«Un pueblo y su rey»: mustia llamada a la acción

«Un pueblo y su rey» no ha podido llegar en mejor fecha a España. Apenas unos meses después de que Francia viviera -con la de los ‘chalecos amarillos’- una de las revueltas populares más importantes desde aquel deificado ‘mayo del 68’. El nuevo filme de Pierre Schoeller («Versalles», «El ejercicio del poder») se permite aconsejar, mediante una afortunada metáfora, que cualquier revolución, para tener éxito, debe contar con los mismos atributos que caracterizan al artesano del vidrio: persistencia, paciencia y muchas dosis de finura. Schoeller habla muy probablemente del presente ejemplificándolo con el pasado. Y no con un pasado cualquiera, sino con la ‘madre de todas las revoluciones’: la Revolución Francesa que configuró un mundo nuevo que aún ¿disfrutamos? en nuestros días.
Hay muchas opciones de contar un acontecimiento tan gigantesco como éste, más si se desarrolló durante largos años. Schoeller opta por una opción mixta: por una parte, sigue las andanzas intrahistóricas de una familia prorrevolucionaria que vive los distintos acontecimientos en primer plano (de hecho, el domicilio del artesano del cristal y los suyos es colindante con la Bastilla, nada menos) y, por la otra, se alude a la Historia digamos oficial que todos conocemos siguiendo la evolución de las discusiones en la recién creada Asamblea Nacional.

Una simbólica y elegante introducción, ambientada en un Versalles que aún no sospecha los inmediatos sucesos que van a acabar con su pompa para siempre, supone un acertado arranque y una advertencia de que Schoeller, pese al holgado presupuesto y lujoso reparto con el que cuenta, no va a optar por la gran épica y sí, en cambio, por mirar tamaños acontecimientos históricos a ras de suelo, desde el punto de vista del ser humano, sin grandes angulares ni planos generales -que aparecerán solo en muy contadas ocasiones- , con la cámara siempre cercana a la mirada de las personas que van a verse envueltos en semejantes hitos.
El tratamiento de la figura del Rey acaba siendo el gran símbolo sobre los avances y retrocesos de la Revolución. El monarca será el eje de una enconada disputa política entre aquellos que quieren aplacar el fulgor revolucionario y reducir su efecto final a retoques estéticos, propugnando que Luis XVI siga en su trono aunque ejerza una función estética, y los que quieren llevar la revuelta hasta sus últimas consecuencias, es decir, acabar ejecutando al Rey como muestra inequívoca del fin del absolutismo.

El guión trata de lograr una inmediata adhesión hacia la familia protagonista, a la que mete de lleno en toda una vorágine de acontecimientos -ya sean trágicos o felices- . No obstante, ninguno de sus integrantes consigue la entidad suficiente como personaje para mantenernos en vilo, acusando en demasía los distintos roles su condición de símbolo que el libreto del mismo cineasta les quiere proporcionar. Sin ir más lejos, ahí tenemos a ese Basile (Gaspard Ulliel), que pasa de ser un preso por robo a uno de los grandes héroes radicales, con una sosa historia de amor entre medias.
Tampoco consiguen emocionar en exceso la escenificación de los tumultos y las deliberaciones políticas directamente sacadas de los libros de Historia. La rutinaria planificación y puesta en escena de los primeros se junta con la rigidez de esas discusiones en la Asamblea Nacional que, en su búsqueda de evitar cualquier atisbo de épica judicial hollywoodiense, acaba siendo extremadamente hierática. Ejemplo paradigmático acaba siendo uno de los pretendidos puntos culminantes de la trama, la definitiva votación sobre Luis XVI, que, en su afán de reproducir fielmente hasta el último detalle, acaba alargándose en exceso, agotando al espectador y acabando con cualquier empatía por el camino. Ni siquiera Schoeller logra conmover cuando se introduce en la intimidad del monarca para mostrar sus desvelos ante una situación tan incierta como peligrosa.

De que la ambiciosa producción no se salde con un fracaso absoluto se encarga un extenso y ambicioso catálogo de intérpretes, que salen al rescate del filme imprimiéndole sus únicas muestras de arrojo y emotividad. Ahí tenemos a un buen Louis Garrel como el icónico Robespierre, aunque le supera el experto Olivier Gourmet en el papel del cabeza de familia, que en ocasiones deberá apelar a su experiencia para aplacar los arrebatos de su prole y en otras los instigará en su ambición de acabar con los privilegios eternos de los poderosos. Mientras, para muchos el gran descubrimiento de «Un pueblo y su rey» será Adèle Haenel, una joven y excelente actriz en plena escalada de prestigio tras haber participado en los últimos años en cintas tan relevantes en la cinematografía gala como «120 pulsaciones por minuto», «Nocturama», «La chica desconocida» o «Les combattants». Ella le da a su Françoise una verdad y un corazón que se echa de menos en el resto del metraje. Sin embargo, dejamos el puesto de honor para un ilustre como el gran Denis Lavant, que da toda una lección de carisma en el papel del emblemático Marat, al que acaba convirtiendo de ilustre secundario al personaje más inolvidable para el espectador.
«Un pueblo y su rey» es oportuna y apetecible, tiene un loable rigor histórico y puede ser un buen método de ilustrar un acontecimiento tan relevante como la Revolución Francesa a unos alumnos de Historia, pero si una llamada a la acción queda tan mustia y rígida; si, en definitiva, no hace arder las venas y provocar una reacción inmediata de poco vale, muy al contrario, más bien favorece la actitud pasiva de un espectador ya proclive a quedarse en casa y planearse un nuevo maratón en Netflix. Pocas veces una oportunidad ha sido tan perdida.
