sigue pensando, y de repente, con un rápido movimiento, se corta la nariz. Mejor, dice en voz alta, y un segundo después se rebana la barbilla. Siempre quiso tener un hoyuelo. Una nueva cara, una nueva vida, sin recuerdos del pasado. Y se raja la garganta de oreja a oreja.

Se despierta sobresaltado, tosiendo. Los puntos le provocan una mueca de dolor, y un doctor se acerca desde el otro lado de la habitación, sonriendo. Hijo, te hemos salvado la vida, pero nunca volverás a ser el mismo, le explica. Y a él le sobreviene un ataque de risa. No puede parar de reír. Le duele demasiado, pero él sigue riendo y riendo. Se levanta de la cama, aparta el médico de su camino con un empujón y se dirige corriendo hacia la puerta de la habitación. La abre y entra en un ascensor. Como si fuese la cosa más lógica del mundo, sabe perfectamente adónde se dirige. Pulsa el botón y espera tranquilamente hasta que llega al cuarto piso. Sale del ascensor y se encuentra rodeado de gente. Está en una fiesta. Una de las fiestas del mañana, susurra. Observa los rostros de la gente. Algunos no le suenan de nada, pero otros muchos le resultan conocidos. Yonkis con los que un día trató, la mayoría heroinómanos, casi todos ellos muertos. Entra en una estancia muy amplia y se cruza con la mujer fatal. Al fondo ve a las chicas de Chelsea y, junto a ellas, está su amigo Andy. Se dirige hacia allí y Andy le sonríe. Él levanta el brazo y le apunta con una pistola. Está horrorizado pero no puede controlarlo. Su dedo acaricia el gatillo, y no quiere hacerlo pero a la vez sabe que no podrá detenerse. Eres un vicioso, grita, y su dedo aprieta el gatillo. Andy le mira sin entender nada. Seré tu espejo, reflejaré lo que eres, le dice, antes de caer al suelo.

El viejo Lou se despierta sofocando un grito en su garganta. Está sudando. Tiene unas ganas horribles de orinar. Siente la baba resbalando por su barbilla. Se la limpia y piensa que, al menos, aún tiene barbilla. Se mira las manos, arrugadas, y por un segundo, quizás solamente medio segundo, lamenta haber regresado, y volver a ser el viejo Lou. Pero la sensación cambia enseguida, y ya lo que único que experimenta es alivio. Oye una voz al otro lado de la habitación y se sobresalta. Su mujer se encuentra junto a la puerta. Seré tu espejo, reflejaré lo que eres, le dice. ¿Qué?, consigue preguntar él, con la respiración aún entrecortada. Que si quieres salir a comer algo, responde ella, hace un día fantástico, he pensado que luego podríamos salir a dar una vuelta por Canal Street. El tráfico es muy ruidoso a esta hora, hace una pausa y le guiña un ojo, y sé cuánto te gusta eso. Le está mirando con un gesto divertido, con los ojos muy abiertos, sin apenas parpadear, pero él sólo puede pensar en una cosa: parece muy vieja. Parece una momia, se corrige, los dos parecemos dos momias, y por un momento teme haber pronunciado aquello en voz alta. Entonces ella le sonríe y él se da cuenta de que, cuando lo hace, es el ser más hermoso que ha visto en su vida. Desea devolverle el gesto, y hace su mejor intento. Está bien, masculla.

Y, con dificultad, se levanta.

7 comentarios leave one →
  1. Arzu permalink
    26/04/2012 12:15

    ¡Olé!

  2. 26/04/2012 12:16

    Pedazo de artículo. Personalmente, Lou Reed es para mí el poeta callejero del rock del siglo XX. Quizás Dylan, Cohen o Tom Waits sean más mediáticos, pero Lou se ha ganado con todo el merecimiento el apodo de Mr. Rock n Roll machine. Cuando en los 60 se habla de rock; mencionamos a los mismos, pero nadie se acuerda de que Lou y la Velvet fueron sin lugar a dudas la banda más revolucionarias, no sólo por la atonalidad de la música: sino también por sus letras perversas de sadomasoquismo, cuero y la vida del camello y el enganchado a la calle. Mágico, un placer pasar por aquí.

  3. Alberto Loriente permalink*
    26/04/2012 14:23

    ¡Plas, plas, plas! Magistral, Rodri; un artículo magistral. Ha merecido la pena esperar para ver esto publicado. Mi más sincera felicitación, colega.

  4. Jorge Luis García permalink*
    26/04/2012 19:19

    Excelso post, Rodrax. Me parecía estar leyendo a Paul Auster sumergiéndose en el universo del viejo Reed a través de un sueño de David Lynch. Enhorabuena, man.

  5. Rodrigo Martín permalink*
    26/04/2012 23:45

    Bueno, bueno, bueno, muchas gracias por vuestras bonitas palabras, que sin duda son exageradamente elogiosas porque me queréis demasiado…

    Al principio el post no iba a ir por dónde finalmente ha ido, pero a veces estas cosas cobran vida propia y… sólo puedo añadir que Lou Reed marcó profundamente un momento fundamental en mi vida, hará unos diez o doce años, y de hecho puedo asegurar que su fascinante obra me hizo madurar, tanto a nivel musical como personal, y eso es algo que siempre tendré que agradecerle. De aquella época conservo el libro «Atraviesa el fuego», que recopila las letras de todas sus canciones desde los inicios de la Velvet hasta «Ecstasy». Alta literatura. Lo guardo como un tesoro y puedo reconocer que me ha servido de gran ayuda para dar forma a este post…

    Ahora está mayor. Tanto a nivel personal, obvio, como musical. Lleva mucho tiempo sin darnos un disco de verdad, y es posible que tengamos que quitárnoslo de la cabeza. Aún no sé qué decir de ese experimento llamado «Lulu». Sólo que he sido incapaz de darle una escucha continuada. Por no hablar de que tampoco tengo esperanzas de verle sobre las tablas ofreciendo un espectáculo convincente. Le he visto dos veces en directo. La primera, en la Riviera, fue grande, se dejó temas en el tintero, cómo no, pero rockeó de verdad. La segunda, en el Palacio de Congresos de Madrid, ofreció un concierto irregular… pero se marcó, junto a su espléndida banda de entonces, un majestuoso «Coney Island Baby» que nos puso a todos en pie, y que aún hoy es capaz de emocionarme sólo con su recuerdo. Uno de los momentos más mágicos y emocionantes que he vivido. Sí, nos ha dado muchos motivos para recordarle como lo que fue, es y será, un artista innigualable e irrepetible, así que tiene todo el derecho del mundo a pasear su vejez como le dé la gana.

    Un saludo a todos, amigos!

  6. Valentin permalink
    29/04/2012 9:20

    La palabra no es nada si está vacía y en este caso todas están llenas de vida, la de Lou Red y la de tantos de su quinta que vamos atardeciendo como él y nos resistimos. A mí el artículo me parece magistral, con una forma personalísima de adentrarse en un mundo no tan conocido como parece por el exceso de ruido que ha rodeado al viejo. Sí, a mí también me pareció que, por un momento, estaba leyendo a Paul Auster. Felicidades, Rodrigo, estás en el camino.

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