A través de la escapada (más allá de aquel niño que gritó puta)
Volvemos a ceder las llaves del Cadillac Negro a una persona ajena a la tripulación habitual para intentar ampliar el foco y añadir nuevos colores a nuestra modesta paleta de tonalidades. En esta ocasión queremos abordar algunas películas del denominado cine social desde otra perspectiva, apartándonos de la mirada del espectador habitual para dar cabida al análisis de una profesional de la, digamos, dura vida real que a menudo tratan estos títulos. Olga Morla es educadora social, actriz y madre (además de poseer varias infinitas cualidades), por lo que lo tiene todo para acometer esta tarea desde un privilegiado punto de vista. Sin embargo, no teman un texto técnico o adoctrinador, se trata únicamente de una visión desde la experiencia de los diferentes deseos de huir, de los anhelos de búsqueda, de las ansias por sobrevivir.
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Al volante: OLGA MORLA
Todas las personas alguna vez hemos huido, hemos escapado de algo, buscando a ciegas en muchas ocasiones sin saber qué, a veces sí sabiendo hacia dónde. Todas las personas lo hemos hecho aun con vidas sin excesivos sobresaltos, porque escapar es un mecanismo primitivo y natural. Pero en este mundo hay personas que viven en situaciones extremas, sin seguridades básicas, en contextos dañados, vulnerables a un sinfín de situaciones de riesgo, atrapadas en su propia realidad, con muchos motivos para huir y en ocasiones con sobradas razones para buscar muchas cosas o simplemente personas pendientes de encontrar. Para estas personas el coste de la huida es otro bien diferente.
El cine, como con tantísimos otros temas, ha sabido reflejar estas realidades al límite con una delicadeza digna de respeto muchas veces, ha sabido plasmar la realidad de una forma acertada, respetuosa y minuciosa, reflejando los matices y complejidades del comportamiento humano, por lo que no puedo evitar acudir a él para profundizar en las distintas formas de huida.
Si nos remontamos al año 1921, «El chico» de Charles Chaplin nos mostraba sin palabras y en blanco y negro el absurdo del entramado institucional. En esta ocasión, Chaplin acoge a un niño abandonado y huye de los servicios sociales que quieren arrebatarle al pequeño del que se ha hecho cargo con tanto cariño. Huye para evitar una injusticia, para proteger a quien hasta ese momento ha sido como un hijo. Nos muestra la rebeldía en modo huida como forma de defensa y de supervivencia.
En 1955, Nicholas Ray profundizaba a través de los protagonistas de «Rebelde sin causa» (Jim, Judy y Platón) en la incomprensión que sienten los jóvenes por parte de sus progenitores, en la diferencia generacional, en la falta de afecto, en los conflictos familiares, en el sentimiento de soledad, en el ansia de libertad de una juventud que tiene todo por delante. El director nos presenta a tres jóvenes con historias diferentes pero unidos por su deseo de cambio, de rebeldía, como llamada de atención en unos casos, como desahogo y canalización de la rabia en otros. Los jóvenes se encuentran por primera vez en una comisaría, a Jim le encuentran en la calle tirado y borracho y por eso le detienen, a Judy la arrestan por estar de madrugada en la calle después de haberse escapado de casa tras discutir con su padre, y a Platón le detienen por matar a unos perritos a punta de pistola. En la comisaría se trazan ya rasgos de sus personalidades, sus situaciones familiares, el por qué de alguno de sus comportamientos. En esta ocasión, la familia de Jim es la que huye físicamente, como le confiesa Jim al comisario: “Ellos creen que pueden protegerme yéndonos de un sitio a otro. Ellos creen que voy a crearme amigos si nos marchamos. Nos trasladamos a otro sitio y creen que todo será paz y tranquilidad”. Nicholas Ray nos presenta a un joven en busca de su identidad, con deseos legítimos: “Si solo por un día lograra dejar de sentirme aturdido, no tuviera la sensación de estar avergonzado, si yo me sintiera arraigado. Entonces… ”.Vemos a un joven que no escapa sino que se enfrenta, luchador y con dignidad, y en el film se crea la esperanza de que hay un motivo para quedarse o al menos no hay motivos para irse: “¿Sabes lo que creo?”, le dice a sus padres mientras sale de casa su primer día de clase, “que nos quedaremos aquí bastante tiempo”. A su vez, Judy siente que la casa de sus padres no es su hogar, y se escapa. Y Platón, en un momento de cercanía y confesión, les cuenta a Judy y Jim: “He estado aquí muchas veces… pero nunca he gozado tanto, porque estaba solo… Cuando me escapaba venía aquí. Me escapaba de casa a menudo… Pero me hacían volver mis padres. Ahora que ya no los tengo me arrepiento de haberme escapado. Un psiquiatra me obligó a recordar”. Me parece interesante remarcar que al principio de la película había llamado “cazadores de cabezas” a los psiquiatras. Finalmente, el sentimiento y el deseo de Platón: “Soy feliz ahora aquí. Ojalá pudiéramos quedarnos”, o la afirmación de Jim a Judy: “Ya no volveremos a encontrarnos solos. Jamás, jamás. Ni tú ni yo”, nos muestran la importancia de sentirse querido y de querer para estar y estar bien, para pertenecer y permanecer. La importancia del arraigo y de la existencia de vínculos afectivos.
