«Orange Is The New Black»: la historia tras cada apellido
(ALERTA SPOILERS: Este post analiza la cuarta temporada de Orange Is The New Black. Si aún no te has sentado a disfrutar del último episodio emitido, «Toast Can Never Be Bread Again» (lo cual parece poco probable a estas alturas), vuelve después de hacerlo.)
Alrededor de once meses me llevó el visionado de la tercera temporada del que un día fue uno de los primeros grandes éxitos de Netflix. Una demora a ratos propiciada por la escasez de tiempo para el audiovisual e impulsada por una desmotivación que finalmente acabó por esfumarse en los últimos episodios. En ese período de tiempo se anunció la renovación por nada más y nada menos que cuatro temporadas (hasta una séptima), asegurando a su audiencia más fiel (que viene siendo una buena parte de la población mundial) una continuación de las historias de Litchfield a la que todavía queda rato. Quizá esa falta de interés vino de la mano de una apreciación individual de que venían ofreciendo más de lo mismo en un punto del producto ficcional en el que hay que arriesgar un poco. Y eso, sumado al tener que escoger con más minuciosidad las series que vemos para poder utilizar nuestros huecos de relativo relax disfrutando de nuestras favoritas, estuvo a punto de desembocar en el abandono.
Por supuesto, eso fue antes de que Piper se tatuara a sí misma un infinito y de manera ridícula se colgara la etiqueta de gansta con «A», antes de que Alex Vause y Lolly se vieran unidas en un pacto de sangre de la manera más surrealista, antes de que Sophia probara la injusticia del más absoluto encierro y, evidentemente, antes de ese baño purificador en el lago con sabor a libertad y un poquito de cistitis que protagonizaron las reclusas al ritmo perfecto de «I Want to Know What Love Is».
En los comienzos, Jenji Kohan concibió «Orange Is The New Black» como la aventura en prisión de Piper Chapman (siguiendo, imaginamos, la novela que adaptaba), una niña pija cuyo intestino se habituaba a los zumitos orgánicos de espinacas y que por aburrimiento se metió en camisa de once varas. Contando con que la rubia nunca ha sido santo de mi devoción aunque haya tenido sus momentos (pocos), el hecho de convertirla en el punto de despegue estableció sin lugar a dudas el tono de la serie, que lejos de verse en la pretensión de ser realista nos regalaba unas pinceladas de drama a menudo bañadas de bastante humor negro. Todo muy suave, a ratos edulcorado. No, desde luego no nació con la idea de ser un reflejo de la vida en prisión, pero cuando este producto pasó a ser un testimonio coral en su segundo año (una temporada mayúscula) y el eje central dejó de ser ese dueto Chapman/Vause, se nos narraron otros dramas individuales de mujeres bastante menos afortunadas y la crudeza era un paso lógico. Ese fue tal vez mi mayor conflicto con la temporada tres, que esa crudeza se escondía en el armario pero, salvando momentos concretos y evidentes (véase la agresión sexual a Doggett, por ejemplo, o el ataque a Burset) no terminaba de romper.
Llega la ocasión, claro, de defender la cuarta temporada que hoy nos trae aquí a capa y espada. En una valoración subjetiva y directa, para mí es la mejor. Es un punto de inflexión, un instante de crecimiento, una evolución clara en lo que nos ha ofrecido. Sigue sin ser el producto televisivo escogido para mostrar una realidad al espectador, pero con su personalidad propia ya no hace falta. Menos ligera y más violenta, este año ha vuelto para que nos mordamos las uñas y veamos a las reclusas estallar ante lo que viene siendo un abuso total de la autoridad, un despojo de la dignidad y una violación de los derechos humanos.
Mientras esas mujeres nadaban en un lago sucio y Chapman (quien ya ha perdido todas las ganas de jugar) se pavoneaba de haber embaucado a Carlin, otro autobús cargado de historias estacionaba en la puerta de la prisión anunciando un futuro de sardinas enlatadas para nuestras protagonistas. Este abarrotamiento ha sido precisamente uno de los ejes principales en 2016, con sus literas, sus turnos para las comidas, la falta de empleos y de recursos, además de introducir a personajes nuevos que en algunos casos han sido fichajes bastante efectivos.
