«Patria»: el ayer no termina nunca

Hay muchas series importantes…pero, desde luego, «Patria» lo es mucho más. Desde su misma concepción, la gran apuesta de HBO España como productora se postulaba como la definitiva prueba de Selectividad (EBAU, si así lo quieren los más jóvenes) para comprobar la mayoría de edad de la ascendente ficción nacional. Porque «Patria», el libro de Fernando Aramburu, no es solo un multipremiado ‘bestseller’, es seguramente el libro más importante, sociológicamente hablando, de lo que va de siglo en España.
Al frente de este embrollo se puso uno de los personajes más poderosos y exitosos de la ficción televisiva nacional, un Aitor Gabilondo plenamente identificado con la narración de Aramburu y que parece subirse su listón de exigencia un peldaño más, después de triunfar con propuestas de entretenimiento para la televisión convencional, que iban desde la comedia más cañí al ‘thriller’ más negro («Allí Abajo», «El Príncipe», «Vivir sin permiso»).

Hay muchos libros sobre el terrorismo de ETA, hay unas cuantas películas -tampoco demasiadas- sobre el conflicto vasco, pero ninguna de estas narraciones ha llegado a tantos hogares ni ha sido tan respetada como «Patria», contando con la ventaja adicional que proporciona el haberla escrito bajo una perspectiva más completa tras disolverse la banda terrorista y contar así con un proceso -relativamente- cerrado para poder así analizarlo al completo.
La gran aportación de Aramburu fue el hecho de abordar la intrahistoria, las vivencias íntimas del pueblo vasco en tiempos tan duros, dejando para otros la Historia (que solo utilizó muy puntualmente para contextualizar temporalmente algunos hechos de su narración). De ahí que el caso que ejemplifica el autor donostiarra se produzca en un pequeño pueblo sin nombre, que no trate una de las acciones más recordadas de ETA sino una de tantas de los años de plomo, que la mayoría de los personajes de la obra no sean sujetos activos de la violencia sino pasivos, víctimas y, a veces, ‘cómplices’ de una situación creada. El hábitat de «Patria» es el silencio, el recogimiento, el desprecio mudo, el sufrimiento interno, las brechas que se abren sin apenas darnos cuenta y que cuando queremos reparar en ellas ya se han hecho insalvables. En definitiva, el asfixiante peso que el ayer deja en nuestras existencias y que no acaba de irse nunca, más aún cuando ese pasado contiene circunstancias tan extremadamente dramáticas.

A Gabilondo se le nota, en su labor de adaptación, tanto un respeto reverencial hacia la obra original como un afán considerable por no decepcionar las expectativas de uno solo de los millones de admiradores del libro. Y hay que decir que logra estos dos objetivos de manera irreprochable: la ambientación es estupenda, el ‘casting’ de actores -en el que apuesta por dar credibilidad con intérpretes locales y no cede a la tentación de contar con la ventaja promocional de enrolar nombres más conocidos- es absolutamente certero y el tono intimista y austero es reproducido con la mayor de las fidelidades, no existe tentación alguna de adornar o expandir en la pantalla lo que ya había en las páginas.
Obviamente, una novela de semejante extensión es imposible que no sufra ciertas amputaciones en su traslado al formato de ocho episodios de una hora de duración. Por lo tanto, por el camino se pierden matices y contexto con los que comprender mejor tanto la época como a cada uno de los personajes. La fidelidad ha llegado al punto de no incluir rótulos explicativos ante las continuas idas y venidas temporales y espaciales de la historia según va centrando su atención en un personaje u otro, encomendándose al espectador de la serie una labor de resolución de un puzle para el que cuenta con mucho menos ayuda que el lector del libro.

Si, por una parte, la labor sustractiva de Gabilondo insufla dinamismo y evita algunos segmentos en los que la novela se extendía en demasía, también es justo reconocer que la adaptación se ha cobrado sus daños colaterales. Los más perjudicados, en este sentido, han sido esos personajes más pasivos dentro de los principales -Nerea, Xabier y Gorka- , aquellos que, precisamente, en el libro se postulaban como más interesantes y mejores representantes de su esencia, los que sufren de manera extremadamente directa un conflicto con el que nunca han querido tener nada que ver. De esta manera, en pantalla apenas quedan recogidos unos breves apuntes del vano intento de Nerea de negar la muerte de su padre, de su perenne desconcierto vital; solo llegamos a atisbar el profundo sentimiento de culpa de Xabier; nos asomamos de modo muy fugaz a la continua lucha de Gorka, un ‘bicho raro’ de tendencias artísticas y homosexuales, por escapar -sin hacerse notar- de la tupida red de obligaciones que exige el ‘status quo’ del pueblo y su condición de hermano de un héroe local.
Gabilondo, pues, sacrifica un tanto a los anteriores roles para, sin embargo, dejar reflejados perfectamente a los grandes protagonistas de la acción. Siendo Txato, la víctima del atentado que sirve de referencia para un relato que va basculando hacia delante y hacia detrás de ese luctuoso hecho, el personaje que goza de menos extensión, queda bien patente lo absurdo del asesinato de un ‘vasco de los de toda la vida’ cuya única razón para morir es carecer de la liquidez económica suficiente para satisfacer las desmedidas exigencias etarras. Mucho mayor es el protagonismo de su esposa Bittori, que arranca una interpretación excepcional de Elena Irureta, una víctima que huye de cualquier estereotipo con su actitud estoica, descreída y aborrecedora del más mínimo sentimentalismo.

