«Euphoria»: de cuando Hopper pintó la terapia
Si me preguntaran por las mejores ficciones adolescentes televisivas del momento tendría clara la respuesta y al mismo tiempo contestaría que no hay una fórmula mágica para el éxito, porque ambas son lo opuesto en cuanto a su hacer. Por un lado tenemos Sex Education, serie de Netflix que se caracteriza por su ligereza, su esperanza por un mundo mejor, por su tono inocentón. Es fácil verse retratada en un producto cuya representación de la juventud gira en torno a las dudas y aquello que realmente fuimos: pringadillos y pringadillas que no estaban del todo (ni medio) preparadas para crecer. Con Euphoria lo tenemos más complicado. La que podíamos calificar sin ningún atisbo de duda como una de las series estrellas de HBO no me resultó fácil, tiempo atrás, en su visionado. No es que su calidad no fuera notable y no es que no contara con todas las virtudes de los buenos estrenos de la cadena. Es que es dura como una roca. Tan dura, violenta, oscura y vacía de esperanza que cuesta pintarse dentro de su retrato.
La primera mencionada es una pasarela de temas importantes, pero resulta fácil empatizar con ella por sus formas. La segunda, reitero, es tan áspera, tan desapacible y despiadada que adentrarse en ella se nos antoja hostil. Y no es que exponga temas menos relevantes, nada más lejos de la realidad. Su tratamiento de la salud mental en general y de la depresión en particular es obscenamente honesto. También lo es su forma de hablar de la violencia de género, el consentimiento, la falta de autoestima, la exposición no consensuada y la problemática del porno como academia sexual. Cuesta empatizar porque cuando una estaba en el instituto la gran mayoría no tenía un camello ni se dejaba ciento veinte pavos en drogas de diseño, tampoco se veía inmiscuida en líos con la pasma para inculpar a un cabeza de turco, ni se embolsaba un dineral posando con un látigo en una webcam, ni podía pasar las noches fuera y vivir en una rave continua. Sí, me estoy leyendo. Por supuesto que es ficción y en ocasiones sacar del tiesto los problemas sirve para que alguien se fije en ellos. No obstante, cuesta. Hasta que se enciende una bombillita. Y luego llegan los especiales.
No habíamos presentado Euphoria aún en el Cadillac y es una lástima, porque lo merece. Por eso he dedicado unas breves líneas a contextualizar mi relación con ella. Unas líneas que, espero, no lleven a equívoco, porque a pesar de esa dureza traída a colación, por la que es difícil en un principio nadar en sus aguas, es una verdadera joya. Necesaria. También necesaria. Y como todo lo que nos gusta, como todo el audiovisual en general, esta joya también se vio en un parón por una pandemia de la que no hemos escapado, retrasando lo que un día será la segunda temporada e impidiendo al equipo trabajar en circunstancias propicias. Lo que viene siendo nuestro día a día. Así que Sam Levinson, que quiere a sus personajes aún más que nosotros, decide que va a dejar a su audiencia mirar por un agujerito y darnos dos especiales como puente a esa segunda tanda de episodios que nos morimos por ver. Un puente de plata hacia las historias, no podía ser de otra manera, de Rue y Jules.
You’re too busy running around, trying to bullshit everybody into thinking you’re hard, and you don’t give a fuck, when in reality, you give so much of a fuck, you can’t even bear to be alive.
«Trouble Don’t Last Always» nos regala a una Zendaya en estado de gracia a la que podríamos otorgar sin problema un puñado de Emmys más. Es Nochebuena y Rue no está en casa envolviendo regalos. Está en un bar de carretera, colocada y tratando de tener una conversación con Ali (su consejero) mucho más trascendental de lo que sus adormecidas neuronas son capaces de soportar. Las tortitas no son suficientes. Si alguien mirara desde fuera, por ese gran ventanal de cristal sucio, vería a un hombre grande y lleno de luz que ha vivido demasiado y a una joven que ha existido demasiado poco como para estar tan cansada. Pero, es lo que hay, ¿no? Nadie tendría ni puñetera idea de lo que se cuece en esa mesa, porque vista desde fuera no es más que una pintura de Hopper en la que cualquier voyeur sólo puede aventurarse a adivinar.
Lo que está ocurriendo es la vida. Que la chica de la capucha roja tiene problemas con su salud mental desde que puede recordar. Que está profundamente deprimida. Que su padre está muerto. Que un día le pincharon valium líquido en urgencias y nunca se había sentido tan bien. Que la chica a la que ama con enfermiza dependencia se escapó en un tren a media noche. Y ahora no sabe. No sabe qué contestar a sus canciones, a sus te echo de menos ni a sus llamadas. Porque está jodida, porque el mundo es feo y porque no quiere rehabilitarse. Para Rue, las drogas son la única forma de soportar estar viva y no joderle más la vida a una madre a la que ya no puede ponérselo más difícil. Como decía: duro. Duro como las rocas. Euphoria es una serie adolescente con la que un montón de adultos creciditos hemos llorado como críos.
