La noche en que Rosalía embrujó a Córdoba
Hace ya once años que se viene celebrando en Córdoba la Noche Blanca del Flamenco, un festival que trae consigo a célebres cantaores y cantaoras, bailaores y bailaoras. Artistas del cante jondo y sus variantes que se despliegan por las calles de la ciudad andaluza como una reivindicación cultural maravillosa. De raíces y de barrio. El Cigala, Chambao, José «El Francés», Rosario Flores, Medina Azahara, José Mercé, Enrique Morente y su Estrella, Eva Yerbabuena, Niña Pastori, Pepe de Lucía, Marina Heredia, Raimundo Amador o Remedios Amaya son sólo una pequeña muestra del arte que la provincia ha acogido durante muchas madrugadas.
Cuál fue mi sorpresa cuando a comienzos de año se anunció a Rosalía como la estrella de esta edición. Y no es que la aparición de la artista en cualquier festival del mundo sea en este preciso momento una rareza, pero saber que la vas a tener en casa, después de haberte dejado emocionar profundamente por su «Los Ángeles» y desgarrar por «El mal querer» una y otra vez, tanto como para dedicarle prácticamente una oda en el Cadillac tras su publicación, se antoja un regalo. No tengo claro cuántas veces me he perdido en su último álbum pero voy a dejar caer que han sobrepasado el centenar. Verla iba a ser harto complicado, más a medida en que se acercaba la fecha y se conocían las condiciones para acceder a su concierto. Un concierto que ha traído cola (literal y metafórica) por producirse en un recinto limitado como es la plaza de toros, porque la pureza del flamenco y blá blá blá, porque el caché de la artista y blé blé blé. Nada nuevo bajo el sol, salvo que a servidora le gustan los retos y se le pone la piel de gallina cuando canta Rosalía, así que hacer cola de madrugada para conseguir entradas y volver a repetir horas de cola para verla en condiciones eran cosas que, simplemente, tenían que ocurrir. Y cómo ha merecido la pena, lectoras y lectores del Cadillac. Aquí, en esta Córdoba, lejana y sola, que escribiera un día Lorca en su «Canción del jinete», anoche se nos rompió algo.
Se abren las puertas del recinto y a los pocos minutos ya se sienten el calor y las ganas del público, a caballo entre la euforia y el cansancio de las horas de espera, las altas temperaturas y los pies llenos de albero. Pero todo es fervor y una espera bañada en ritmos flamencos donde no falta Camarón. La hora se acerca, y lo que nadie anticipa es que el espectáculo empiece con una puntualidad británica y que el apagón de luces, seguido del griterío pletórico de la gente se produzca a las doce en punto. Con un despliegue audiovisual que ya habíamos visto en el paso de la artista por otros festivales y la aparición de Rosalía, toda de blanco impoluto y con la presencia solemne de una diosa. Tan difícil de describir que voy a enlazar al vídeo de la intro del concierto que ha publicado el diario Córdoba. Poderío y declaración de intenciones antes de arrancar con «Pienso en tu mirá», entonado a coro por una plaza que tiembla tanto como yo y seguir con «Como Ali», uno de esos temas inéditos que está llevando a los shows de la gira, no sin antes agradecer el cariño inmenso con el que la ciudad la ha acogido, el esfuerzo de las miles de personas que estaban allí haciendo cola bajo el sol de un rincón del mundo que en estas fechas se convierte en sartén, y hablar de la influencia de los artistas andaluces que han dado forma a su trabajo.
Lo que ocurre a partir de aquí es magia, porque canta «Barefoot in the Park», el tema que grabó para el álbum de James Blake, con una voz que parece salida del mismísimo cielo y un juego de luces que bien podrían ser estrellas y se marca un «De Madrugá» que arranca todo tipo de loas a viva voz a los que estamos allí. Se me antoja un fallo en la alineación planetaria que un tema como este, más cerca de sus coqueteos con el flamenco que de las líneas urbanas que le destacan últimamente, no cuente con una versión de estudio. Se hace el silencio, un silencio absoluto y sepulcral, cuando entona a capella esa «Catalina» de Manuel Vallejo que ha llegado a hacer tan suya. Y el silencio se hace porque la pantalla enfoca su rostro y la propia Rosalía no puede evitar emocionarse mientras canta y se le rompe la voz. A ella y a nosotros, porque de repente, a mi alrededor, más de uno y más de una está llorando.
