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«Borg McEnroe. La película»: El ‘match point’ de sus vidas

17/05/2018

Ahora que vamos a tener su nombre hasta en la sopa, merced al inminente estreno de «Solo», convendría valorar a una figura como la de Ron Howard en su justa medida antes de que tengamos que volver a escuchar mil veces las acusaciones sobre su falta de originalidad y autoría y su fama de ‘chico útil’ de la industria que le ha venido premiando con proyectos superiores a sus méritos. Y toda esta retahíla la viene sufriendo el bueno de Howard desde que en la edición de los Oscar de 2002 tuvo la ‘desgracia’ de que a su estimable «Una mente maravillosa» se le ocurriera convertirse en la gran triunfadora de la gala en detrimento de filmes superiores como «Gosford Park» o la primera entrega de la saga de «El Señor de los Anillos». Demasiados comentarios se afilian a la comodidad de este tópico instalado y obvian que Howard, efectivamente un mero artesano con no pocas obras menores o directamente malas en su haber, también es el creador de películas realmente notables como han sido en la última década «Frost/Nixon» o «Rush», aquel eficacísimo filme que narraba ejemplarmente la rivalidad en el Mundial de Fórmula 1 allá por los años 70 de dos pilotos tan diferentes como el juerguista James Hunt y el frío y calculador Niki Lauda.

¿Que a qué viene todo esto? Pues a que «Rush» es la principal influencia de la flamante «Borg McEnroe. La película», la cinta del realizador sueco Janus Metz Pedersen que analiza otra rivalidad deportiva mítica, en este caso tenística, la que mantuvieron en los albores de la década de los ochenta el también sueco Bjorn Borg y el estadounidense John McEnroe. No cabe duda de que, involuntariamente, Howard pudo echar a rodar un filón que probablemente se extienda en el futuro. En un mundo en el que el periodismo deportivo es tan dado a buscar la épica y el conflicto de la forma que sea necesaria para aumentar las tiradas, no faltan precisamente grandes parejas antagonistas sobre las que tratar. En el mismo mundo del tenis podríamos citar, así a bote pronto, casos como el Sampras/Agassi o el Nadal/Federer y ya si abrimos el abanico al mundo del deporte en general, las posibilidades son infinitas: Cristiano/Messi, ‘Magic’ Johnson/Bird, Tyson/Holyfield, Prost/Senna…Ryan Murphy ya está tardando más de la cuenta en crear una franquicia de las suyas en plan «Feud» o «American Crime Story» al respecto.

La trama que urde el guionista Ronnie Sandhal para narrar este enfrentamiento entre ambos mitos de la raqueta tiene su vértice en uno de los partidos de tenis más legendarios de la historia: la mítica final de Wimbledon de 1980, el duelo entre el Antiguo Orden, representado por un Borg inabordable y aún joven en esos momentos en busca de su quinto entorchado consecutivo, y el Nuevo Orden encarnado por un McEnroe que estaba suponiendo toda una bocanada de aire fresco y buscaba su primera victoria en el ‘Grand Slam’ londinense.

Desde ese destacado punto central, el argumento mira sobre todo hacia el pasado para explicar la extrema importancia de ese momento mediante la narración de los antecedentes de cada uno de los contendientes, configurándose un drama de vertiente eminentemente psicológica que privilegia con mucho, que para eso sus creadores son suecos, la figura de Borg.

Tiene la fama y el reconocimiento de todos los aficionados, se ha convertido en un mito del deporte que ama; tiene un entorno privilegiado, con un prestigioso entrenador que le conoce perfectamente y se desvive por él, al igual que una prometida que le ayuda en todo lo posible y, sin embargo,…Borg no es feliz. Muy al contrario, el tímido ‘sex symbol’ escandinavo es un ser atrapado por las obsesiones -¡épicos son los extremos cuidados de la tensión del cordaje de sus raquetas!- y devorado por la presión de no poder permitirse una derrota. Toda esa pasión juvenil por golpear una pelota, esa desbordante ira adolescente en la pista, posteriormente controlada y canalizada, ha dado paso, mediante los rigores del profesionalismo extremo, a un hombre desdibujado, un témpano de hielo que no es capaz de disfrutar con ninguna de las bondades que le brida su acomodada existencia, ni siquiera el sol primaveral en la paradisiaca terraza de su lujoso apartamento en Mónaco.

