«1917»: tempus fugit
El soldado de primera Alfred H. Mendes, del primer batallón del cuerpo de fusileros de su alteza real, se incorporó a filas en 1916. Tenía 17 años. Durante la Primera Guerra Mundial, Alfred realizó misiones de alto riesgo en el frente, tales como mantener la comunicación entre distintos batallones transportando a pie y en solitario mensajes de crucial importancia para el devenir del conflicto bélico, consiguiendo por ello dos medallas al mérito. Tras su regreso a casa al finalizar la guerra, jamás compartió con su familia ni una vivencia de las allí acaecidas. Protegió a su familia de los horrores de los que fue testigo y tan sólo su obsesión por tener las manos siempre limpias del barro de las trincheras (que aún sentía sobre ellas), fue la única secuela palpable que dejó en él la guerra.
60 años después, Alfred consideró que la lejanía de los hechos y la juventud de sus nietos era suficiente para contarles algunas historias de aquellos años en el frente. No eran hechos heroicos o que reflejaran inusitados actos de valentía; eran vivencias que dejaban patente la aleatoriedad de la vida y la muerte, la fortuna de unos y la desgracia de otros. Como ver morir al compañero que dista apenas medio metro de ti o como cuando arriesgó la vida para recuperar del campo de batalla a un compañero herido y trasladarlo a cuestas hasta la enfermería. Cuando llegaron, su amigo estaba muerto tras recibir el impacto de una bala durante el recorrido. Una bala que habría alcanzado a Alfred de no haber llevado a hombros a su compañero. Entre aquellos nietos que escuchaban las historias del anciano, se encontraba el joven Samuel Alexander; quien 40 años después, convertido ya en un director de cine de renombre mundial, rodaría uno de los más bellos homenajes a la esperanza. Recordándonos en estos tiempos convulsos y fragmentados que, décadas atrás, hubo una generación que luchó por una Europa libre y unificada. Unos tiempos que nuestra generación haría bien en recordar ahora más que nunca.
La fecha, 6 de abril de 1917.
El viaje comienza en un apacible campo de flores donde, a la sombra de un árbol, descansan los jóvenes soldados británicos Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay); hasta que un superior les selecciona para una misión: deberán aventurarse en territorio enemigo para entregar un importante mensaje que evitará la muerte de 1.600 compatriotas. El ejercito alemán ha realizado un retroceso estratégico sobre el terreno de batalla, fingiendo estar en retirada. Pero, en realidad, las fotos aéreas demuestran que se han asentado fuertemente armados en una terreno cercano, a la espera de la llegada del ejercito inglés en la mañana siguiente. Juntos, ambos soldados iniciarán una carrera contrarreloj para evitar a toda costa que el fallido ataque inglés tenga lugar.
Dos personas que, probablemente, en tiempos de paz jamás habrían llegado a ser amigos y que la guerra ha acabado uniendo como si fueran hermanos. Dos soldados que representan valores diametralmente distintos. Blake es un idealista que se alistó por servir a su patria. Expresivo respecto a sus sentimientos y algo ingenuo frente a la vida y sus adversidades. Es el más involucrado en la misión, pues la vida de su hermano mayor está también en juego, al formar este parte del batallón que realizará la carga militar al día siguiente, dirigiéndose sin saberlo a una muerte segura. Para él, las medallas y la opinión que los demás tengan de él son un pilar fundamental de su aportación como soldado. Ve la guerra como una oportunidad de conseguir grandes proezas que le darán categoría cuando regrese a casa. La guerra para Blake es un medio.
Schofield, por otra parte, es una persona más apocada, intimista y escéptica. Casado y con hijos, celoso de su vida civil, guarda para si cualquier detalle relacionado con su familia (recuerda, en parte, al Capitán Miller que interpretara Tom Hanks en «Salvar al soldado Ryan«). Considera que todo lo que una guerra puede aportar a un soldado (honor, medallas, reconocimiento, gloria) carece de valor real.
El que ambos personajes sean los protagonistas de este viaje es un contrapunto que servirá para mostrar al espectador dos formas muy distintas de afrontar el desafío que se presenta ante ellos. Blake siempre lidera la carrera contrarreloj, tiene mucho que perder si fallan y, aparentemente, mucho que ganar si lo consiguen (nuevamente, reconocimiento y medallas). Schofield, un par de pasos detrás de Blake, pone en duda la información que les han dado sobre la misión, intenta pararse a recopilar la información que les han dado y analizar otras posibles opciones. Es un soldado por circunstancias de la vida; pero no ha dejado de ser una persona racional.
