«El autor» y «La librería»: las dos caras de la literatura en el cine español
España no es país para libros. Pese a contar con referentes literarios históricos de categoría mundial, tanto los índices de lectura oficiales como la escasez de librerías -sonrojante es el contraste ya no con el norte europeo sino en países homologables como Italia- lo certifican. Basta un simple paseo en Metro para comprobar cómo una gran mayoría de los viajeros prefieren pasar el tiempo jugueteando con el móvil que esgrimiendo un simple libro, una revista o un ‘e-book’.
Como es natural, el cine es reflejo de la sociedad, por lo que no faltarán en las películas españolas escenas que retratan a los personajes tomando cañas en cualquier bar o vibrando mientras presencian un partido de fútbol, pero pocas, muy pocas, son en las que le veremos inmersos en la lectura o, simplemente, hablando del último libro que han disfrutado.
Por ello resulta tan insólita y agradecida la coincidencia en la cartelera -estrenadas con apenas una semana de diferencia- de dos películas españolas cuyo tema central son los libros y la creación literaria. No sólo eso, «El autor» y «La librería» tratan esta materia de manera diametralmente opuesta y, por tanto, perfectamente complementaria y, además, su calidad las inscribe entre lo mejor que nos ha dado la cosecha nacional este año.
Empecemos por el aspecto más oscuro de la literatura. Ése es en el que nos adentra uno de los cineastas nacionales más interesantes e infravalorados, Manuel Martín Cuenca, en «El autor», una película que toma como base la ingeniosa idea del relato de Javier Cercas «El móvil» y añade aspectos de cosecha propia para conseguir un metraje convencional.
El siempre sobresaliente Javier Gutiérrez hace una de las mejores interpretaciones de su carrera al adentrarse hasta las últimas consecuencias en la piel de Álvaro, un hombre que decide coger las riendas de su vida y dedicarse a cumplir su gran sueño, ser escritor de prestigio, después de ver tambalearse su gris existencia tras descubrir la infidelidad de su mujer (María León) -autora de un exitoso debut literario, para más inri- , dejar su casa y ser despedido de su plomizo trabajo en una notaría.
Sin embargo, su objetivo se topa de bruces con una realidad palmaria: una falta de talento por la que apenas ha conseguido resultados después de llevar tres años acudiendo a un taller de escritura. Pero siempre queda la esperanza: el consejo de su profesor (un Antonio de la Torre comodísimo) para inspirarse en la vida real le hace ser consciente de que tiene ante sí un filón que le ha pasado inadvertido: su nuevo vecindario.
Dicho y hecho, Álvaro se refugia en su recién estrenado domicilio para, desde allí, establecer un exhaustivo dispositivo de vigilancia de las vidas con las que comparte un bloque en plena Sevilla. Indagaciones con la portera que es la directora del ‘radio patio’ vecinal, escuchas y grabaciones con el móvil de los diálogos de la pareja de inmigrantes mexicanos con los que comparte planta, intentos de intimar con el discreto anciano que vive arriba…Todo vale.
Martín Cuenca hace así una inmersión a calzón quitado -¡nunca mejor dicho!- en el siempre tortuoso y obsesivo proceso de la creación, en esa lucha solitaria contra el Word en blanco, esa auténtica prueba de fuego para la autoestima. El autor del título comprueba que su escritura mejora cuanto más recoge de su realidad circundante, se envalentona y, auspiciado por su mentor, atraviesa el último umbral: pasa de contemplar las vidas de los otros a manipularlas y manejarlas como un marionetista cualquiera para poder potenciar su ficción. La creación deja el papel para tomar forma en su existencia y esto depara el giro decisivo para engancharnos a la propuesta.
Con estos planteamientos, sería muy fácil que «El autor» se convirtiera en un filme absolutamente opresivo y netamente psicológico y lo hubiera sido con seguridad en las manos de casi cualquier otro director. Sin embargo, Martín Cuenca consigue aligerar tanta tensión con un sorprendente humor costumbrista -enfatizado con un extraordinario manejo irónico de los insertos- , una mezcolanza poco deseable en principio pero que acaba funcionando y proporciona a la cinta una personalidad única e intransferible.
