«Un hombre rubio», de Christina Rosenvinge: nueve canciones y un par de fantasmas
Volvemos a ponernos en manos amigas para que determinados temas los aborden mentes y experiencias más preparadas para ellos. En este caso, a punto de perpetrar la crítica del nuevo disco de Christina Rosenvinge, decidimos parar nuestro impulso y ofrecerle las letras a alguien que indudablemente lo iba a hacer con más conocimiento y tino. María Teresa Cerón es seguramente una de las mayores y más fieles seguidoras de la artista en cuestión, y además lo es no desde el fanatismo sino desde el análisis y, como no puede ser de otra forma, desde la fuerza que da el conectar con algo desde y para siempre. Como siempre, es un placer ceder las llaves de El Cadillac, presentaros una nueva firma invitada y llenar este rincón de opiniones ajenas y enriquecedoras.
Al volante: MARÍA TERESA CERÓN
Es difícil hablar de Christina Rosenvinge y no volver la vista atrás. Es prácticamente imposible que pase desapercibido el momento exacto en el que esta madrileña de ascendencia danesa decide salir por la puerta de al lado para exorcizar casi todos los fantasmas que le venían torturando desde su más tierna infancia, tomando las riendas de una exquisita banda de rock llamada «Los Subterráneos» (que en realidad iban y venían) capitaneada por ella. Desde ese momento, enclavado en aquel maravilloso páramo musical que para muchos fueron los noventa, hasta hoy, la Rosenvinge ha esquivado un par de balas poco certeras y a algún que otro demonio emplumado en una carrera larga e irregular pero sólida cual roca pesada.
Su más reciente producción se llama «Un hombre rubio» (El Segell de Primavera) y es una huida hacia delante, una escapada, un ajuste de cuentas con todo aquello que la atormenta, pero ante todo con la memoria de su padre. Muy a pesar de ella y muy a pesar del progenitor, cuyo espectro aparece y desaparece a lo largo de las nueve canciones que redondean un disco de riesgo y mucha altura. Contaba la autora de «La distancia adecuada» que la semilla de su nuevo trabajo empieza a germinar tras una llamada recibida por parte de la cantaora Rocío Márquez en la que propone a Rosenvinge escribir un romance flamenco para su último disco, encargo y proposición que dejan algo noqueada a la protagonista de este artículo hasta que, como por arte de magia y volviendo la vista atrás, se topa con el recuerdo pétreo de un padre en vida ausente a la par que autoritario, pero romántico y bohemio hasta el punto de atesorar una maravillosa colección de vinilos, muchos de ellos dedicados a la cante jondo, que sirven a la benjamina de la familia para hilar fino y reencontrarse con su raíz.
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El 6 de marzo de 2016, justo el día que se cumplían 26 años de la muerte del ingeniero Hans Jorgen Christan Rosenvinge, su hija pequeña, compone «Romance de la Plata» (el segundo corte del disco) como impulsada por una fuerza mayor que la conduce irremediablemente a escupir nueve canciones sobre las que planea la sombra del papá. El vídeo de presentacion se estrenó el Día de todos los Los Santos y es una reconciliación tardía pero sentida en un escenario que acongoja a la par que enternece. Sentada sobre la tumba de su padre, Christina, guitarra en en mano, canta el verso más poético del disco: «Cómo no voy a entenderte, padre, si es mi misma soledad». A partir de ese verso y adoptando un rol masculino, intentará responderse a sí misma abordando cuestiones como el silencio o la importancia de ser el jefe de la manada en una sociedad que te exige hombría por el simple hecho de haber nacido varón. Pero Christina es muy araña y teje fino alguna que otra pulla al patriarcado y a los estereotipos con voz conífera y susurrándotelo al oído. Como muestra, «La flor entre la vía», canción que abre el disco, en la que pareciera que un desaparecido David Bowie nos manda un mensaje cifrado-susurrado por boca de Christina en frases como:«No soy de la estirpe de ese cazador que probó la sangre y le gustó el sabor. No puedo demostrar valor. Tampoco gran puntería».
La producción de «Un hombre rubio» es impecable y huele a directo, a adrenalina, a comunión entre público e intérprete, a músicos jóvenes (Manuel Cabezalí de Havalina, Juan Diego Gonsalvez o David T. Ginzo) arropando a un capitán de rubia cabellera. Quizás los puntos más álgidos del disco sean la sentida «Ana y los pájaros», una canción con mensaje eficaz, atrevido, no apto para miedosos, y la taladrante «Berta multiplicada», dedicada a la activista por la naturaleza Berta Cáceres a la que dedica estrofas como: «Allá donde las cumbres vigilan a los hombres, allá escribí tu nombre y levantaré tu catedral, Berta». Christina Rosenvinge sale victoriosa de un duelo a muerte entre el dolor y el placer al que parece sentirse adicto el protagonista de «Pesa la palabra» o el atormentado fantasma que clama justicia en «Afónico»: «Soy el hombre que arrojaste a la tormenta. Soy el péndulo entre el vicio y la virtud». La cadenciosa «La piedra angular» cierra un disco grande impregnado de lirismo, un disco que brilla como el sol y que está escrito por nosotros. Escrito para nosotros.