«Todos tenemos un plan»: Hacia lo salvaje
Pocas películas argentinas han despertado tanta expectación en los últimos tiempos como ‘Todos tenemos un plan’. ¿La razón? Sí, obviamente, Viggo Mortensen. El que una estrella de tal calibre y fiabilidad (como ya dimos cuenta recientemente aquí) haya optado por un modesto filme de una cinematografía prestigiosa pero claramente periférica para un estadounidense llama poderosamente la atención. ¿Estrategia para lograr buena prensa? ¿Un arduo estudio de mercado? Naaa, Mortensen no funciona así. Simplemente, la debutante directora y guionista Ana Piterbarg tuvo uno de esos escasos días en lo que todo parece posible y paseando con su bebé por las instalaciones del club deportivo San Lorenzo de Almagro se topó con el futbolero actor enfrascado en la compra de merchandising del famoso equipo argentino. Piterbarg se armó de valor y no desaprovechó la oportunidad, abordando a la estrella y preguntándole si estaría interesado en leer el guión que llevaba años confeccionando. Pero resulta que Mortensen también tenía uno de esos días, ya que uno de sus grandes anhelos era actuar en una película argentina, uno de sus países de adopción. Dicho y hecho, el actor leyó el guión y aceptó el reto. Este hecho y el que en el reparto figuren nombres tan importantes como el de Soledad Villamil (esa musa) bastaban para poner los dientes largos de cara al estreno.
Seguramente uno de los factores que convenció al Aragorn de ‘El señor de los anillos’ a la hora de dar el sí a la película fue el desafío que siempre supone el interpretar a dos gemelos. Porque sí, ‘Todos tenemos un plan’ trata sobre dos hermanos idénticos. Un tema que ha sido ampliamente cubierto por la comedia, pero que pocas veces ha desembocado, como en esta ocasión, en un thriller. Agustín es un urbanita que vive en Buenas Aires y está casado. Desde fuera parece una vida feliz pero la procesión va por dentro. Hastiado al no haber hallado aún su lugar en el mundo aprovecha la oportunidad que le da el destino de suplantar a su gemelo Pedro e irse a vivir al domicilio de aquel y el lugar en el que ambos pasaron la infancia, la zona del Tigre, un prodigio de la naturaleza cercano a la capital argentina en el que los contrastes entre las ricas mansiones y la más acuciante precariedad son extremos. Su huida será mucho más difícil de lo que pensaba porque su hermano Pedro se movía en un peligroso mundo criminal para el que parece no estar preparado Agustín.
No esperen frenetismos al leer la palabra ‘thriller’. Piterbarg opta no tanto por decir como por sugerir, apostando por su innegable talento visual y tratando de inquietar al espectador no tanto con hechos sino mediante la enrarecida atmósfera que se va creando mediante las sugestivas imágenes y un argumento en el que en los puntos de inflexión se dan más en el cerebro de los personajes que en sus acciones. Una opción psicologista que parece darse de bruces contra el tradicional carácter verborreico del cine argentino pero que cada vez va ganando un mayor espacio entre los directores de este país sudamericano. Como pequeña muestra, revisen, si aún no han podido disfrutar de ella, ‘El aura’, la magnífica obra póstuma de Fabián Bielinsky.
La novel directora da lo mejor de sí en un gran arranque. Sin dar apenas datos y narrando contando con la inteligencia cómplice del espectador muestra a dos hermanos tan iguales como diferentes. En un momento dado, los superlativos efectos de la depresión propician la huida de Agustín, una partida tan imprevisible y aparentemente inexplicable como las que suponían el punto de partida de otras dos famosas cintas sobre un cambio súbito de rumbo vital: las modélicas ‘Hacia rutas salvajes’, de Sean Penn, y ‘Grizzly Man’, de Werner Herzog. Es justo a partir de ese momento, cuando ya nos situamos definitivamente en el Tigre, cuando surge el gran talón de Aquiles del filme. Agustín, superado totalmente por los acontecimientos ante el mundo de odios enconados, venganzas y fastidiosos recuerdos al pasado que Pedro dejó atrás, se muestra tan pasivo, inerme y bobalicón que es prácticamente imposible empatizar con él. Ni un astro como Mortensen es capaz de evitar la deriva de un personaje con apenas expresión y acaba ofreciendo un parco muestrario de caras de pena muy por debajo de lo exigible a uno de los mejores actores del momento.
Piterbarg ha reconocido numerosos dolores de cabeza con un guión que se lleva gestando desde el ya lejano 2005. Una buena subtrama protagonizada por un gran personaje como es del Rosa (interpretado por la muy prometedora Sofía Gala Castiglione), una Caperucita que busca el amor rodeada de lobos, y varias escenas inspiradas (los incendios, la protagonizada por Daniel Fanego entre unos estremecedores árboles) se ven cercadas por demasiados temas abiertos que no acaban de cerrarse, por demasiadas sugerencias que no acaban de llevar a ninguna parte, por roles desaprovechados (una Villamil muy destacada en los carteles pero que apenas aparece en unas pocas escenas) y, especialmente, por una indefinición letal. La cineasta se muestra incapaz de hilar con suficiencia la intriga criminal, la historia de amor, la descripción de un lugar inhóspito, la crónica de una depresión y el análisis de las relaciones entre gemelos y ello acaba resultando en que, una vez concluido el visionado, no acabemos de dilucidar si es que nos quería contar muchas cosas a la vez o es que simplemente no tenía nada que contar. Puede ser que todos tengamos un plan, pero lo cierto es que no acabamos de conocer el de Piterbarg.
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