La historia tras «1917» es tremendamente sencilla, rayando la simplicidad. No se dedican minutos iniciales para presentar a los personajes, ni se dan más detalles de los necesarios. Como espectadores, sentimos que acaban de alistarnos con dos desconocidos en una misión plagada de incertidumbres. Y ahí radica gran parte del altísimo grado de inmersión que tiene el film, pues nuestra visión estará siempre atrapada entre ambos personajes. Todo lo que veremos y sabremos estará marcado por el movimiento de estos dos soldados. La decisión de rodar simulando un enorme plano secuencia de dos horas no responde a un recurso estilístico, como sí ocurre en otros muchos títulos que utilizaron anteriormente esta técnica cinematográfica; en «1917», donde se representa una carrera contra el reloj, el plano-secuencia continuo incrementa notablemente la sensación de ansiedad y cautividad en el espectador, convirtiéndonos en obligados compañeros de viaje a lo largo de esta odisea con fuerte componente teatral.
Y este hecho cobra aún mayor importancia cuando situamos la historia en la Primera Guerra Mundial, un conflicto más de desgaste, que de medios. Una guerra cruenta, con enfrentamientos cara a cara; pero que destacó por un inmovilismo en el que los soldados podían pasar semanas en las trincheras hasta que se originase una escaramuza bélica. De alguna forma, y a pesar de contar con grandes títulos basados en esta época bélica como «Senderos de gloria«, «Sin novedad en el frente» o «Johnny cogió su fusil«, la primera Gran Guerra no ha disfrutado del mismo protagonismo en el cine que sí ha tenido la segunda, que contó con un enorme despliegue de maquinaria bélica por todo el mundo. Además, al igual que hacía «Gallipoli» (cuyo tercer acto guarda cierta semejanza con esta trama) o «Salvar al soldado Ryan», «1917» se aleja premeditadamente del frente durante gran parte del metraje, acercándose a la contienda bélica sólo ocasionalmente y de forma tangencial.
Su director, Sam Mendes (tras tocar el cielo con su opera prima “American Beauty” y dirigir éxitos como “Camino a la perdición”, “Revolutionary Road” y dos entregas de la saga Bond) dirige por primera vez un film basado en un guión propio (en colaboración con Krysty Wilson-Cairns). Es palpable que, por sí misma, la historia no va a ser un revulsivo del género (al fin y al cabo, estamos hablando de apenas un puñado de horas en la vida de dos soldados); aunque sí lo hace a nivel técnico, pues la intención de rodar simulando un plano-secuencia determina completamente el resultado del título. Gran parte de la propia campaña de promoción ha hecho especial hincapié en este detalle; por lo que uno comienza el visionado con cierto temor a obsesionarse en buscar los sutiles cortes. Afortunadamente, el estilo visual y narrativo es tan diferente y potente que desde sus primeros planos dejas de prestar atención a cómo está hecha la película y sí le prestas atención a cómo está contando la historia; lo que claramente podemos señalar como la gran victoria de Mendes con «1917». El plano-secuencia aquí no es una filigrana, es un recurso que atrapa al espectador y le obliga a ser compañero de pesadillas de estos dos soldados.
