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«Fences»: pecados de nuestros padres

24/02/2017

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En los cinco años que El Cadillac Negro lleva en la carretera nunca habíamos escrito sobre Denzel Washington, algo que resulta sorprendente y algo embarazoso si tenemos en cuenta que nos referimos a uno de los más grandes actores vivos, y probablemente el mejor actor negro de la Historia. En  nuestro descargo habrá que hacer notar que en estos cinco años tampoco es que el bueno de Denzel haya hecho precisamente sus mejores películas. Admitimos que en su momento se nos pasó el que ha sido su papel más sustancioso en la presente década, el capitán William Whip Whitaker de la apreciable “El vuelo” (2012) de Robert Zemeckis, que le supuso su sexta nominación al Oscar, pero en realidad Washington lleva demasiado tiempo instalado en un tipo de thriller de acción resultón,  de buena factura visual y rentable en las taquillas. Son películas como “The Equalizer” (2014), “El invitado” (2012), “Imparable” (2010) o incluso la reciente “Los siete magníficos” (2016), que no es un thriller pero juega en esa liga. Hablamos de ejercicios de evasión más o menos competentes que funcionan en sus propios términos  y que Washington eleva unos centímetros extra gracias a su incuestionable personalidad pero que no deberían ser el medio habitual de un tipo de su talento. Es una lástima que el acomodamiento en un prototipo de personaje determinado, la fidelidad continuada hacia ciertos directores (Antoine Faqua, o antes el desaparecido Tony Scott) o la todavía, a pesar de todo, persistente barrera racial le impidan acometer con mayor frecuencia proyectos más personales y estimulantes, porque Denzel Washington es uno de esos intérpretes capaces de hacer cualquier cosa y hacerla mejor que nadie. Como decía un viejo colega, Denzel rezuma carisma hasta removiendo la cucharilla del café. Aunque el suyo no es ese tipo de carisma ultracool pero unidimensional como puede ser el de un Samuel L.Jackson, sino que siempre resulta veraz, profundo y complejo en cualquier registro. Puede ser tanto el tipo íntegro y honrado al que confiarías tu vida como el tipo turbio e hijoputa que hace que te cagues en los pantalones. Y también puede ser ambas cosas a la vez. Ha sido el mejor Malcolm X posible y será (solo el peso de los años podría impedirlo) el mejor Obama posible. Siempre te lo vas a creer, y sin parecer que se esté esforzando en ello.

Todo esto viene a cuento de que llega a nuestra cartelera “Fences”, adaptación de la exitosa obra teatral de August Wilson, y en esta ocasión Denzel Washington por fin nos ha ofrecido motivos para dedicarle unos párrafos. Y, créanme, son motivos de peso. De hecho, esta película hay que verla aunque solo sea por contemplarle ofreciendo un recital antológico, una clase magistral de cómo moldear las aristas de un personaje, bombearle sangre, encontrarle todas las vueltas y arrojarlo a la pantalla con una ferocidad y energía cegadoras. Diga lo que diga la Academia, para un servidor esta es LA interpretación masculina del año. Pero por si esto no fuese suficiente, resulta que Denzel no está solo en su tour de force, sino que viene respaldado por otra fuerza de la naturaleza llamada Viola Davis, una actriz que durante gran parte de la cinta permanece a la sombra haciendo el trabajo sucio, dándole el modesto pero necesario contrapunto al protagonista, para, cuando llega el momento, adueñarse de la función y gritar a pleno pulmón “El jodido Oscar es mío, y punto”, sin que nadie tenga derecho a réplica. Amén a eso, hermana. Así que si el cuerpo os está pidiendo una película de actores on fire, una lucha de gigantes que arrasan con todo porque pueden y porque lo valen (Washington y Davis ya hicieron estos mismos roles en Broadway y ganaron sendos Tonys por su trabajo, o sea, que saben muy bien lo que tienen entre manos), no deberíais perderos “Fences”.