Luego, claro, está Ali para confirmarle que el mundo es una mierda, pero una mierda por la que hay que luchar. Creer en la poesía, en algo más grande que una misma se vuelve una necesidad imperiosa. Hay unas reglas en este juego, y no vale aquello de escudarse en ser una persona horrible porque al final agarrarse a ser esa persona es una justificación para no salir del barro. Claro que hay que luchar, porque su hermana necesita un referente sano y su madre la necesita viva. Hay un atisbo de esperanza, pero no porque sí, no porque toque, sino porque hay que trabajar duro para encender las estrellas del firmamento. Aunque sea un poco. Aunque parezca tarde. Aunque las revelaciones lleguen en el adormecerse de un viaje en coche, mientras la lluvia golpea en las lunas, mientras suena un «Ave María» que no encaja en este puzzle de todo lo viciado. Es brutal, absolutamente brutal parir dos episodios cuyo contenido es literalmente una conversación. Rue y Ali. Jules y su terapeuta.
Suena «Liability» de Lorde y vemos la historia de Jules pasar en sus ojos como en una película. Un Cinema Paradiso hecho de realidad, amor y malas experiencias. «Fuck Anyone Who’s not a Seablob» tiene un comienzo en que espectador y personaje conectan de manera automática e inevitable mediante una suerte de dolor. Lo de Hunter Schafer también es escandaloso. Cómo interpreta, cómo escribe, cómo nos lo cuenta todo. Cuarenta y cinco minutos con ella en consulta terapéutica son como ver el mundo por la ventana y aceptar que no existen dos realidades iguales.
I feel like I’ve framed my entire womanhood around men. When, like, in reality, I’m no longer interested in men. Like, philosophically. Like, like, what men want. Like, what men want is so boring. And simple, and not creative, and, like, uh… I just, like, I look at myself, and I’m like, how the fuck did I spend my entire life building this. Like… Like, my body, and my personality, and, like, my soul around what I think men desire?
Jules tampoco está bien. Ha pensado en dejar sus hormonas porque toda su feminidad la ha construído sobre la base del deseo masculino. Porque la noche en que conoció a Rue llegó a casa con las medias rotas y el cuerpo dañado por un encuentro sexual que no salió como esperaba. Porque el chico del que cree que nunca dejará de estar enamorada en realidad no existe detrás de las conversaciones sin rostro y el sexo sin cuerpo. Y porque luego está Rue. Lo mejor que le ha pasado en la vida y al mismo tiempo una carga que no puede soportar porque su dependencia la asfixia. Y una madre ausente y adicta que ha configurado toda la falta de estabilidad de su vida.
Vuelven a regalarnos un especial mayúsculo en el que las escenas más crudas, más puras, más bonitas y más intensas se bañan en las voces de Rosalía y Billie Eilish, en el trabajo visceral de Arca. No es un episodio cualquiera, es una revisión completa de la primera temporada bajo la perspectiva de un personaje que nos fascinó desde el principio. Estas personitas han hecho arte. Lo visual, lo musical y los guiones sobresalientes conviven con unas interpretaciones dolorosamente buenas que se merecen todos los awards del universo. Porque de universos saben mucho. Y de inventar la esperanza cuando todo parece un pueblo en ruinas.
Tengo muchas ganas de saber qué van a contarnos en la segunda temporada de Euphoria, pero sobre todo me muero por saber cómo van a juntar sus trocitos rotos nuestras chicas. Porque todo se puede arreglar, pero a veces es más fácil escalar el Everest que poner nuestra vida en orden.
Pues ABSOLUTAMENTE de acuerdo en TODO. Cuando empecé a ver el primer episodio en el verano de 2019 recuerdo que lo pasé a doble velocidad a los diez minutos. Nunca he maltratado así ninguna serie pero esta parecía querer condensar todas las miserias adolescentes en su primer episodio. Además los temas de drogas y trastornos mentales me suele resultar muy áridos, me considero una persona muy optimista y esta visión de la humanidad me repele. Pero pasó algo al final del primer episodio que me hizo querer ver el segundo. Y a partir de ahí empezó a darme la vuelta la tortilla y comencé a empatizar y resultar atrapado por todo lo que estaba ocurriendo, a pesar de que mi adolescencia fue totalmente diferente a lo que se pueda ver en la serie. Aunque sí que es cierto que llevo años trabajando con adolescentes de todo tipo y tener gente cercana que sufre depresiones y ha caído en las drogas.
Ya como digo a partir de ahí la serie empezó a subir y subir con un cuarto episodio BESTIAL (en planificación, música y montaje) y una Zendaya que te parte el alma. Y bueno, no sé por qué me resistí a ver estos episodios extras hasta que por fin lo hice hace dos semanas y ….. la conversación y contenido del primero es un WTF como una catedral. IMPRESIONANTE!!! Y el segundo al mismo nivel, aunque me sorprendió menos.
Por cierto, menuda crítica que te has marcado compañera, qué nivelazo!!!! (aplausos)