En la década de los 80, en el cine juvenil español denominado ‘Quinqui’ se nos mostraba una juventud delictiva en una época marcada por el desempleo, las drogas, los recreativos, los reformatorios, narrando las aventuras de los menores y jóvenes que en muchas ocasiones huían tras un acto delictivo (atracar una sucursal, dar un tirón de bolso, robar un coche… ). Una época en la que la droga estaba muy presente al ser por aquel entonces cuando la heroína hizo auténticos estragos. Los chicos y chicas la utilizaban como medio de evasión de la realidad que vivían en sus barrios, casi guetos aislados, mal comunicados, sin los servicios mínimos, sin recursos, sin formación… Así, «Perros Callejeros» (1977), «La Patria del Rata» (1980), «Navajeros» (1980) o «Yo, El Vaquilla» (1985) son algunos de los grandes títulos que esconde el ‘género quinqui’, películas que muchas veces se quedaron sin embargo en las persecuciones policiacas, en la acción, sin abordar en absoluto el exterminio de toda una generación de jóvenes que vieron truncadas sus vidas.
Y cómo no querer huir si “estamos solos frente a la cruda realidad”, decía Juan José Campanella en boca de Dan en su película de 1991 «El niño que gritó puta». Impactante la escena en la que Dan, al ver que sus hermanos no van a visitarle al psiquiatra, le presenta a su madre la cruda realidad, recordándola que están solos ante el infierno que viven ambos, ni profesionales, ni expertos, ni amigos, ni familia, ni fármacos, completamente solos. Un niño, una relación madre-hijo completamente deteriorada, sin retorno como se puede ver al final de la película. Me atrevo a decir que en este título se trata la enfermedad mental como otra forma de huir o más bien de no saber cómo enfrentarse a lo que causa daño. Además, no se debe pasar por alto en esta cinta la crítica a las propuestas institucionales, en este caso centros psiquiátricos, que en determinados casos no logran dar una respuesta adecuada a pesar de tanta profesionalidad, porque hay realidades que van más allá de los expertos.
“A este chico le hace falta una terapia”, afirma el director de un centro.
“Si crees que voy a someterme a una terapia cacho zorra vas de puto culo”, amenaza Dan a su madre mientras le clava el dedo en la cara.
La madre se maquilla y confiesa: “No puedo soportar tanto estrés. A veces hasta sufro por mis muebles”.
“¿Le teme?”, pregunta el hombre. “Claro que no”, asegura la madre de Dan.
Esta admirable, atrevida y arriesgada película presenta a un joven lleno de rabia y dolor, un joven agresivo, también consigo mismo, que no se siente querido ni atendido. Así se expresa en la escena en la que Dan, con un hacha en la mano, entra en la habitación de la madre y la despierta. A ella en ese momento únicamente le preocupa el examen que tiene pendiente.
“Ya no hablamos nunca madre, no me haces ningún caso. No quiero volver a ese colegio, nos metes allí porque no quieres que sepamos lo que haces entre semana. Quieres deshacerte de nosotros”.
“¿Crees que el colegio es barato?”, replica la madre.
“Estás forrada de pasta madre, por eso te permites el lujo de pasarte el día sentada frente al ordenador. Tienes 40 años y sigues yendo a la escuela”.
“No tengo 40, dilo otra vez y te mando al reformatorio”.
Vemos a lo largo del film a una madre inmadura, superficial, que está a otras cosas, que no asume o acepta la realidad, que banaliza lo que ocurre. Así, al principio de la película, después de varias escenas agresivas, exclama:
“Ey niños he traído pollo frito”. Los tres niños se ponen a comer y Dan muerde, escupe y tras el comentario “Este pollo sabe a mierda” comienza una batalla de carne entre los hermanos. La madre, harta de todo, grita esos insultos con los que hasta el momento se han dirigiendo a ella:
“Soy una zorra, una ramera”, dice mientras muestra un pecho, ”¿Estáis satisfechos?”.