Escuchar en directo «Que no salga la luna», mi tema predilecto, es toda una delicia. Especialmente con el aderezo de sus coristas y palmeros, que lo convierten en el momento de flamenco más puro de toda la noche. Dice que no salga la luna, que no tiene pa qué, pero la luna acaba por salir para oírla cantar «Maldición», con su juego de catanas. Otro fuerte del espectáculo que se está ofreciendo son las coreografías y el equipo de seis bailarinas que lleva la artista, sincronizadas sin un segundo de margen de error con las imágenes proyectadas en pantalla, los temas y la interpretación. Algo que queda patente en ese cover sui generis de Las Grecas que se hizo tan famoso porque en pleno 2019 aún quedan iluminados que consideran que un éxito como «Te estoy amando locamante» es parte de una cultura risible. Un número que pone a bailar al público tanto como el posterior remix de Parrita, otro despliegue de coreografías brutal con el Guincho haciendo la percusión en vivo que pone la guinda al pastel.
Cuando hace meses hablé de «El mal querer» en este blog, hablé de lo sobrecogedora que resultaba «A ningún hombre», con su voz acompañada por solamente un autotune que parece emular al mismísimo diablo, algo que se potencia durante su actuación porque el público vuelve a quedarse prácticamente en silencio hasta que los ruidos de motos que marcan los beats de «De aquí no sales» rompen la quietud. Es, sin duda, otro de los momentazos de la noche, seguido de la maravillosa «Di mi nombre» y una interpretación de «Bagdad» que es belleza absoluta. Una belleza a la que sucede el último tramo del concierto, con una Rosalía más urbana y más del mainstream con la que yo, personalmente, disfruto un poquito menos, pero como una va con la mente abierta acaba por pasarlo muy bien con ese encadenamiento de «Brillo», su primera colaboración con J. Balvin previa a su segundo disco, «Lo presiento», o el exitazo en el que se ha convertido «Con altura». Y reconozco que gritar «¡La Rosalía!» en ese contexto tiene su puntito, como lo tiene el alzar la voz junto a diez mil personas más con el «madre mía, Rosalía, ¡bájale!» de «Aute Cuture», que una no es de piedra, tiene enfrente a un fenómeno musical por el que se pierde por completo y hay que saber disfrutar de las cosas sin ser el abuelo Simpson gritándole a las nubes.
Con la presentación de toda su banda y, no podía ser de otra manera, la espectacular interpretación de «Malamente», llega el final del concierto. O casi, porque su público quiere más y ella regresa para cantar, de nuevo, a capella, una versión del «Volver» de Carlos Gardel que nos pone la piel de gallina. Qué adiós tan bonito y qué rápido ha pasado todo. Diecisiete temas interpretados en una hora y diez minutos (duración de concierto de festival) como un disparo, con un número cuidado hasta el más mínimo detalle donde nadie se permite fallar, donde se ha puesto el alma y todo el esfuerzo del mundo buscando llevar a los escenarios un espectáculo impecable. Y lo de Rosalía… es de otro mundo. Su voz, que en directo rompe, su entrega, su capacidad para meterse al público en el bolsillo, la cohesión que es capaz de dar a un número donde caben la copla y el reggeatón, su forma de moverse, el poder con el que pisa el suelo en el que actúa. Nos vamos con una emoción que, un día después, se niega a irse, conscientes de la fortuna de poder haber sido testigos de este día y haber disfrutado de esta oportunidad. Va a ser muy difícil superar esto. Hay que escucharla, pero, si es posible, hay que verla.
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