Hay dos momentos en la carrera de Mendes que influyen notablemente en «1917». Por un lado, su innato talento en la dirección teatral (no olvidemos que con apenas 24 años estaba dirigiendo en la escena londinense a nada menos que Judi Dench) y, por otro, los minutos de «Spectre» correspondientes a la (magnífica) escena de apertura rodada en México y también en plano-secuencia fingido, que sirvieron de alguna forma como ensayo general para la idea que venía rondando por la cabeza de Mendes desde hacía unos años. El propio director comentaba en un entrevista concedida durante el rodaje de «1917» estar ‘usando cada fibra de todo lo que sé sobre teatro y cine combinados’. No se trata simplemente de hablar mientras caminamos acompañados por la cámara desde el punto A al punto B. Todo escenario fue diseñado para ajustarse milimétricamente a las necesidades técnicas y artísticas simultáneamente, permitiendo una complicada e interminable coreografía entre el equipo artístico y técnico. Ninguna localización se repite, siendo la inmensa mayoría en exteriores; por lo que el tratamiento del clima y de la luz eran absolutamente cruciales y, al mismo tiempo, sin posibilidad de iluminar artificialmente una escena sin que aparezcan elementos técnicos cuando la cámara gire 360 grados. La continuidad de los planos era tan exigente que la decisión de rodar o no dependía incluso de las nubes que hubiese ese día. El diseño y construcción de cada uno de los escenarios se realizaba después de ensayar decenas de veces sobre el terreno aún sin construir; pues debían medir con exactitud la distancia recorrida durante esas líneas de dialogo. El guión no podía ser más largo que el escenario, ni viceversa. Ambos debían empezar y terminar en el preciso punto físico en el que debían hacerlo; de lo contrario, las continuidad cinematográfica no sería posible y la sensación de secuencia continua se rompería. Todas estas limitaciones generaban un problema añadido, pues debías realizar una cantidad ingente de ensayos técnicos para cada escena y, por otro lado, estos no debían afectar a la espontaneidad de la interpretación. Planos que se habían ensayado durante meses y que el día de rodaje debían ejecutarse como si los vivieran por primera vez. Al final, reparto y equipo técnico acababan componiendo un audaz baile, en el que cada movimiento debía ejecutarse perfectamente sincronizado para coincidir con el siguiente. Y así un paso tras otro, durante dos horas de precisión quirúrgica en las que se va construyendo una experiencia inmersiva inédita.
Y, si decimos que todo este proyecto requería de una técnica exquisita, un nombre destaca inmediatamente: Roger Deakins.
El director de fotografía premiado con un Óscar por su labor en «Blade Runner 2049» (aunque la Academia tuvo muchísimos motivos previos para honrarle igualmente) realiza aquí un excelso trabajo cuya composición será recordada durante muchos años. No sólo es apabullante el trabajo de fotografía e iluminación realizado en esta película; sino que al no haber cortes (como tales) en el montaje, es la propia cámara la encargada de cambiar el tono de cada una de las escenas (si es que podemos utilizar el término escena) adquiriendo esta una responsabilidad narrativa más propia de la fase del montaje. Un ejemplo muy destacado de lo que intento explicar se produce tras la muerte de Blake, donde la cámara debe abandonar una escena trágica y, simultáneamente, iniciar la composición y el ritmo de la siguiente escena; que contará con un cariz muy distinto y que servirá de presentación para el personaje interpretado por Mark Strong (de quien en sus primeros minutos sólo veremos sus botas en primer plano). Y así, pasamos por escenas de pura acción, de puro terror, intimistas, trágicas, apacibles, minimalistas o de grandes multitudes. Tejiendo, siempre la cámara, un espectáculo visual de primer orden, sustentado en un discurso reflexivo frente a lo que representa el horror, la soledad y la desesperación; pero también la belleza y la inocencia que pervive en lo más profundo de las entrañas de la guerra.
La muerte de Blake es el fiel reflejo de tantas almas que se alistaron en cualquier conflicto bélico de la historia con el anhelo de realizar un acto glorioso en esa lucha, para acabar encontrando una muerte horrible en el fango. Su muerte, cruel y aleatoria, tras un acto de inocencia y misericordia, es inspiración directa de las historias que contaba Alfred a su nieto Sam. A partir de esa pérdida, Schofield se involucra personalmente con la misión y seguirá adelante por la promesa realizada a su compañero, asumiendo ahora todos los peligros en solitario.
Tras el primer corte evidente del film (el acaecido tras el intercambio de disparos con el francotirador), Schofield parece despertar de una pesadilla, para verse engullido en un infierno ruinoso, llameante y nocturno; donde la impresionante y arrebatadora fotografía de Deakins llega a su cenit para dejarte literalmente sin palabras. El juego de las sombras con las bengalas, el reflejo de las llamas, y las simples siluetas de los personajes recrean los minutos más sobrecogedores de toda la cinta. Mostrando la guerra no como una fábrica de monstruos; sino como un lugar que los atrae. De ahí que, en ese lugar donde los alemanes festejan la muerte y destrucción, tenga lugar también el momento más bello de la cinta con esa huérfana de apenas unos meses de vida, salvada in extremis por una joven francesa. Inocentes personajes a los que Schofield entregará todo el alimento que tiene (incluido el maravilloso cierre al círculo narrativo que se formó en el granero, minutos antes de la muerte de Blake, cuando Schofield encontró un cubo con el que llenar su cantimplora). El mismo fuego destructor se convierte en un lugar acogedor.
