El cine del siglo XXI (XI): «Moulin Rouge!»
Si a principios del siglo XXI había un género eminentemente hollywoodense que cruzaba una larga travesía por el desierto, absolutamente dejado de la mano de dios y despreciado por casi todo el mundo, ese era el musical. Anteriormente el western también había vivido momentos duros antes de experimentar un glorioso renacimiento a partir de “Bailando con lobos” (1990) y, sobre todo, “Sin perdón” (1992), pero el musical lo tenía mucho más crudo a comienzos del nuevo milenio. Los años dorados de Gene Kelly, Fred Astaire, Ginger Rogers, Stanley Donen y Vincente Minnelli eran pura arqueología para el público joven, el lujo panorámico de los años 60 (“West Side Story”, “Sonrisas y lágrimas”, “Mary Poppins”) lucía desfasado y los grandes éxitos de los 70 (“Cabaret”, “All that jazz”, “Hair” o “Grease”) quedaban ya muy lejos. En los 80 comenzó el imparable declive de un género que en sus mejores momentos había simbolizado como ningún otro la vitalidad, el sentido de la maravilla y la magia del cine. El musical quedó arrinconado, prácticamente desterrado en los años 90 a las producciones animadas de Disney y a algún intento de revival aislado con menor (“Evita”, de Alan Parker) o mayor fortuna (“Todos dicen I love you”, de Woody Allen).
El primer atisbo de recuperación llegó por el flanco menos esperado (Bollywood aparte), concretamente desde Dinamarca y de la mano de Lars Von Trier. “Bailar en la oscuridad” (2000) suavizaba el brutal dramón de su protagonista con ensoñadoras e imaginativas coreografías, en contraste con la sucia y cruda estética deudora del Dogma de las secuencias no musicales. La cinta protagonizada por Björk era un peliculón que incluso ganó la Palma de Oro en Cannes pero no estaba precisamente destinada a reventar taquillas, por lo que difícilmente podía ser la punta de lanza de un renacimiento comercial del género, para eso hubo que esperar a la jornada inaugural de la siguiente edición del mítico festival francés, la número 54, la primera ocasión en la que se pudo experimentar en pantalla grande “Moulin Rouge!” (2001). Y ya desde esa primera proyección el público se dividió entre los que la amaron con todas sus fuerzas y los que la odiaron con vehemencia. Todavía hoy, doce años después, la película de Baz Luhrmann sigue despertando opiniones encontradas e irreconciliables entre los que se someten por primera vez a su bombardeo sensorial, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que sin “Moulin Rouge!” no habría habido “Chicago” (2002), ni después “El fantasma de la Opera” (2004), “Dreamgirls” (2006), “Across the Universe” (2007), “Hairspray” (2007), “Sweeney Todd” (2007), “Mamma Mía!” (2008), “Nine” (2009), “Rock of Ages” (2012), “Los miserables” (2012), o, ya puestos, “High School Musical”. O lo que es lo mismo, si “Moulin Rouge!” hubiese pasado desapercibida el género musical probablemente seguiría siendo hoy terreno proscrito para la industria, o como mínimo habría tardado aún más tiempo en volver a florecer.
Pero dejemos de hablar del género y volvamos a 2001. En aquella época el director australiano Baz Luhrmann era un moderno, o, si lo prefieren, un “posmoderno”, que queda más cool. No lo recuerdo muy bien, pero es posible que ya por entonces se le colgara la etiqueta de “visionario”, un adjetivo del que se ha abusado demasiado, y probablemente no por las razones correctas, para referirse a cineastas audaces adelantados a su tiempo. Los méritos de Luhrmann para hacerse acreedor de tan trascendental título se encontraban en su revisión de “Romeo + Julieta de William Shakespeare” (1996) (obviaré su opera prima, “Strictly Ballroom” (1992), esencialmente porque nunca he tenido el gusto): reformulación de un texto clásico en clave transgresoramente contemporánea, arrolladora estética de videoclip, tendencia hacia el malabarismo visual más desatado, puesta en escena barroca y conscientemente artificial, y chispeante sensibilidad para reciclar elementos pop y materiales de derribo y hacerlos pasar como artefactos revolucionarios. Su versión de la celebérrima obra de Shakespeare se cobró tantos rechazos como adhesiones y le convirtió en director de culto, pero cinco años después había llegado el momento de la verdad, de corroborar si estábamos ante una estrella fugaz de un solo título o ante un cineasta con recorrido capaz de dar la campanada por segunda vez, y, por supuesto, de confirmar filias y fobias. “Moulin Rouge!” no solo respondió a las expectativas de unos y otros, sino que llegó incluso más lejos, bastante más lejos.