Se va y les deja solos. Cuando vuelve los niños duermen y ella, sentada a su lado, se lamenta:
“¿Cómo he podido hacerlo? Esto se me está yendo de las manos”.
«Mi Idaho privado» (1991), de Gus Van Sant, retrata también a una juventud rebelde, viviendo a la deriva y huyendo. En este film son dos chicos (Mike y Scott) los que emprenden juntos un viaje en busca de la familia del primero de ellos y en busca de su propia identidad. Alentador diálogo el que sostienen cuando Mike dice: “Si yo tuviera una familia normal y una buena educación, entonces habría sido una persona bien adaptada”, y Scott, riéndose, contesta: “Depende de lo que llames normal”. Me encanta el cuestionamiento de lo que es y no es normal.
En 1995, Mathieu Kassouitz nos presentaba en su película «El odio» a Hubert, un boxeador amateur que, consciente de la dura realidad de su entorno, cargada de constantes tensiones, discriminaciones, abusos de poder, paro, violencia…, decía a su madre: “Joder, qué mierda. Estoy harto de este barrio, harto. Me voy a ir de aquí…, no me gusta nada. Tengo que escaparme de aquí, tengo que irme de aquí”. Un deseo sin salida que pone en evidencia su madre al responderle con infinita ironía: “Sí, claro, mientras tanto tráeme una lechuga”. A lo largo de la película a ese mismo personaje se le invitará a irse en varias ocasiones: “Si no quieres follones lo que tienes que hacer es pirarte”, le dice otro de los personajes.
Y mientras Said modifica el cartel que nos acompaña en toda la película, ‘Le Monde est à vous’ por ‘Le Monde est à nous’, Hubert comenta mientras se aleja caminando: “Cada vez me gusta menos este lugar, a mí lo que me gustaría sería huir de aquí”. Pero al no encontrar la salida hace que Hubert quede atrapado en aquello que temía o intuía.
Esta maravillosa película contrasta la tensión vivida en los suburbios de París con momentos de calma, de contemplación, de estar, de permanecer, momentos también de evasión, principalmente con y gracias al costo. Porque quien quiere huir también permanece. Como permanecen los jóvenes protagonistas de «Barrio», de Fernando León de Aranoa (1998), que escapan con su imaginación al no poder salir del barrio. “¿Nunca habíais soñado que llovía dinero y que de los grifos salía coca cola?”, dice Raimundo, el mismo que tras entrar por la fuerza en una tienda de trofeos encuentra uno de un hombre nadando: “Aquí hay uno de un tío calvo que se está ahogando”; “Está nadando. Es de natación, gilipollas”, le responde Javi; “Pues parece que se está ahogando, mírale los ojos”, le replica Raimundo. Y tras cuestionarle Manu si sabe nadar, responde “No, pero sé ahogarme, y se está ahogando”.
Raimundo se mueve siempre al límite, es el único que acaba en comisaría, el que se atreve a bailar sobre una tumba, bromear con una pistola en la boca, hacer de equilibrista en las alturas de noche…, un personaje que a la vez sueña y ambiciona. Pero de “Barrio” no me quedo con la huida con la imaginación, sino con la huida a través del autoengaño y la mentira. En este punto resulta tremendamente dura la escena en la que Manu descubre que su hermano es un yonki y cuando se lo va a decir a su padre entiende que este ya lo sabe y decide alimentar su mentira (esa mentira presente a lo largo de toda la película), quizás para no asumir responsabilidades, o quizás por impotencia, o quizás por sentimientos de culpa y/o fracaso. Sea lo que sea, es una escena donde el dolor se inyecta en vena.
Pero para hablar de la huida no puedo menos que detenerme en «Los diablos» (2002), película francesa de Christophe Ruggia poco conocida pero digna de comentar, un film que refleja la vida de un chico y una chica (Joseph y Cloe) abandonados al nacer. La película comienza con una huida tras robar comida en una casa (huyen para protegerse), inmediatamente después se ve que persiguen un sueño (huyen en busca de una casa y, por extensión, de un hogar), al poco corren escapando de unos perros (huyen de un peligro). Poco a poco vamos conociendo la historia de ambos y descubrimos que Joseph lleva toda la vida fugándose de las familias de acogida y de los centros para encontrar a su hermana hasta que consiguen estar juntos, y es entonces cuando las huidas las hacen acompañados en busca de sus padres y su hogar (“Seguiremos buscando y los acabaremos encontrando”). Impresionante la frase que estando en un centro le dice un chico a Joseph: “Yo también me escapo todo el tiempo”. A lo largo de la película, al sentirse amenazados, huyen: “Se piensan que no tienes nada en la cabeza, cuando pueda me largo”. En un intento de huida, Cloe se cae y se corta la pierna, por lo que se tienen que quedar más tiempo en el centro. “Nos vamos a quedar hasta que te cures” (un motivo o excusa para quedarse), comenta Joseph. El no saber afrontar la realidad hace que Joseph incluso amenace con su vida: “Si nos alejas me mato”, llega a amenazar al psiquiatra infantil con un cristal sobre sus venas. A lo que el psiquiatra responde: “Te matas, ¿y después?”.
