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Cuando el corte de un papel duele más que un cañonazo

23/04/2016

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Corren tiempos curiosos. ¡Ah, esa nueva costumbre velozmente arraigada de colgarle a todo la etiqueta de postureo! Si no tiene relación con nuestra propia persona, por supuesto. Pero hay algo que debemos asumir antes de seguir machacándonos el cráneo contra un muro existencialista: las redes sociales están aquí, forman parte de nuestro día a día e Instagram se ha erigido como el testimonio gráfico del paso de nuestros días. Sí, lo sabemos, las composiciones fotográficas formadas por un libro de edición carísima junto a una taza de Earl Grey sobre una pulcra colcha se están yendo de las manos de la población mundial, ¿debe indignarnos tanto el hecho? ¿Nos gustan los libros? Sí, aunque el lector ávido suele comprar ejemplares más económicos y recurrir al e-book más de lo que quisiera por razones evidentes. ¿Nos gusta el té? Bueno, a algunos mucho, aunque yo consumo la marca blanca del supermercado para poder ser una persona medianamente cuerda por las mañanas. Todo es mucho menos romántico en este mundo externo y real, pero nos guste o no, así funcionan las cosas. Tampoco somos tan guapos como nuestras selfies.

Tal vez la importancia de esta parrafada yazca en lo tozudos que somos. Queremos que el mundo lea, lo consideramos vital si nuestra intención es salir de ese conformismo tan cómodo que nos está devorando. Sin embargo, llega a resultarnos realmente molesto el no ser exclusivos, el no pertenecer a una élite elegantemente marginal que se reúne en una biblioteca a discutir sobre los clásicos universales con unas notables ojeras. Las fotografías bonitas y las costumbres modernas no deben restar validez a lo único que importa: leemos. Algunos han empezado a leer con el auge de esa tendencia que nos obligan a denominar «gafapastismo», otros siguen sin tener el más mínimo interés por la palabra escrita y otros vivimos por y para la literatura o disfrutamos de ella desde tiempos inmemoriales. Todos somos, esa es la cuestión, y coexistimos. Los libros están aquí también, las primeras tablillas de piedra y los primeros  copistas se remontan al siglo VII a. C. y una herramienta de internet no va a venir a jodernos la broma. Están aquí, en efecto, y además de proporcionar una forma de ocio maravillosa, nunca olvidemos que cuentan con una función primordial, la de ser un arma social muy poderosa.

Tenemos que darle la razón a Millás. En tiempos de crisis las letras pasan a un segundo plano, quienes un día estudiamos carreras relacionadas con este campo somos tachados de innecesarios y las horas de estas asignaturas se recortan en los institutos. Si a nuestros gobernantes les jode, hay una razón para hacerlo. «¿Quieres armas? ¡Estamos en una biblioteca! ¡Libros! ¡Las mejores armas del mundo! ¡Esta habitación es el más increíble arsenal con el que podríais armaros!». Hasta el Doctor lo grita a los cuatro vientos. Y él ha vivido muchos años y presenciado muchas guerras. Pero pongámonos serios. La literatura, reitero, es un arma social y lo ha sido desde hace siglos. Nada más afilado que la pluma.

Taste the difference: even beat poet Allen Ginsberg pronounced on the supermarket.

Por eso Allen Ginsberg escupió su poesía contra la conformidad de Estados Unidos, aulló contra la represión sexual y el capitalismo. Por eso Bradbury representó el incendio de la cultura y nos ofreció una ventana para que fuéramos testigos del fuego de la ignorancia. Por eso Toni Morrison sigue luchando con sus obras contra la discriminación racial y Pier Paolo Pasolini nos mostró lo que el ser conocedores de su propia etiqueta de marginalidad hacía a los jóvenes de los barrios de la periferia. Jeffrey Eugenides, con sus tintes de realismo mágico, escribió sobre las consecuencias de la más aterradora represión religiosa y Mary Shelley, en una de las novelas más célebres de terror y ciencia ficción de la historia, señaló a la ciencia como un dios desprovisto de empatía que jugaba con su omnipotencia.

A día de hoy, la maravillosa distopía que Orwell compuso ha logrado una relevancia aterradora con un poder que vigila y manipula, que debilita al pueblo. En su primera novela, Palahniuk mea sobre el consumismo y el sistema en el que nos hemos acoplado como en un colchón de látex. Ni el Proyecto Mayhem rompería esta cadena que no hacemos más que fortalecer. No sabemos a dónde agarrarnos, por eso hace más de sesenta años Beckett publicaría una de las más grandes y conmovedoras obras de teatro del absurdo y Vladimir y Estragón nunca dejarían de esperar a Godot, como tampoco lo hacemos nosotros.

Alienación, burocracia, aislamiento… ¿no es todo terriblemente Kafkiano? No en vano, los vagabundos del Dharma de Kerouac preferían subir con las zapatillas destrozadas aquella montaña de la que (habían aprendido) no podían caer a sentarse delante de un televisor. Tampoco olvidemos que Harper Lee, recientemente fallecida, puso en los labios de la pequeña Scout una honesta reflexión sobre el racismo y que Fontane dibujó a un marido capaz de crear un fantasma psicológico para controlar a su mujer. Estas acciones cuentan con el peso suficiente como para que Virginia Woolf escribiera uno de los ensayos que más han influido al feminismo, promoviendo la autonomía de su género en el ámbito literario para hacer frente al dominio masculino del mundo editorial.

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Bret Easton Ellis construyó un psicópata como símbolo de todo lo que va mal, cargando contra el materialismo, las apariencias y la vida más plástica, el poder que da el papel verde en los bolsillos y la objetificación de las mujeres. Manuel Puig nos rompió el corazón a todos cuando, a pesar de un amor nacido en el encierro, decidió que el final se cobrara una víctima más de la persecución de las luchas sociales. Y Saramago, nuestro querido José Saramago… La lucidez es darse cuenta de que la democracia no es democracia, de que un pueblo cansado sigue sin tener derechos. Aquella gran «A» de color escarlata en el pecho de una mujer acusada de adulterio se convirtió en la obra estandarte de Hawthorne, la autora y activista sudafricana Nadine Gordimer escogió los conflictos étnicos como tema central de su legado literario y Dickens, en plena época victoriana, descargó su tinta contra la pobreza y la estratificación social.

Pero, ¿íbamos a olvidarnos de Anthony Burgess a estas alturas? ¿De esa Naranja mecánica que se convirtió en un símbolo incluso en el cine con la adaptación de Stanley Kubrick? Distópica, «joroschó», un retrato de la ultraviolencia y el uso del condicionamiento. Tantos autores, tantos libros, tanto esfuerzo por otorgar una voz a quien no la tiene… Nos quieren ignorantes, queridos lectores. Seamos curiosos y más curiosos. Seamos como Alicia. Seamos como el Quijote. Feliz día del libro.

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