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«Yo, Tonya»: puñalada al ‘biopic’ convencional

22/02/2018

Mira que uno, cuando comenzó a escrutar las películas que se perfilaban como candidatas a los Oscar, consideraba a «Yo, Tonya» como el posible ‘patito feo’ de la terna. Esa combinación letal que suele suponer un ‘biopic’ -más aún si es deportivo- junto a una actriz en faceta de productora hambrienta de la estatuilla no hacía esperar nada demasiado excitante. Y sí, Margot Robbie ha logrado su objetivo y se ha colado entre las cinco nominadas, y sí, se trata de una película biográfica sobre la patinadora Tonya Harding…pero a partir de aquí acaba toda semejanza con lo que esperaríamos contemplar. Estamos ante un animal muy diferente.

En un vistazo superficial, Robbie parece apostar por la fórmula ‘sex symbol se afea para ganar credibilidad’ que tan bien le funcionó a Charlize Theron en «Monster». Sin embargo, la australiana -relanzada tras sobrevivir al fiasco de «Suicide Squad» después de que su carrera pareciera haberse estancado tras su explosión en «El lobo de Wall Street»– ha demostrado ser mucho más inteligente. Aquí no hay épica deportiva -pese a que haya, claro, diversas escenas de patinaje- , el tono es de todo menos elegíaco  y ni siquiera se trata de un ‘one woman show’ dedicado a ensalzar sus capacidades interpretativas, sino que su personaje sólo es un -importante- eslabón dentro de un filme netamente colectivo.

Ya olemos algo diferente cuando nos encontramos a los distintos personajes opinando frente a la cámara, al modo de un falso documental, en unas tronchantes escenas que sirven como introducción de cada uno de los capítulos en los que se divide una trama cuyo eje es el llamado ‘incidente’, el mediático caso que convulsionó en 1994 a la sociedad estadounidense y que incluso halló amplio eco en España: la agresión con arma blanca sufrida por Nancy Kerrigan, la máxima rival en el equipo estadounidense de patinaje de nuestra protagonista, Tonya Harding, cometido por el entorno de esta última. El filme no se conformará con narrar únicamente este episodio y dará también un amplio espacio tanto a sus antecedentes como a sus posteriores consecuencias.

Un comienzo algo efectista, imitando al Scorsese más estereotipado -el de «Uno de los nuestros» o «El lobo de Wall Street»- con su montaje frenético y regado por ‘jitazos’ de rock setentero (la selección musical será excelente a lo largo de todo el filme), evidencia una preocupante tendencia hacia el postureo que pronto se disipa cuando «Yo, Tonya» encuentra su ecosistema ideal: esa difusa frontera en la que lo trágico llega a ser ridículo de tan trágico y lo ridículo llega a ser trágico a costa de ser tan ridículo.

Ese tono tragicómico se agradece sobremanera cuando asistimos a la desdichada infancia de Tonya, marcada por la tormentosa presencia de una madre que paga su devastadora apatía vital con su hija, primero provocando la huida de su padre, único asidero de la pequeña, y después intentando ‘rentabilizar’ al máximo la ‘costosa’ inversión que supone su vástaga obligándola a centrarse exclusivamente en el patinaje, para lo que no duda en abortar toda posibilidad de futuro al hacerla dejar los estudios. Una visión más tremendista haría imposible soportar a un personaje tan ruin y odioso y unas situaciones tan injustas.

Tonya exhibe un talento innato para las malas decisiones y su huida del infierno maternal no es sino otro descenso al averno cuando se casa con su novio Jeff, otro deshecho ‘white trash’ con el que mantendrá una larga pero tormentosa relación. Es en ese momento cuando el tratamiento desenfadado se muestra más discutible, retratando de forma excesivamente laxa los continuos malos tratos físicos a la que es sometida la patinadora por parte de su pareja.

El filme da un considerable estirón cuando confluyen el crecimiento hacia la élite de Tonya y los tejemanejes de la pandilla de dudosos conocidos de Jeff, un surrealista grupo de torpes demasiado confiados en sí mismos. «Yo, Tonya» vira en ese momento definitivamente hacia un territorio muy cercano al de los hermanos Coen más socarrones -los de la genial «Fargo» y su versión aligerada «Quemar antes de leer»- , aunque dejando a un lado la vertiente más existencialista de los creadores de «El gran Lebowski» y apostando por la más lúdica.

La acción entra en un descacharrante frenesí cuanto más se acerca al ‘incidente’, sintonizando perfectamente el mejor Craig Gillespie que hemos conocido -recuerden, el director de «Lars y una chica de verdad»– con la fluidez del excelente guión de Steven Rogers , asistiendo al desarrollo del chapucero plan pergeñado por los acólitos de Jeff -impagable ese personaje de Shawn Eckhardt- para beneficiar el segundo intento olímpico de Tonya en Lillehammer’94, después de su amargo cuarto puesto en Albertville’92.

Lo mejor es que toda esta diversión no está para nada exenta de contenido. «Yo, Tonya» es uno de los retratos menos obvios de la eterna lucha de clases, del permanente intento de los desheredados -de esos que visten informalmente, de los que se emocionan con el heavy metal- para intentar romper este techo -ya no de cristal, sino de hormigón armado- y acceder al mundo de los pudientes, de los que controlan el mundo, los bienpensantes que visten de etiqueta y escuchan música clásica. Escenificada perfectamente tanto en las palpable diferencia entre Tonya y sus impolutas rivales como en las evoluciones de Jeff y sus compinches y la cutrez moral de esa castradora madre, este tratamiento es especialmente oportuno en la América de Donald Trump, empeñada en presentar a EE.UU como un exclusivo club de W.A.S.P.’s y en esconde a toda esa poco glamourosa mayoría que no quieren que se vea.

Un pedacito considerable del éxito de la propuesta corresponde al bien elegido casting, que mezcla en perfecto equilibrio nombres consolidados de la talla de Bobby Cannavale con intérpretes ascendentes como Sebastian Stan, dejando, obviamente, el protagonismo a una gran Robbie que, lejos de divismos, logra hacer creíble -y no caer en la simple caricatura- un personaje verdaeramente difícil, una víctima que aguanta estoicamente todos los reveses que la vida le tiene preparados. No obstante, la australiana brilla especialmente en los testimonios posteriores ante la cámara, ya con Tonya convertida en una irónica macarra de vuelta a todo. …Y esto no es todo, amigos, puesto que la gran beneficiada del filme no es sino Allison Janney, ilustre protagonista de «El Ala Oeste de la Casa Blanca» y prestigiosa secundaria en cine, que es la gran favorita al Oscar a la Mejor Actriz de Reparto por interpretar, mediante una caracterización imposible, a LaVona Fay Golden, probablemente la madre más odiosa y cruel que ha aparecido en pantalla en lustros y que, sin embargo, Janney consigue que no nos caiga del todo mal dentro de su enorme mezquindad.

2018 continúa con su buena cosecha: lo que parecía un mero vehículo de lucimiento ha acabado siendo una de las películas más disfrutables y por una mayor variedad de público posible de la temporada. Difícil es que «Yo, Tonya» sea un gran éxito en España habida cuenta de la feroz competencia con la que se mide en estos prolegómenos de los Oscar y del desconocimiento del público nacional sobre el personaje real, pero uno se atrevería a apostar que el boca-oído va a ir surtiendo efecto durante los próximos meses y, quien sabe, dentro de unos pocos años podamos estar hablando de un nuevo pequeño clásico. Una pequeña puñalada por la espalda al aburrido ‘biopic’ convencional.

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