La clara decisión de permanecer juntos y la búsqueda constante de su hogar parece terminar cuando la madre llega a buscarles al centro. Pero el encuentro con la madre desencadena lo que para mí sería la huida central de la película, escapando con mucho dolor hacia ningún lugar, dejando pasar la oportunidad de quedarse en casa con su madre, tal como ella misma grita. A partir de ese momento ocurre lo que llevan evitando con cada huida, que finalmente les separen, produciéndose el intento de suicidio por parte de él y el desfallecimiento de ella, que finaliza reencontrándose y descubriendo juntos la sexualidad. En el final de la película, nos encontramos con una imagen bucólica de Cloe columpiándose en contraste con un Joseph que se va, acercándose su sueño un poquito a la realidad.
Aun en situaciones sin retorno, límites, conservamos una parte sana que nos permite ser capaces de amar, querer, a pesar de todo el odio y sufrimiento acumulado. Así, en “El niño que gritó puta” el protagonista es capaz de tener amigos, mantiene buena relación con un hombre que estuvo en Vietnam, relación que pronto se descubre insana, pero también se hace amigo de Eddi. “Su padre se lleva a Eddi porque considera que eres mala influencia”, le dice Yessica mientras Eddi está recogiendo sus cosas. “¡Eddi es mi amigo! ¡Jamás le haría ningún daño!”, grita con dolor Dan, y dirigiéndose a Eddi: “Eres el único amigo que tengo aquí.”, y también entabla relación con Yessica. Tres relaciones al límite, sin retorno, como ocurre en la reciente película «A cambio de nada» (2015), de Daniel Guzmán, (ya reseñada en su día en estas líneas), donde el protagonista busca fuera de casa relaciones de apoyo, personas de referencia con quienes contar. Curiosamente, ‘el mecánico’, con quien tiene buen trato y confianza, acaba preso y requiere de su ayuda. Regresando a “Los Diablos”, la relación que entablan los supuestos hermanos les permite soñar y huir juntos en busca de una vida inalcanzable o quizás no tan imposible.
Maravilloso es el comienzo de «7 vírgenes» (2005), dirigida por Alberto Rodríguez, donde un joven hace el juego de las siete vírgenes con dos velas. Cuenta atrás de sesenta segundos, frente a un espejo, tu reflejo te habla y te dice tu futuro y lo más importante, tienes que estar solo. Una huida hacia delante, hacia el futuro o un temor a no poder huir a tiempo. Pero “7 vírgenes” está llena de huidas, como las provocadas por actos de otros (el amigo de Tano roba una cartera estando con él, lo que le obliga a huir), y de estancamientos (el hermano de Tano con una situación patética que queda evidente en la conversación en el baño con los pantalones bajados, o el hombre que asa pollos al que observan los protagonistas que prefieren morir antes que estar 20 años dando vueltas a los pollos). Tano, que está cumpliendo pena en un centro de reforma está de permiso, parece tener muy claro que no quiere escaparse. “¿Por qué no te escapas?”, le preguntan. “¿Y luego, qué? Si me escapo ya no puedo volver”.
Él sabe que si se escapa no le espera nada bueno, o que tendrá algo pendiente y será como si continuara encerrado. Así, cuando le preguntan: “¿Tú no estás en el talego?”, responde: “Lo estoy, esto es una ilusión”. Porque sabe que mientras no quede limpio todo lo demás serán quimeras. La película finaliza bajándose Tano del coche del hermano: “Déjame aquí, no voy a volver”. Se miran: comprensión, pena, impotencia, despedida. Baja del coche y corre, corre, corre.
En todas las personas que huyen o quieren hacerlo hay una sed de libertad, de sueños por cumplir, de deseos de cambio. La mayoría terminan dramáticamente muertas o trágicamente encerradas, ya sea en psiquiátricos, en centros de reforma, en celdas de aislamiento o en cárceles, atrapadas, perpetuando el eterno deseo de escapar, convirtiéndose todos un poco en Cloe, de quien dicen que tiene miedo a todo, aunque realmente es la propia vida lo que le asusta. Porque, en definitiva, la huida, o incluso el simple deseo de huir, ya te expone a peligros, te deja a la intemperie, frágil y sin retorno.
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