«Siete psicópatas»: la sombra de Tarantino todavía es alargada
Mi compañero Rodrigo hacía en su crítica de “Django desencadenado” un ejercicio memorístico que le llevaba a aquel 1994 en el que “Pulp fiction” irrumpió en las salas de cine como un tsunami para convertir a Quentin Tarantino en “lo más ‘cool’, lo más moderno, lo más transgresor, en definitiva, lo más de lo más”. Y, como ocurre con todo acontecimiento que rompe la baraja y propone nuevas reglas de juego (loadas por muchos, repudiadas por otros tantos), los imitadores no tardaron en proliferar como las setas, propiciando toda una avalancha de thrillers ultraviolentos salpicados por un delirante sentido del humor y armados de una narrativa juguetona, en los que ciertamente era complicado separar el grano de la paja. Algunos de ellos, como Robert Rodríguez o Guy Ritchie, se lo montaron muy bien y consiguieron hacer carrera, pero muchos otros cayeron en el olvido al mismo tiempo que la moda “tarantiniana” fue declinando poco a poco tras exprimir la fórmula hasta el agotamiento. El propio Tarantino fue lo suficientemente inteligente como para desmarcarse del modelo “Reservoir dogs” y reinventarse en el díptico “Kill Bill”, que mantenía la esencia de su cine pero que exploraba otros caminos estéticos.
Pero de vez en cuando todavía surgen cineastas que nos recuerdan al primer Tarantino y al cine americano más “moderno” de los 90, e incluso entre mucha mediocridad alguno parece tener algo más, algo que, intuimos, podría hacerle especial. Ese es el caso del británico Martin McDonagh, ganador de un tempranero Oscar por el cortometraje “Six shooter”, que firmó una de las sorpresas más agradables de 2008 con “Escondidos en Brujas”, un thriller trufado de muchos “tics” tarantinianos pero que sabía revestir la comedia gangsteril con una capa de existencialismo y sensibilidad dando como resultado un cuento navideño negro, insólito y estimulante, un perfecto ejemplo de película “de culto” que podrían haber firmado los hermanos Coen, ese otro tótem del cine USA cuya sombra también es muy alargada. Su segundo largometraje, este “Siete psicópatas” que nos ocupa, mantiene a McDonagh como una de los cineastas más prometedores del nuevo cine de autor con ínfulas comerciales, aunque seguimos pendientes de que moldee definitivamente su propia voz y encuentre un estilo enteramente personal, libre de deudas con sus ilustres referentes.
En ese sentido, el arranque de “Siete psicópatas” ejemplifica muy bien los defectos que McDonagh debería pulir en el futuro para evitar molestas comparaciones. Un diálogo que es puro Tarantino entre dos matones (Michael Pitt y Michael Stuhlbarg, todo un guiño a la gran “Boardwalk Empire”) mientras esperan para ejecutar un “trabajito” y que se resuelve de manera imprevista e impactante. ¿Mola? Sí. ¿Desprende un tufo importante a cosa ya muy vista? ¿a “déjà vu” demasiado obvio? También. La buena noticia es que McDonagh no se limita a ejercer de alumno aplicado que copia sin añadir una coma el discurso de sus maestros y le añade a la receta un ingrediente meta-referencial y autoconsciente con el que consigue un sabor distintivo y singular. Así, la cinta se va (re)escribiendo sobre la marcha mientras navega entre la comedia negra más hilarante, la violencia gamberra (esa que tanto detesta Michael Haneke) y cierta melancolía vital. No siempre mantiene el mismo nivel, pero su saludable falta de pretensiones y el entusiasmo de un elenco de actores dispuestos a pasárselo en grande compensan su irregularidad.
Curiosamente es el protagonista, Colin Farrell –que va para actor fetiche de McDonagh-, quien más incómodo parece encontrarse en su papel de guionista de Hollywood, alcohólico y seco de ideas, que busca inspiración para su nueva obra en un extravagante colega que se gana la vida junto a un socio no menos bizarro robando perros para luego devolvérselos a sus dueños y cobrar la recompensa. Los tres se verán envueltos en una trama criminal de imprevisibles consecuencias cuando secuestran por error el Shin Tzu de un peligroso mafioso. A Sam Rockwell le tocan en suerte las líneas de diálogo más ingeniosas y se le ve en su salsa como lunático desquiciado pero con sentimientos, especialmente en una memorable escena en la que plantea un disparatado posible final para la película, mientras que Christopher Walken alcanza un interesante contraste entre la inevitable inquietud que provoca el careto que dios le ha dado y la compasión más tierna que inspira su personaje. Por su parte, Woody Harrelson retoma con resultados muy divertidos un rol que no le es ajeno, el de “motherfucker” sin escrúpulos con una debilidad insospechada.
Por “Siete psicópatas” también deja su huella el legendario músico y ocasional actor Tom Waits, que protagoniza y cuenta con su voz de lija una de las siniestras micro-historias sobre psicópatas que sazonan la cinta y que terminan siendo uno de sus mayores aciertos; mientras que los papeles femeninos están reducidos a las despampanantes Olga Kurylenko y Abbie Cornish, que pese a lucir palmito en el poster de la película apenas aparecen unos minutos en pantalla .
McDonagh le imprime ritmo, inventiva visual y desparpajo a una historia surrealista en la que conviven tonos muy distintos que a veces funcionan muy bien y otras no tanto, sobre todo en un tramo final al que se llega con casi toda la munición gastada y con la lengua fuera. En cualquier caso, los nostálgicos del Tarantino de los inicios y los “wannabe” que le siguieron tienen una cita obligada con “Siete psicópatas”, aunque personalmente prefiero pensar que el “Pulp fiction” o el “Fargo” de su director todavía está por llegar.
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