«Mindhunter»: los hombres que no amaban a las mujeres
He de confesar que en El Cadillac Negro algunos sentíamos cierta pereza frente a “Mindhunter”. Ni siquiera la presencia como maestro de ceremonias de David Fincher, un tipo al que idolatramos por aquí, terminaba de disipar la desconfianza con la que nos aproximamos a lo que temíamos que fuese poco más que otro thriller con asesino en serie. Lo último que nos apetecía era tragarnos un nuevo policíaco procedimental del tipo “Mentes criminales” o “CSI”, por mucho que viniese auspiciado por el cineasta que revitalizó el subgénero hace más de 20 años con la emblemática “Seven” y que le dio otra brillante vuelta de tuerca hace algunos menos con “Zodiac”. Por supuesto, las dudas iniciales quedaron completamente despejadas cuando, ya metidos en harina, pudimos constatar que “Mindhunter” era otra cosa, y que Fincher no estaba ahí simplemente para figurar o cubrir el expediente, sino que se había involucrado a fondo para convertirlo en un nuevo vehículo con el que explorar desde otro ángulo las obsesiones que de una forma u otra han nutrido toda su filmografía. Y aunque la serie no es solo suya -poco mérito se está concediendo a Joe Penhall, principal desarrollador y artífice del proyecto- y “sólo” dirige cuatro de sus diez episodios, estamos ante una obra que lleva impreso en sangre su particular sello, tanto en lo temático como en el aspecto formal. Fincher se ha asegurado de que “Mindhunter” contenga su ADN cinematográfico; su apuesta por una narrativa limpia y sobria, el rigor del plano milimétricamente calculado para sugerir más allá de su significado evidente, su ya característica paleta de colores, la fascinación por la atmósfera malsana y perturbadora y su sutil manejo de la tensión dramática. El resto de directores de la serie, personalmente elegidos por el maestro, se limitan a copiar, y muy bien, su libro de estilo. “Mindhunter” es un producto plenamente integrado en el universo Fincher, y el resultado queda a la altura de sus producciones para el cine. Así que sí, nos alegramos sinceramente de que nuestras reservas iniciales fuesen completamente infundadas al constatar que estamos ante una de las series importantes de 2017, otra más en una cosecha especialmente jugosa.
Basada en el libro “Mind Hunter: Inside FBI’s Elite Serial Crime Unit”, de John E. Douglas y Mark Olshaker, la serie de Netflix propone una deconstrucción de la típica visión que el mundo catódico ha arrojado durante tantos años sobre la figura del serial killer (y que el propio Fincher contribuyó a forjar), al mismo tiempo que también se desmarca de aproximaciones renovadoras recientes como las series “True Detective” o “Hannibal”. Se trata de volver al principio y revisar el contexto en el que este tipo de homicidas empezó a fraguarse en Estados Unidos en las décadas de los 60 y 70. Un tiempo y un lugar en el que ni la sociedad ni los obsoletos métodos del FBI estaban preparados para lidiar con un modelo de conducta criminal que ya no se escudaba en las motivaciones tradicionales. En ese sentido, la obra glosa la gesta de aquellos pioneros que abrieron camino en territorios inexplorados, los precursores de la moderna psicología criminal aplicada en la incipiente Unidad de Análisis de Conducta (UAC), y que siguieron adelante pese a las trabas de un sistema poco comprensivo y enclaustrado en su propia burocracia, un poco de la misma forma que Masters & Johnson daban un audaz salto adelante en el estudio del comportamiento sexual en “Masters of Sex”. Aquí la investigación consiste en sumergirse en la mente del asesino para comprender su (mal)funcionamiento y, con suerte, obtener las herramientas para identificarlos y atraparlos a tiempo. Y para ello no se echa mano de persecuciones, tiroteos, brutales asesinatos explícitos o macabras escenas del crimen cubiertas de sangre, sino del arte del diálogo y su capacidad para sugerir los mayores horrores. Que un planteamiento así termine siendo tan hipnótico, inquietante y absorbente forma parte esencial de la grandeza de “Mindhunter”, y también supone un efectivo elemento disuasorio para los espectadores que solo lleguen aquí buscando más de lo mismo.
Los agentes Holden Ford y Bill Tench, con el apoyo de la profesora y psicóloga Wendy Carr, son los guías del espectador a través de un viaje por esa otra América que a finales de la década de los 70 ocultaba deseos reprimidos y sórdidas perversiones bajo la alfombra; un viaje que, como ya ocurría en “Zodiac”, se resiste a transcurrir por los cauces más transitados por este tipo de producciones, tanto que ni siquiera cada capítulo tiene una duración definida, oscilando entre los 35 minutos y los 60. Tras un primer episodio de situación en el que todavía no es posible tomarle las medidas (aunque a estas alturas ya deberíamos saber que una gran serie no tiene por qué mostrar todas sus cartas de primeras), comienza a identificarse que la espina dorsal de “Mindhunter” la conforman las entrevistas que estos dos agentes establecen con asesinos en serie que cumplen condena entre rejas (casi todos ellos personajes históricos reales como Ed Kemper, Jerry Brudos o Richard Speck), y que a su alrededor se investigan diversos casos -no todos de índole criminal- que ambos ayudan (o no) a resolver poniendo en práctica las nuevas técnicas aprendidas en sus interrogatorios, mientras se evidencia progresivamente que una continuada exposición a tanta depravación termina teniendo un alto coste para su estabilidad emocional, sus relaciones personales y sus carreras profesionales. En cualquier caso, son esas conversaciones con asesinos y sospechosos en busca del origen del mal (porque lo importante aquí no es tanto el qué como el porqué), que tienen bastante de perverso juego de seducción, las que elevan la temperatura emocional de la serie hasta extremos inquietantes. En “Mindhunter” se habla mucho pero el espectador está obligado a imaginárselo casi todo, y para ello en cada una de esas largas secuencias, recorridas por una tensión tan sorda como tangible, es vital la puesta en escena, la disposición de cada personaje en el plano, el lenguaje corporal que adoptan los interlocutores, las miradas y, por supuesto, las palabras, rigurosamente dispuestas para que todo ello evoque un mundo oscuro, enfermo, aterrador y desoladoramente real.