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Pero, además de un duelo interpretativo para los anales, ¿qué más es “Fences”? Pues un drama ambientado en los suburbios del Pittsburgh de los años 50 focalizado en los Maxsons, una humilde familia afroamericana  que lidia como puede con los obstáculos que les ha ido colocando la vida en el camino. Troy (Washington), el veterano patriarca, recolector de basuras y antigua promesa del beisbol que nunca llegó a nada por el color de su piel, es un individuo volátil, rebosante de contradicciones. Puede ser divertido,  torrencialmente locuaz y encantador a su manera, pero también terco, orgulloso, autoritario, castrador y egoísta. En realidad es un hombre enfrentado a sí mismo y a unos demonios que le susurran al oído que tiene derecho a más de lo que se le ha ofrecido. Su esposa Rose (Davis), es el ama de casa tradicional y sacrificada que se ha adaptado forzosamente al pequeño y reprimido rincón que le ha dejado una presencia acostumbrada a ocupar todo el espacio, pero desde el cual se las arregla para mantener el precario equilibrio del hogar y, a duras penas, su propia dignidad como mujer. En el pequeño mundo de Troy también están Cory (Jovan Adepo), el hijo adolescente que quiere perseguir su propio sueño a pesar de su rotunda oposición; Lyons (Russell Hornsby), el otro vástago adulto  producto de un matrimonio anterior que ya dejó el nido hace tiempo pero que regresa de vez en cuando a por ayuda; Gabriel (Mykelti Williamson), el enternecedor hermano mentalmente discapacitado por una herida sufrida en la Segunda Guerra Mundial; y Bono (Stephen Henderson), bonachón compañero de trabajo que hace las veces de Pepito Grillo.

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Con estos pocos personajes y una gran economía de escenarios (la mayor parte de la cinta transcurre en el patio trasero de los Maxsons), Washington –que también pilota la nave desde detrás de la cámara en su tercera incursión en la dirección después de “Antwone Fisher”  (2002) y “The Great Debaters” (2007)- pinta un fresco impregnado de clasicismo en el que, sobre el telón de fondo del racismo que imperaba en la América de Eisenhower, se proyectan temas como la pesada carga que nos legan los pecados de nuestros padres, las ilusiones rotas bajo el lastre de la gris monotonía y las responsabilidades que no pedimos, el arrepentimiento por no haber sabido plantar cara a tiempo, el dolor persistente que dejaron los golpes que forjaron el alma y los frágiles muros que construimos para tratar de impedir que llegue lo inevitable. Y todo este torbellino de conflictos se despliega con precisión eléctrica, a veces mediante trazos demasiado gruesos y previsibles, pero casi siempre con una contundencia y una autenticidad desarmantes.

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De “Fences” se ha dicho peyorativamente que es teatro filmado y que le falta nervio en la puesta en escena. Bien, no se puede negar que el corsé que impone su origen escénico se nota mucho. Obviamente es una película más verborreica que visual. El Washington realizador sigue estando varios peldaños por debajo del intérprete, pero sale razonablemente bien parado de un desafío que tampoco le permitía muchas virguerías, esforzándose por sacar el mayor provecho a sus escasas localizaciones y a los espacios cerrados, bien apoyado en la fotografía de Charlotte Bruus Christensen y  en un verosímil diseño de producción, pero sobre todo encomendándose a la fuerza del texto de Wilson y a la firmeza del elenco. Es posible que Washington confíe más de la cuenta en las tomas largas y no maneje bien ciertas transiciones un tanto abruptas, pero, para sus 139 minutos y su densidad temática, “Fences”  no se le hace larga al espectador que comulgue con la causa.  Más cuestionable podría ser el recurso a algún giro dramático convenientemente forzado para llegar a las conclusiones requeridas, algo que en mi opinión  le resta algo de impacto emocional al tramo final pero que en cualquier caso no llega a arruinar la experiencia.

La crítica parece estar de acuerdo en que la gran película “negra” del año I después del #OscarsSoWhite ha sido “Moonlight” (que ya reseñó mi compañero Alberto aquí), pero un servidor ha quedado más satisfecho con esta “Fences”, que pese a ser inferior en algunos aspectos al filme de Barry Jenkins y haber acaparado muchos menos parabienes, termina resultando mucho más elocuente, profunda y conmovedora. Y claro, tiene ese arma de destrucción masiva secreta que son dos actores únicos en absoluto estado de gracia. En ocasiones el cine necesita poco más que eso para ser grande. Solo nos queda esperar que el señor Washington no nos deje otros cinco años sin razones para volver a escribir sobre él.

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