Por su parte, Miren (Ane Gabarain) sigue siendo, como en la novela, el personaje más decepcionante y plano de la historia, una ‘mala malísima’ que apenas logra un mínimo matiz en su resolución. Todo lo contrario de su marido Joxian, al que borda un descomunal Mikel Laskurain, cuya rica curva expresiva llega a simbolizar todo el recorrido del pueblo vasco, desde su inicial cobardía y ceguera voluntaria ante lo que acontece hasta, mediante pequeños pasos muy espaciados, ir levantando la cabeza, rebelarse paulatinamente y acabar apostando por el arrepentimiento y la reconciliación.
Otro juego de contrarios es el que escenifican los hermanos Joxe Mari y Arantxa, los dos hijos mayores de Miren y Joxian. La serie retrata notablemente el recorrido del primero, desde su integración fanática en la facción más dura de ETA hasta la lenta asunción de su responsabilidad después de toda una vida tras los barrotes. De Arantxa (estupenda Loreto Mauleón) quizás se eche de menos un mayor desarrollo de su conflictivo matrimonio, pero queda perfectamente traspuesta a la pantalla su condición de personaje más positivo del relato, la valentía y el coraje personificado pese a los duros golpes que la vida le proporciona.

En cuanto a estilo, Gabilondo ha optado por apartarse de cualquier riesgo y confiarlo todo a la innegable potencia de una apasionante trama. Partiendo en dos mitades la serie en lo que respecta a elección del director, el ‘showrunner’ encomienda al experimentado Félix Viscarret los cuatro primeros capítulos y, por tanto, el establecimiento de los cánones estilísticos de «Patria». Correspondiendo al segmento más intimista del argumento, la cámara se aproxima a los personajes, intenta penetrar en sus sentimientos, se contagia de su quietud. Huyendo de grandes planos generales y trepidantes recorridos, «Patria» prefiere los interiores, la interacción simultánea del menor número de personajes posible y resaltar la fuerza de los diálogos…o de la ausencia de ellos. Los cuatro últimos capítulos quedan en manos de Óscar Pedraza, que respetando las pautas generales de Viscarret, sí se encarga de aportar un punto mayor de dinamismo y espectacularidad que se agradece.
Queda así «Patria» como un producto tremendamente cumplidor, inequívocamente comprometido en su labor de trasladar un texto tan importante a la pantalla, pero quizás demasiado ceñido a su condición de adaptación, demasiado dependiente de la novela. Hay alguna que otra secuencia excepcional (la última salida en bicicleta del Txato con sus amigos, la recreación del asesinato de Manuel Zamarreño), pero se echa en falta algo de entidad propia, algo que complemente o dé una nueva perspectiva a lo ya escrito por Aramburu. En este sentido, siempre nos quedará la duda de si ese plus lo podría haber aportado el excelente cineasta argentino Pablo Trapero, elegido en un principio para dirigir la serie y que la acabó abandonando por diferencias creativas.

Con todo, «Patria» queda como un indiscutible éxito de la ficción española en uno de sus más grandes desafíos recientes, sosteniendo el nivel de calidad que ya iniciara la muy apreciable «La línea invisible», de Mariano Barroso, a la hora de sumergirse sin miedo en una de las épocas históricas más convulsas y tristes, pero también más rica en cuanto a posibilidades dramáticas, que ha vivido este país en los últimos decenios. Quizás no llega a obtener el ‘cum laude’, pero la obra de Gabilondo logra inscribirse en la formidable racha de grandes títulos patrios como «Antidisturbios», «Veneno» y «El Ministerio del Tiempo» para que cuando recordemos 2020 no solo sea por lo que todos sabemos, también por ser el gran año de las series españolas.

Deja una respuesta Cancelar la respuesta
Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.
Trackbacks