Que los responsables de la serie apuesten por un reparto de caras poco conocidas, a excepción de Anna Torv, contribuye a la sensación de verosimilitud que desprende la misma. Jonathan Groff es todo una sorpresa en la piel del agente Ford, un joven entusiasta, inteligente, impulsivo, algo ingenuo y un poco nerd que desarrolla una obsesión enfermiza por su trabajo que al mismo tiempo que le convierte en explorador avanzado en un campo novedoso y revolucionario también alimenta temerariamente su ego y le empuja peligrosamente al abismo. Y para mí es una sorpresa no tanto porque no le conocía de nada (he sabido después que el hombre ha trabajado en “Glee” y “Looking”, pero que también es cantante pop, ha hecho musicales en Broadway y pone voz en “Frozen”) sino porque en un primer momento está cerca de parecerme un error de casting y al final de la temporada la evolución que ha trazado de su personaje me parece ejemplar. Con similar solvencia se desenvuelve Holt McCallany como Bill Tech, agente más veterano y descreído pero igualmente adicto al trabajo que se contagia de la pasión de su compañero aunque también es más consciente de los conflictos morales y éticos que conlleva la labor que realizan.
Entre ambos se genera una química genuina, nada forzada, que se pone a prueba en sus encuentros con una galería de serial killers diseñada para alejarse del glamour y la divinización que el cine ha hecho de personajes como Hannibal Lecter. No se trata de negar la fascinación morbosa que este tipo de criaturas suscitan (Speck incluso recibe en prisión fotos de fans desnudas), sino de despojarles de esa especie de halo mítico que suele rodearles y escarbar en la naturaleza misógina de sus crímenes desde una perspectiva más realista y analítica. Cada uno de estos homicidas tiene su propia personalidad y demanda una aproximación distinta, y todos ellos están convincentemente interpretados, aunque el más inolvidable es Edmund Kemper, el asesino de las colegialas, recreado con asombrosa autenticidad por un Cameron Britton que sabe moverse como un funambulista por la fina línea que separa la impasibilidad afable de la amenaza, como prueba la turbadora secuencia en la que le pasa la mano por la garganta a Holden.
Tratándose de una serie ambientada en un mundo esencialmente masculino, dedicada a indagar en la psique de aquellos hombres que no amaban a las mujeres, ellas no dejan de formar parte fundamental del ecosistema de “Mindhunter” incluso desde el fuera de campo, tanto en su condición de víctimas, de meros objetos a los que someter y dominar, como en el rol de catalizadoras del desvarío de los asesinos, normalmente hijos de madres castradoras, sobreprotectoras o ausentes que con su actitud alimentaron al monstruo. Pero la serie también lanza una mirada hacia la feminidad de la época a través de dos de sus personajes principales. La ya mencionada Wendy Carr de una Anna Torv magnífica es una mujer que desafía las convenciones de su tiempo en su posición de jefa en un mundo de hombres pero que debe mantener en el armario su homosexualidad. Y por otro lado está Debbie (Hannah Gross), la novia de Holden, mucho más moderna y abierta de mente que él en muchos aspectos, y demasiado inteligente como para simplemente sentarse a adorar a su hombre.
Quizás la único que puede chirriar un poco en una serie tan sólida y compacta sean (POSIBLE SPOILER?) esos cold open que abren cada capítulo con las acciones aparentemente inconexas de un tipo random (que buceando en la red uno averigua que se trata de Dennis Lynn Rader, otro serial killer real conocido como Asesino BTK que ya operaba en la época) y que no cristalizan en nada concluyente al término de la temporada (FIN DEL SPOILER). Pero es que “Mindhunter” está concebida como un producto de largo recorrido, y eso es algo que se percibe a lo largo de sus diez capítulos. Se sabe que la segunda temporada se estrenará con probabilidad en 2018 y se centrará en una serie de asesinatos de afroamericanos que tuvieron lugar en Atlanta entre 1979 y 1981. Además, se espera que otros célebres asesinos pasen por la sala de interrogatorios, y no sería nada extraño que uno de ellos fuese un Charles Manson al que se ha mencionado varias veces durante toda la tanda. Lo que se desconoce es el papel que tendrá Fincher en esa nueva entrega; si se limitará a la labor de productor ejecutivo o si tendrá tiempo de volver a ponerse tras la cámara e implicarse a fondo, teniendo en cuenta que en su agenda para el próximo año también figura la secuela de “Guerra Mundial Z”. En cualquier caso, las bases estéticas, tonales y temáticas son lo suficientemente sólidas como para que “Mindhunter” se ratifique en el futuro como la gran baza de Netflix para, más allá del éxito de audiencia, consolidar su marca en el terreno de la ficción seria, adulta y compleja como espacio creativo de primer orden. De momento, pueden presumir de haberse anotado un tanto exquisito.
A mi tambien me costo un poco de tiempo entrar de lleno en la serie, me parecia un tanto lenta, pero cuando ya le tome el hilo, no la solte, muy buena, espero la segunda temporada..como siempre , muy buen analisis, saludos!
Hii nice reading your post