En este punto, la determinación de Schofield para con su misión evoluciona nuevamente. Ya no sigue adelante sólo por una promesa a un amigo, continua avanzando por dar una posibilidad a ese bebé y a esa joven, por su familia que le espera en Inglaterra, por una esperanza que aún sobrevive entre tanta destrucción.
Tras huir de ese infierno y ser arrastrado por las aguas, rodeado ahora de pétalos de aquellos cerezos que, una vez talados, volvían a crecer más fuertes; un nuevo Schofield emerge literalmente de entre los muertos; con una voluntad renovada, tras pensar por un momento que ya había fracasado en la misión. Alguien que ha visto con sus propios ojos lo que existe más allá de la guerra que le rodea por doquier. Ahora es consciente que forma parte activa de una lucha, no entre países enfrentados, no entre voluntades contrarias, ni ideales opuestos; lucha porque el bien prevalezca sobre el mal. Incansable ya, Schofield dará sus últimas energías por recorrer los metros que le separan de su objetivo. Y es en el momento en el que los silbatos anuncian la carga de la primera oleada de soldados, cuando Schofield comprende que, para lograr esa misión (suya ya), deberá poner voluntariamente en riesgo su propia vida. Aquel soldado que intercambiaba medallas por comida, que elegía la cautela por encima de la valentía, que elevaba a la razón por encima del sacrificio; acepta convencido el riesgo de morir a cambio de un objetivo mayor que su propia vida, la defensa de un único ideal que se eleva por encima del honor y de la gloria: la vida en sí misma.
Mientras cientos de soldados se dirigen hacia una muerte segura, sin cuestionarse las ordenes dadas por otros o el sentido de poner una vez más sus vidas en peligro, Schofield ahora sí cree en el verdadero valor de su misión. No corre ciegamente hacia el enemigo, ni huye en dirección contraria hacia el bando amigo; corre perpendicular a todos ellos, con su particular meta delante de él. Tras un viaje iniciático a través de la muerte y la desesperación, comprende ahora que su vida sí es un precio justo a pagar por evitar que la carne de otros nutran los horrores de la guerra por los que él ha tenido que arrastrarse. Caerá. Tropezará en esos últimos metros. Pero se levantará. Su voluntad ya es inquebrantable. A cualquier coste, entregará el mensaje de vida que porta consigo.
La carga, ya iniciada, se detiene. Schofield lo consiguió. El Coronel MacKenzie (Benedict Cumberbatch) obedece la orden de sus superiores y miles de soldados no morirán…al menos, ese día. Como le hace saber el coronel al joven soldado, mañana llegarán otras ordenes que volverán a poner en juego nuevamente la vida de miles de personas, acertada o equivocadamente. En la guerra, las tragedias no se evitan, tan solo se posponen. Tras una muerte, llega otra. Tras una batalla, llega otra. Tras una guerra, llega otra.
Cumpliendo su promesa inicial, Schofield busca en la retaguardia al hermano mayor de Blake (Richard Madden) para transmitirle sus condolencias, junto a un mensaje que ensalza el valor y la entrega que mostró su hermano menor caído en combate. Tal y como a Blake le habría gustado que le recordaran. Honor y gloria.
En busca de un mínimo remanso de paz, Schofield encuentra un árbol bajo el que cobijarse. Saca unas fotos de sus seres queridos (primera vez que comparte un detalle personal con nosotros, sus compañeros de batalla). Tras una de las imágenes, una anotación reza ‘Vuelve con nosotros‘. Schofield, aquel soldado que se negaba a visitar a su familia por el miedo a tener que volver a dejarles y regresar al frente, cierra los ojos. Ya está con ellos.
La fecha, 7 de abril de 1917.
Otra jornada en el frente comienza. Por delante, 583 días hasta la firma del armisticio que pondría fin a esa guerra. Otras muchas la seguirán.
La esperanza es peligrosa.
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