Utilizamos a Piper Chapman como enlace entre las dos últimas temporadas porque precisamente sus acciones han sido el detonante de una de las tramas principales. Si hasta ahora el personaje había creado división de opiniones entre defensores y detractores, para una buena parte de la audiencia se convirtió en un personaje bastante odiado desde que sacó a Flaca del negocio de ropa interior usada sin la menor contemplación ni empatía. Y fue sólo el comienzo. Pretendiendo dejar de pasar desapercibida en un lugar donde sólo había destacado por sus privilegios y su condición social, se alza (con una dosis importante de autoengaño) como una jefaza a la que en realidad todo el mundo ignora y nadie teme. Claro, que esto requiere de juegos sucios porque el papelón no se lo cree ni dios. De nuevo sin piedad pero relativamente de manera no pretendida (o no hasta tales extremos) centra el foco en las dominicanas para que sus pasos resuenen más fuertes. No es de extrañar que acabe con una esvástica en el brazo después de convertir esa penitenciaría en un campo de batalla más racista y dividido aún de lo que ya era. Tal vez el público haya pasado a detestarla menos en los episodios posteriores, pero es más por pena que por mérito propio. Los estragos del ego, queridos lectores.
Esa separación entre grupos étnicos de la que hablamos ha creado los cimientos para todas las tramas interesantísimas que ha abarcado este bloque de episodios. Desde los tejemanejes de las mujeres negras para conseguir un poco de pasta con Judy King (una celebridad nacida en un programa de cocina) y el nuevo fichaje de Abdullah que sabe muy bien cómo gastárselas en este mundillo, hasta el romance interracial de Soso y Poussey o el nuevo empleo de la gran Taystee. Judy King, por cierto, es un ejemplo muy efectivo del clasismo que reina en todas partes, incluida la prisión. No es ningún secreto que todo está increíblemente politizado y mediatizado, y aunque no ha sido de mis personajes favoritos, la reclusa interpretada por Blair Brown (Nina Sharp en Fringe) ha disfrutado del privilegio de una penalización de juguete por su delito, con su habitación compartida con Yoga Jones, sus desayunos tranquilos, su protección constante, su manipulación y sus orgías. Un despropósito si miramos cómo están los dormitorios.
Las latinas también han sido partícipes de peso en toda esta vorágine con uno de los arcos argumentales más interesantes. Encargadas de hacer que Chapman espabile de una maldita vez, su tráfico de drogas en el salón de belleza (del que María ha sido la cabeza principal) ha dejado temblando a buena parte de las presidiarias. Pero nada como esa evolución entre la relación madre/hija de Dayanara y Aleida, que nos ha roto el corazón a todos al verse libre pero desubicada y vacía sin esa hija con la que nunca supo entenderse. Siempre nos quedará Gloria, una madraza a la que adoramos, y las protestas fragantes de Blanca Flores.
Si damos un paseo por las caucásicas nos encontramos de cara con esa amistad entre Big Boo y Doggett que se ha ido forjando en los dos últimos años y que se ha visto reforzada en la complicidad nacida de una violación, con Nicky saliendo de máxima seguridad adicta de nuevo, con Lorna Morello casada y viviendo de nuevo su relación de manera enfermiza (recordemos que está en prisión por acoso) y Alex Vause de mierda hasta las cejas. Hablaremos de esto más adelante, pero me aventuro a decir que Galina (Red), que sigue siendo mi personaje favorito cuatro temporadas después, es fundamental en la cohesión de este grupo a la hora de cuidar a su «familia». Desde luego es la más cuerda en un mundo de locos.
Pero el racismo exacerbado y la superpoblación no han sido los únicos problemas en Litchfield, ya que a la colección guardias ineptos que no saben ni atarse los cordones (aunque Donuts se las arregló a las mil maravillas para forzar a Doggett) se ha unido la corte de Piscatella que sí ha traído consigo el verdadero terror, la concepción de las reclusas como un sacos rotos sin derechos y el despojo de sus dignidades. Desde la desagradable experiencia vivida por Maritza hasta la indiferencia absoluta por la falta de productos de higiene íntima pasando por el constante acoso a las latinas. Y no es todo, indiscutiblemente, ya que los tres últimos episodios de la temporada, pico más alto de la serie en mucho tiempo y derroche de calidad, sí han sido concebidos para matarnos de indignación.
