«Los descendientes», equilibrio perfecto
Sin prisa y con alguna pausa más larga de lo conveniente, el norteamericano Alexander Payne lleva años construyendo una filmografía atípica que desmenuza las pequeñas y grandes miserias del ser humano a través de una clarividencia sutil y agridulce. “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” y la cinta que nos ocupa gravitan en torno a un antihéroe, un personaje que en un momento del camino se ve forzado a mirar a su alrededor para descubrir que no le gusta lo que ve. La búsqueda de un lugar en el mundo a través de un viaje iniciático es siempre el motor de las historias que le interesan a Payne, y también es el eje de “Los descendientes”. Matt King es un un tipo corriente que de repente se ve golpeado por la tragedia al quedar su mujer en coma, descubrir que ésta le era infiel y verse en la tesitura de reconquistar el afecto de unas hijas a las que apenas conoce. Además, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de decidir la venta de un paraíso virgen en Hawai, herencia familiar, en el que se construiría un complejo turístico.
Con semejante material otro director daría rienda suelta al sentimentalismo barato hasta chapotear en los lodazales del culebrón, o bien se pasaría de cínico potenciando los aspectos de comedia negra. Payne no. Su mayor éxito está en conseguir un perfecto equilibrio tragicómico, en encontrar el tono adecuado para la historia que quiere contar. Esto es así porque Payne es un gran escritor. Se toma su tiempo para construir y comprender a sus personajes; no se pone por encima de ellos pese a dejar a la vista todas sus virtudes y defectos; les muestra humanamente imperfectos y enfrentados a sus dilemas morales. Incluso, en un alarde, el personaje de la esposa, inconsciente durante todo el relato, termina siendo perfectamente transparente a partir de lo que dicen y hacen el resto de caracteres. En definitiva, Payne se preocupa por trasladar a la pantalla un pedazo de vida.
De alguna manera, Payne es el perfecto descendiente del Billy Wilder de “El apartamento”, y George Clooney se descubre aquí como un digno sosías del gran Jack Lemmon. Y es que la película sería bastante menos si Clooney no acertara con una actuación contenida, nada sencilla, en la que consigue dotar de dignidad, desesperación y emocionante sinceridad a su personaje con un trabajo cómico-dramático de primer orden que merece todos los premios. Empieza a ser habitual que todo actor que protagoniza una película de Payne firme una interpretación memorable. Ya ocurrió con Jack Nicholson (en, posiblemente, su último gran papel) y también con Paul Giamatti. La jovencísima Shailene Woodley también realiza un muy buen trabajo de contrapunto, injustamente olvidado en los Oscar en el apartado de actriz secundaria.
Estilísticamente, el director de “Election” huye de toda virguería para reivindicar una mirada eminentemente clásica, cimentada en una puesta en escena muy natural y aparentemente sencilla que salpica convenientemente con alguna imagen insólita o simbólica. En este sentido, es especialmente inspirada e intensa la escena de la piscina en la que el personaje de George Clooney le comunica a su hija mayor la situación real de su madre y ésta se zambulle en el agua para gritar todo su dolor y desesperación. Payne utiliza el escenario, el paisaje, como un personaje más en todas sus cintas, y aquí una nublada pero calurosa Hawai permite conectar al protagonista con su legado y sus raíces –reveladora escena aquella en la que la disfuncional familia contempla desde las montañas el terreno de costa que van a vender-, añadiendo más capas de profundidad al relato.
En definitiva, “Los descendientes” habla, a través de un discurso delicado y cercano, de la necesidad de sobreponerse al dolor y la desesperación, cerrar las heridas, saber perdonar, perdonarse a uno mismo y emprender un nuevo comienzo, sin olvidar el lugar desde el que uno empezó. Esperamos sinceramente que Payne no se tome otros siete años de descanso. El cine le necesita.
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