La tercera película de Luhrmann era (aún es) todo un asalto a los sentidos, una fantasía “kitsch”, fragmentada y desesperadamente romántica que apuesta en todo momento por la desmesura desbocada y una exuberancia estilística embriagadora que destila euforia y glamour. Como con toda apuesta de riesgo empeñada en hacer equilibrios sobre la fina línea que separa lo sublime de lo ridículo, era muy fácil y tentador atacarla por sus supuestos flancos débiles, tildarla de lujosísimo envoltorio al servicio de la nada, rechazar su apariencia desordenada y caótica, despreciar su cursi y ñoña visión idealizada del amor, pero en realidad, creo yo, todo se reducía a una cuestión de dejarse seducir o no hacerlo. Quedaba en manos del espectador dejar los prejuicios en la puerta de la sala y rendirse al hechizo de una propuesta que, en el fondo, no era más que el eterno cuento de hadas tragicómico mil veces visto antes en el género musical pero que nunca se había contado de esta forma. Servidor, que no había conectado especialmente con “Romeo + Julieta”, en esta ocasión quedó totalmente prendado por el espectáculo desplegado por el director australiano.
Ya desde el principio de la cinta, con la presencia de un director de orquesta y la apertura de un telón teatral, se nos invita a huir de la verosimilitud y se nos prepara para la opulenta irrealidad que nos espera en el bohemio París de 1900, y más concretamente en el bullicioso, cabaretero y apasionado Montmartre de Toulouse-Lautrec, epicentro físico y emocional de los ideales de libertad, belleza, verdad y amor. Si Shakespeare fue la inspiración del anterior proyecto de Luhrmann, aquí son el mito de Orfeo, “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas, y “La Traviata” de Verdi las referencias más evidentes que nutren la historia de amor de Christian, escritor bisoño que llega a la gran ciudad atraído por los cantos de sirena revolucionarios de la Belle Epoque, y Satine, la cortesana más deseada y estrella principal del Moulin Rouge.
El director nos arroja a ese mundo extravagante y peculiar sin mapa ni brújula, así que el primer tramo de la cinta es una locura y un desconcierto constante que comprensiblemente puede predisponer negativamente a más de uno, especialmente a los que no aguanten el estilo bizarro de Terry Gilliam o Jean-Pierre Jeunet. Son minutos de ritmo vertiginoso, planos cortísimos, travellings desopilantes y comedia bufa que pueden llegar a marear pero en los que se sientan las bases argumentales del enredo y se presentan a los personajes, entre ellos, Harold Zidler, maestro de ceremonias y dueño del Moulin Rouge interpretado con gran desparpajo por Jim Broadbent; el Duque, deleznable y caricaturesco villano obsesionado con conquistar a cualquier precio el amor de Satine (un deliciosamente histriónico Richard Roxburgh); o el mismísimo Lautrec, como grotesco escudero del héroe en la versión de John Leguizamo.
También en esos primeros compases asistimos a uno de los trucos más célebres de Luhrmann, su condición de desacomplejado DJ anacrónico capaz de mezclar el Can Can, la absenta, “Lady Marmalade”, Nirvana y Marilyn Monroe y conseguir que imagen y sonido se complementen en una macedonia de referencias visuales y musicales delirante y provocadora. Doce años después la propuesta ha sido asimilada por el cine (¿verdad, Sofía Coppola?) y ya no tiene su matiz revolucionario, pero en su momento supuso un exceso que hizo poner el grito en el cielo a más de uno.
Sin embargo, cuando “Moulin Rouge!” alza definitivamente el vuelo es en la escena en el interior del gran elefante de las mil y una noches en la que Christian invoca la inmortal “Your song” de Elton John para enamorar a Satine. La magia y la emoción, desprovistas de todo cinismo, irrumpen en ese momento, y vuelve a suceder minutos después, cuando los amantes se enzarzan en el apoteósico elephant love medley con fragmentos de The Beatles, U2, Joe Cocker, Kiss, Whitney Houston y David Bowie, entre otros, bajo un subyugador cielo estrellado y la luna de Melies. Tras esas dos secuencias uno no puede dejar de creer que, efectivamente, no hay nada comparable a amar a alguien y ser correspondido.