Comencemos por «People Persons», la máquina del tiempo que nunca funcionó para la maravillosa Lolly, uno de los personajes introducidos en la tercera temporada a los que más cariño he llegado a tomar, fundamentalmente por esa piedad tan profunda que ha llegado a despertarnos a todos nacida de un desequilibrio que la hacía mejor persona que al resto. Conocer su historia, por supuesto, sólo acrecentó el sentimiento. Si hace un año salvó la vida de Alex y se lo agradecemos con fervor porque al menos en mi visión particular con concibo «Orange Is The New Black» sin ella, su buena acción se ha convertido en un fantasma que la ha perseguido hasta ser su perdición. Las mentiras que no pudo mantener y la conspiranoia constante han sido el detonante de un episodio soberbio, una de esas entregas de absoluto encierro (por irónico que suene) que funcionan tan bien en esta serie y que ha servido de muestrario de ese despojar a las reclusas de sus derechos humanos que tanto hemos mencionado.
Al final todo se acaba reduciendo a una cuestión de poder, de justificar la vejación con los delitos que esas mujeres han cometido para estar ahí, pero las acciones de algunos guardias de seguridad superan con creces las de las presidiarias y merecen cárcel. Si un trabajador está sospechando de un contrabando llevado a cabo informa, no obliga a una joven a tragar un hámster vivo. Ni viola, ni priva del sueño, ni sobre todas las cosas obliga a alguien mentalmente inestable a pelear contra la única persona que probablemente se ha interesado en ella, como si fueran hologramas y no seres de carne y hueso que sufren, ríen y lloran. No hay derecho a montar un circo de violencia para hacer más llevadera una noche en la que ha aparecido un cadáver y por lo tanto hay que hacer horas extras.
Pero reina la tensión y los nervios a flor de piel hacen estragos para alguien como Vause que nunca había matado con sus propias manos. Interrogatorios e interrogatorios que parecen no acabar mientras el espectador llega a temer por ese descubrimiento que cada vez se antoja más cercano. Y entonces llega Healey, que sólo es poseedor de una verdad a medias y atrasa lo de morir porque, al fin y al cabo, cree tener una respuesta que se remonta a la infancia. Y acaba cargando Lolly con la culpa, claro que sí. Porque ni siquiera es consciente de que esa línea que separa realidad y ficción es insultantemente estrecha en su caso y en prisión lo de buscar chivos expiatorios es una forma de vida. Lloramos con Healey, no podía ser de otra manera. Porque esa pobre mujer que realmente nunca hizo nada hasta aquella noche en el invernadero no pudo viajar al pasado y conseguir que todo fuera bien.
«The Animals» es la penúltima entrega y la que más heridas ha abierto, porque tras esa noche infernal donde han reinado la culpa, el cansancio extremo y la indignación, llega el momento de rebelarse ante lo evidente. Ninguno de los trabajadores quiere saber nada y defiende sus acciones ante un Caputo que vuelve a decepcionarnos, por mucho que haya tenido un amago de cojones al propiciar la salida de Sophia de ese agujero en el que se hallaba. Llegamos a creer que sería capaz de plantar a esa insoportable y deshumanizada mujer con la que se acuesta, que la empatía que a veces llega a sentir por esas mujeres con las que trabaja serviría para algo. Pero no, al final todo se reduce a lo mismo: una imagen pública completamente manipulada. Así que las palabras de Bayley, el único CO que parece darse cuenta de que el trato en prisión es un despropósito, acaban cayendo en saco roto después de unas palmaditas en la espalda y un «eres demasiado íntegro para esto y vas a romperte».
