«Una vida a lo grande (Downsizing)»: el insospechado bajón de Alexander Payne
Hasta ahora Alexander Payne era uno de esos directores que nunca habían fallado. Probablemente el suyo no sea uno de los nombres de los más citados a la hora de recapitular los cineastas estadounidenses más relevantes de la actualidad, pero cada una de sus películas, desde “Election” a “Nebraska”, pasando por “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” y “Los descendientes”, consiguen ser exactamente lo que se proponen y mantienen un insólito y perfecto equilibrio tragicómico a partir del cual se desmenuzan, con sutileza y clarividencia, las pequeñas y grandes miserias del ser humano. Todo lo que hay en su obra tiene una razón de ser y nada es gratuito. Lo único que se le podría reprochar a este cineasta es que no es precisamente prolífico (solo tres películas en los últimos trece años), aunque quizás eso pueda justificarse en el mimo y atención al detalle que pone en cada una de sus propuestas.
Por eso cuesta admitir que su última cinta, “Una vida a lo grande (Downsizing)”, pueda ser el primer traspiés en su filmografía, pero sí me resulta evidente que es la primera vez en la que Payne queda sobrepasado por la magnitud de sus ambiciones. La primera vez que su exacta y aguda caligrafía queda parcialmente desfigurada por un manchurrón de tinta. Sorprende precisamente por tratarse de él, aunque sería muy injusto negar los aciertos de una película que, pese a sus problemas, contiene valiosos trazos del buen cine que siempre nos ha entregado su autor.
Sería muy obtuso rebatir, por ejemplo, que su premisa de partida es altamente sugestiva. En un mundo, que es el nuestro, hostigado por el calentamiento global, el exceso de población, la escasez de recursos, el consumismo frenético y el egoísmo despiadado, la (posible) solución está en un asombroso avance científico que permite empequeñecer al ser humano hasta unas dimensiones diminutas. Así, “Ociolandia” no es solo una sociedad autosostenible en la que se necesitan muchos menos recursos para vivir holgadamente sin dañar gravemente al medioambiente, sino que supone una oportunidad perfecta para gente humilde como Paul Safránek y su mujer Audrey de dejar atrás frustraciones personales y estrecheces económicas y empezar una nueva vida en una especie de feliz Edén. Pese al planteamiento de ciencia ficción, en principio tan ajeno al naturalismo característico del cine de Payne, no dejamos de estar ante el clásico viaje iniciático hacia el autodescubrimiento, más moral que físico, sobre el que pivotan casi todas sus películas.
Y durante la excelente primera hora larga de esta fábula futurista contemplamos a Payne en plena forma, balanceándose entre la comedia negra y el drama costumbrista, y deslizando afilados apuntes sobre los anhelos de la clase media occidental, la sociedad de consumo o la hipocresía filantrópica. Todo funciona como la seda en este tramo, tanto conceptual como estéticamente (fantástico diseño de producción), e incluso Matt Damon está perfecto en un papel muy alejado de sus héroes de acción. Sin embargo, Payne tiene otros planes, o mejor dicho, tiene demasiados planes, y la cinta, que se ha ido construyendo en una línea y un tono perfecto (giro argumental incluido), comienza a hacer eses, de modo que a la vez que empieza a presentar otros personajes (el de un cínico y carismático Christopher Waltz, la conmovedora activista de Hong Chau) y a abrir nuevas subtramas la dispersión emerge como la nota dominante.
Payne quiere abarcar tanto que “Ociolandia” pierde la sutil singularidad metafórica de la que partía para convertirse en un espejo de denuncia demasiado evidente de nuestro propio mundo. El cineasta se embarca en un discurso abiertamente crítico pero poco equilibrado, de trazo grueso, caóticamente episódico y plagado de baches de ritmo en el que caben diatribas contra el problema de la inmigración y los muros de Trump, soflamas ecológicas, advertencias apocalípticas y un improbable romance. Las intenciones son buenas, pero ni Payne ni su inseparable coguionista Jim Taylor logran articularlas en una narrativa natural, fluida y potente.
Un servidor llega al tramo final de una cinta que se hace larga y a la que probablemente le sobre como media hora ciertamente empachado con su cóctel de tonos y géneros distintos, y un tanto sorprendido de que a Payne se le haya ido de las manos de tal forma que hasta su particular sello de identidad quede diluido en un buenismo decepcionantemente convencional. No será de extrañar que esta vez se quede fuera de la terna de candidatos en la temporada de premios pese a haber sido siempre un habitual en estas lides. La frustración es mayor porque con un punto de partida y un desarrollo inicial tan formidables todo apuntaba a otro triunfo del de Nebraska, pero en esta ocasión se ha cumplido el dicho de que hasta el mejor escribiente echa un borrón. Confiemos en que sea borrón y cuenta nueva.