Es cierto que en su búsqueda hacia un sorprendente final se nota en ocasiones que esa idea original no da para mucho más y se podría haber aplicado algo de tijera para dejar la película más concisa y certera, pero pocas pegas se le pueden poner a una propuesta tan inédita en el cine español como sugerente. La literatura puede ser una fuente de goce casi infinita, pero también de neurosis…
Diametralmente opuesta es la visión que nos ofrece Isabel Coixet en su nueva película, «La librería». Digamos que es la versión de la literatura que homologaría el Ministerio de Cultura: un mundo de infinitas posibilidades en el que sumergirnos no sólo para entretenernos sino para ser conscientes de multitud de realidades que se nos escapan, divagar por universos fantásticos que nos evadan de nuestra ajetreada existencia y, en definitiva, hacernos mejores -y más felices- personas.
Coixet explota su reciente predilección por la ligereza -lejos de los desgarrados dramas que conforman su filmografía más conocida- en la adaptación de la novela homónima de Penelope Fitzgerald, contándonos a modo de un cuento -ahí está esa elocuente ‘voz en off’- la historia de una idealista viuda de guerra que está a dispuesta a todo para cumplir su gran sueño: abrir una librería en el nada adecuado pueblo costero inglés de Hardborough a principios de los años 60, un auténtico páramo desolado para la cultura que pretende ayudar a cultivar a través de los libros que venda en su establecimiento.
Así, el cuento tiene elementos tan reconocibles como la heróica protagonista (una Emily Mortimer perfecta para el papel), una ‘bruja’ malvada (gozosamente perversa Patricia Clarkson) que pretende impedir por todos los medios la existencia de la librería, un ogro bueno (fantástico Bill Nighy), una entregada ayudante infantil (¡cuánto futuro parece haber en esta Honor Kneafsey!) y algún que otro bufón de oscuras intenciones (Hunter Tremayne).
«La libreria», con su marcado acento ‘naif’, su imperturbable clasicismo y su ostentosa flema británica (no la recordábamos tan acentuada desde el mejor James Ivory, el de «Lo que queda del día») se torna casi revolucionaria en estos tiempos de cinismo y artificiosidad narrativa, pero parece en un principio sólo destinada a encandilar al público más veterano, dejando al resto bastante fuera de juego.
Sin embargo, a medida que Coixet va desplegando su virtuosismo narrativo (estupenda esa concatenación de cartas) y su cada vez mayor madurez tras la cámara, «La librería» va creciendo a medida que su vis dramática se va acentuando. A ello ayuda enormemente el cariz tan sutil como profundo que toma la relación entre la protagonista dueña de la librería y su mejor cliente, un hombre atrincherado en su ‘fortaleza y alejando voluntariamente del vulgar resto del mundo que vive sólo para devorar un libro tras otro, especialmente desde que el nuevo establecimiento se los lleva diligentemente a su domicilio.
El discreto encanto que gobierna la mayor parte del desarrollo de «La librería» acaba mutando en su tramo final en un verdadero puñetazo -con guante de seda- emocional gracias a una conclusión tan clara y poderosa que llega a recordar a aquellas míticas de John Ford: la derrota puede ser la mayor de las victorias si uno no pierde su dignidad y no vende su identidad como persona.
No se trata de una obra maestra y seguramente tampoco pretende serlo, pero pocas películas se me ocurren de este año que, como ya lo fuera el pasado la refrescante «Brooklyn», sean adecuadas para -absolutamente- toda la familia, desde el niño pequeño hasta los abuelos, sin que por ello sintamos que agreden nuestro intelecto. Y, por supuesto, cuando llegas a casa tras verla dan ganas de besar a cada uno de los volúmenes de tu estantería por los buenos ratos pasados.
Quedamos así agradecidos de poder presenciar simultáneamente dos propuestas tan inéditas en el cine español como pertinentes y refrescantes. El Séptimo Arte no tiene por qué convertirse en rival aniquilador de un mundo tan rico como el de los libros y, por ende, el de la literatura, sino que ambos mundos se pueden -y deben- erigir en activos vasos comunicantes para enriquecer dos formas distintas pero absolutamente complementarias de ver plasmado el espíritu humano. Y es que por si algo destacan ambas producciones -además de por otras innegables virtudes- es por recordarnos que la letra impresa no es únicamente entretenimiento, no es sólo una forma de evadirnos de la realidad; es, en definitiva, todo un modo de vida.
Lista para ver las 2 producciones, gracias!