Habrá consecuencias. Las habrá porque la pobre Suzanne, que ya ha tenido bastante (doloroso también el flashback que nos muestra cómo acabó entre rejas), pierde los nervios en esa protesta no violenta contra los opresores y casi acaba el módulo de psiquiatría. Las habrá porque Poussey no quiere a una de las suyas en la cámara de los horrores y acabará muriendo asfixiada. Por accidente, sí, a manos del último trabajador que hubiera querido hacerle daño, sí, pero pagando de nuevo los resultados de unos recursos de mierda y de una falta de profesionalidad que no se puede tolerar en un lugar como este. Y vuelven dejar a la audiencia bastante rota ante el injusto fallecimiento de una persona con sueños que terminó ahí por un delito menor.
No menos impactante es «Toast Can Never Be Bread Again», el capítulo que da cierre a esta Señora temporada. Con el cadáver de «P» aún en el comedor, sus amigas (especialmente Taystee) no pueden dejar de llorarla y los de arriba no consiguen una coartada que suene medianamente creíble. Por supuesto es una lástima el caso de Bayley, que ha de cargar con el peso de haber quitado la vida a alguien. Es el último trabajador de la prisión que se merecía cruzarse en medio de todas esas desafortunadas circunstancias. Pero hay una joven que ya no respira ni siente, que ya no verá peces de colores en un suelo transparente con la mujer de la que se ha enamorado y que ya no se perderá entre los libros de esa biblioteca que tanto adora. Tan injusto es el caso de Poussey que los peces gordos no dan con la manera de justificar su muerte. «Fueron sólo unos gramos», «si hasta su foto de ingreso es cuqui»… nada en las redes sociales que hace mucho que no actualiza, ¿quién iba a creerse que una chica que a duras penas llega a los cincuenta kilos agredió a ese joven sin dejarle opción?
Pero acaba pesando la presión mediática y el propio Joe Caputo se lanza a ella como un mandamás vendido que ni siquiera es capaz de pronunciar el nombre de la fallecida y que indulta sin pudor al trabajador que cometió el error. Ante esta falta de justicia llega por fin lo inevitable, una prisión abarrotada de reclusas furiosas, un motín en toda regla porque la situación ya no hay quien la sostenga. Las dejamos ahí, con una Dayanara completamente perdida desde que se quedó sola apuntando con un arma a la frente del CO al que más detestan sus compañeras latinas. Todo da vueltas al ritmo de Muddy Waters (LP) y Pousssey vuelve a sonreírnos por última vez desde esa noche perfecta en Nueva York con esa luz que la caracterizaba.
Si algo ha demostrado «Orange Is The New Black» a lo largo de estos cuatro años es que sabe cómo cerrar temporadas. Queda esperar de nuevo otro año (y esta vez, en mi caso, es verdad) para presenciar la solución de ese entuerto. Pero algo nos queda pendiente, y es esa lluvia de papeles ardiendo que Chapman y Vause dejaron escapar con el nombre del cadáver que enterraron en el huerto. Una trama que puede explotar en cualquier momento. Quedémonos con una lección muy clara: no se puede desatar una tormenta sin esperar que llueva a mares. Ojalá lo que está por venir siga a la misma altura, porque con entregas como estas, una firma para quedarse a esas siete temporadas prometidas.
Nunca una rotura de la cuarta pared como esa sonrisa a cámara de Pousssey ha sido más demoledora para mí (volver a ver esa imagen ha hecho que se me salten de nuevo las lágrimas). En principio es algo que ha de romper la sensación de veracidad, sin embargo, ningún otro plano en toda la cinematografía por mí vista, me ha hecho acceder a LA REALIDAD en su más dolorosa crudeza (como se puede comprobar todos los días con las noticias que llegan de los USA). Este 2016, sin duda, «Orange» se ha alzado como lo más grande. Felicidades; habéis hecho un análisis de ella perfecto.
Esa mirada, incluso con su amable sonrisa, no deja de ser una acusación en toda la regla; si quiera por miedo, inacción, pereza o indiferencia, nos hace a todos culpables de tamaña injusticia.
No puedo estar más de acuerdo con lo que comentas sobre esa última imagen. Lagrimones. ¡Muchas gracias!