«La seducción»: domesticar al animal
Si estuviera leyendo esto hace 14 años, en el 2003 de aquella excepcional «Lost in Translation», me parecería simplemente increíble esta afirmación, pero así de tozuda es la realidad. No había visto nada de mi otrora reverenciada Sofia Coppola desde aquella discutida «María Antonieta» que un servidor, aún consciente de que no era su mejor obra, se dedicó a defender ante las exageradas críticas que recibió. Sin embargo, obviando ese tibio especial navideño de Netflix sobre Bill Murray llamado «A very Murray Christmas», había pasado por alto las posteriores «Somewhere» y «The Bling Ring» y llego así con pocos referentes de su actual estado de forma a su flamante regreso a la cartelera con «La seducción».
No en pocas ocasiones la vástaga del maestro Francis Ford había basado sus guiones en conocidos libros, pero «La seducción» se trata de la primera ocasión en la que la cineasta adapta una obra tan conocida como «A painted devil», de Thomas P.Cullinan, especialmente famosa por la adaptación cinematográfica que realizara en 1971 Don Siegel con Clint Eastwood como protagonista.
Siempre reticente a los ‘remakes’, Coppola finalmente accedió a tomar las riendas del proyecto para dar una visión muy diferente de la novela a la que dio en su día el testosterónico autor de «Harry el sucio» y privilegiar el punto de vista femenino de la historia, un cambio de perspectiva que pretende hacer a su nueva película diametralmente opuesta a su antecesora.
Desde luego, la manera en la que cuenta la historia de la llegada de un soldado yanqui herido en batalla en la Guerra de Secesión a una diezmada y apartada escuela de chicas en la sureña Virginia es decididamente diferente. La directora elude cualquier prisa y se centra en describir minuciosamente la vida en un lujoso edificio situado en plena naturaleza, escondido en un frondoso bosque, de la directora de la institución, Martha Fansworth (Nicole Kidman); la joven profesora Edwina Morrow (Kirsten Dunst) y las únicas cinco alumnas que permanecen en el centro, aquellas cuya vida en ese lugar corre menos peligro que en sus lugares de origen.
Se alternan así las escenas interiores de las diferentes clases que toman las alumnas y sus ceremonias de rezo con sus actividades y paseos en el exterior del edificio. Todas ellas tienen en común, sin embargo, un exacerbado esteticismo. Coppola, apoyada en la virtuosa fotografía de Philippe Le Sourd y en la sutil y elegante música que le brindan los franceses Phoenix (con su marido Thomas Mars al frente), parece dispuesta a emular la ambición kubrickiana de «Barry Lyndon» y ofrecernos bellas estampas pictóricas cada unos pocos fotogramas. Surge de esta manera una sugerente atmósfera que logra aunar a un tiempo la sensación de encontrarnos en una especie de paraíso alejado de cualquier tiempo y espacio (aunque el ruido de las cercanas batallas no deja de escucharse fuera de plano) y la de estar en una engañosa jaula de oro susceptible de escapar de ella en cuanto se pueda . No obstante, el lograr este objetivo se cobra un alto precio: el de ralentizar y engolar excesivamente la propuesta hasta llegar a la mitad del metraje, el de hacer parecer a «La seducción» un lujoso jarrón chino tan bonito de presenciar como carente de cualquier utilidad.
Es cuando va avanzando la muy progresiva interacción del soldado herido y postrado en una cama con las distintas mujeres del edificio cuando «La seducción» encuentra su tono adecuado y su razón de ser. Beneficiado por la precisa presentación de personajes previa, el guión comienza a volar alto, tan preciso como sutil, cuando va presentando las distintas reacciones, colectivas e individuales, a la presencia del cabo John McBurney (en cuya piel Colin Farrell parece sentirse especialmente cómodo).
De la desconfianza natural por tener en su casa a un soldado del bando enemigo, la actitud del grupo de mujeres va derivando a la curiosidad ante el extraño y, poco a poco, hacia el afecto y la caridad que le permiten permanecer en ese alojamiento hasta el restablecimiento de su pierna herida. El argumento y la languidez del tratamiento pueden recordar poderosamente al afortunado debut de la directora, «Las vírgenes suicidas», aunque lo que en la adaptación del libro de Jeffrey Eugenides era todo sutileza y metáfora; aquí, partiendo de esos parámetros, se va a ir haciendo todo más carnal.
La mejora de un paciente que se ha ganado con sus aseados modales la simpatía de sus cuidadoras y su consiguiente salida de los límites de su habitación prende definitivamente la mecha del relato. Las almas aletargadas durante tanto tiempo de aislamiento y férreo control de modales despiertan abruptamente para depositar sus muy diferentes expectativas (de reconocimiento frente a las demás, de huida del lugar, las meramente sexuales) sobre ese anhelado mundo exterior que se ha corporeizado en ese apuesto militar.
Consciente del tremendo potencial erótico del relato, Coppola sabe utilizarlo para brindarnos un contundente climax en una sugerente cena en la que sabe mostrar lo evidente sin cargar nunca las tintas de la vulgaridad. La inesperada resolución de esa noche retrata inmejorablemente la definitiva caída del recato imperante hasta el momento y la imprevisibilidad del ser humano cuando hace caso a sus instintos y desata al animal que nunca ha dejado de ser.
Entramos en el tramo final en lo que el Lars Von Trier más psicótico llamaría «Chaos reigns (‘el caos reina’)», en la absoluta caída de las máscaras de cada personaje y la hora de dejarse llevar por los extremos. Momentos de gran intensidad se mezclan con una secuencia plena de angustioso suspense y un plano de final de verdadera categoría. Coppola muestra así toda su solvencia como cineasta pero, aún así, siempre parece tener echado el freno de mano, como si nunca quisiera perder las riendas de la historia, no atreviéndose a dejarla caminar sola y permitirla transitar por la locura como así pide en determinados momentos la trama y como si hubiera hecho sin dudarlo el director danés que encabeza el párrafo.
Con un reparto tan lujoso como encorsetado en ocasiones -apenas logran sobresalir Farrell y la siempre infalible Dunst de la homogeneidad imperante-, Coppola termina de redondear un filme que nos la devuelve al segmento de cineastas a tener en cuenta tras años de un ligero olvido , pero, aún así, persiste en su cine cierto engolamiento, cierta timidez que parece impedir que ruede desde las gónadas y nos brinde maravillas como esa «Lost in translation» que a tantos nos enamoró. Por ahora, se ha ganado el derecho de seguir esperándola.
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