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A partir de ahí “Moulin Rouge” sigue al pie de la letra la estructura clásica de la fábula romántica que termina tornándose en tragedia. En realidad estamos ante una historia de amor tan convencional, folletinesca y universal como la de “Titanic”, que puede disfrutarse en mayor o menor medida según el gusto del espectador, pero lo que la diferencia de tantas otras es la montaña rusa de imaginación, colores saturados e imposibles (deslumbrante fotografía de Donald McAlpine), olores exóticos, texturas mágicas y portentosas coreografías que diseña Luhrmann en un espectáculo total, desde la astracanada del número de “Like a virgin” hasta la solemnidad trágica del tango de “Roxanne”, pasando por la recurrente “Come what may”, la única canción original compuesta expresamente para la película. Luhrmann no se guarda nada en su apabullante despliegue visual y echa mano hasta el abuso de cenitales, picados, contrapicados, planos detalle, zooms, travellings circulares, panorámicas… No hay recurso del manual de dirección que no utilice, pero tamaña exhibición técnica, que en cualquier otro contexto desembocaría inevitablemente en indigestión y diarrea, resulta totalmente apropiada en un lienzo que, por naturaleza, necesita ser abigarrado y excesivo o no ser.
Gran parte del mérito de “Moulin Rouge!” les corresponde a Nicole Kidman y Ewan McGregor, que se emplearon a fondo para cantar ellos mismos sus partes con resultados más que decentes, exudando frescura, descaro y buena química entre ellos. Kidman, empeñada en no usar dobles, se fracturó dos costillas y una rodilla en la escena del trapecio pero nunca lució más bella y arrebatadora en pantalla. Eran tiempos antes del botox, cuando estaba dispuesta a comerse el mundo y enlazaba sin descanso “Los otros”, “Las horas” y “Dogville”. Por su parte, McGregor, enfrascado por aquel entonces en la segunda trilogía galáctica de George Lucas, demostraba no estar por la labor de permitir que el fenómeno “Star Wars” le engullera (a diferencia de otros compañeros de reparto), y dio la talla como héroe tragi-romántico tirando principalmente de sonrisa encantadora.
“Moulin Rouge!” amasó una taquilla mundial de 180 millones de dólares, una cifra respetable para una película que no puede etiquetarse fácilmente ni como cine de autor ni como “blockbuster” comercial, revitalizó un género muerto y tuvo un impacto considerable en la cultura pop (el disco con las canciones de la película fue un éxito en las listas de ventas). Además, optó a ocho premios de la Academia (incluida película y actriz), de los cuales ganó dos (vestuario y dirección artística) con todo merecimiento, y recibió tres Globos de Oro a la mejor película, mejor actriz (ambas en la categoría de comedia-musical) y a la mejor banda sonora, firmada por Craig Armstrong. Luhrmann tardaría mucho tiempo en dar continuidad a su carrera cinematográfica, pero cuando lo hizo en 2008 con “Australia”, una superproducción que trataba de recuperar la épica del Hollywood clásico al estilo de “Lo que el viento se llevó”, el batacazo fue considerable, no tanto a nivel de taquilla, pero sí en cuanto a resultados artísticos. Las críticas negativas superaron con claridad a los aplausos, e incluso los títulos de “visionario” y “gurú de la modernidad” fueron puestos provisionalmente en cuarentena. El tiempo nos dirá si “El gran Gatsby” le sirve para recuperar su reputación ante quienes le adoraban y dejaron de hacerlo con su penúltima película. La opinión de los haters, suponemos, permanecerá inalterable haga lo que haga.
Gran post, Jorge. Ya sabes que ‘Moulin Rouge’ no está entre mis debilidades. Nunca soporté esos megamixes de grandes canciones, destrozadas sin pudor alguno, entre espasmódicos movimientos de cámara no aptos para epilépticos. Que le vamos a hacer, en cuanto a musicales soy bastante clásico y todo lo comparo con la magia de la inimitable ‘Cabaret’, incluso prefiero cosas como ‘Grease’ o ‘Chicago’. Sin embargo, tengo que reconocer que Luhrman y los actores dieron el do de pecho en las escenas no cantadas, la sencilla pero emotiva historia sí me llegó. Lástima de numeritos…
Hola Albert, celebro que te haya gustado el post más de lo que te gustó la película en su momento. Sobre lo que dices, hombre, si a «Moulin Rouge» le quitaras los «numeritos» musicales, los megamixes y la magnificencia visual se quedaría en muy poca cosa, al menos en mi humilde opinión. Saludos!