Por contra, McEnroe no podría ser más distinto. Parece mentira que comparta la misma especie animal que su gran rival. El estadounidense, que empieza a saborear los primeros triunfos de su longeva y fructífera carrera, es todo alegría y carisma. Frente al aislamiento eremita de Borg, él está continuamente bromeando e interactuando con sus compañeros y paladea sin remordimientos las mieles de la fama, no haciendo ascos a los atractivos actos sociales que ésta facilita. Su ímpetu en la pista se transforma muchas veces en maltrato reiterado hacia su raqueta y protestas continuas al juez de la silla, dos actitudes que acabaron siendo sus gran marca personal, que no pocas veces explotó en su madurez con fines cómicos/económicos.

El ritmo ágil y la excelente labor de la dirección artística, tanto en la ambientación de la época como en la caracterización de los personajes, hacen que esta peripecia paralela se siga con agrado. No obstante, la tendencia al psicologismo de la trama no implica que el perfil de ambos protagonistas sea profundo, más bien al contrario, se echa de menos una indagación menos plana en las mentes de estos dos campeones, menos pendiente de la anécdota. Volviendo a la comparación, con un aire más despreocupado y jovial, la mencionada «Rush» lograba una identificación mucho mayor con sus personajes, un mejor conocimiento de sus motivaciones y un retrato más esclarecedor sobre su contexto histórico.

Para el punto culminante del filme -la citada final-, Metz Pedersen (en un prometedor debut en la ficción cinematográfica tras haber logrado una gran reputación como documentalista y dirigir uno de los episodios de la segunda temporada de «True Detective») monta una ambiciosa estructura visual y narrativa, con la aparición de diversos ‘flashbacks’ según se van desarrollando los puntos, que queda muy vistosa pero que parte de un gran ‘hándicap’: el tenis no es, o por lo menos el cineasta sueco no logra hacerlo parecer, muy cinematográfico, al contrario de aquellas vibrantes carreras del filme de Howard, con lo que el supuesto cénit del relato no logra el alcance dramático deseado, quedando algo parco de emoción.

El aspecto más logrado del guión consiste en la progresiva equiparación de dos genios tenísticos tan distintos. Esa presión por ser siempre el mejor que atenaza a Borg la vemos ir apareciendo paulatinamente en el despreocupado McEnroe, quien va adquiriendo durante el torneo un carácter más grave, incluso concentrándose en evitar sus características explosiones de ira. Todo ello desembocará en una elocuente y bella secuencia final, un precioso paso de testigo, en la que es posiblemente el  mejor momento de toda la película.

Pero lo que realmente mantiene a flote al filme durante todo su metraje es el aspecto interpretativo. Muy afortunada resulta la decisión de otorgar el papel de Borg a un Sverrir Gudnason en crecimiento, el actor sueco resulta en pantalla un auténtico clon del Borg joven y es capaz de transmitir la honda profundidad psicológica del mito escandinavo. Idéntica solidez nórdica aportan tanto Tuva Novotny, en el papel de la novia de Borg, como el siempre irreprochable Stellan Skarsgard, que, con el papel de entrenador, regresa después de largos años al cine escandinavo, tras ser empleado como eficaz multiusos por un buen montón de producciones hollywoodienses y británicas. Pero, sin lugar a dudas, la estrella de la función es, ni mas ni menos, que Shia Laboeuf. Aquella estrella emergente que parecía imparable a principios de siglo y que se topó con el pétreo muro que formaron tanto el fracaso del cuarto Indiana Jones como sus incomprensibles comportamientos públicos, parece estar a punto de experimentar un resurgir de esos que tanto gustan a la industria estadounidense y borda absolutamente el papel de McEnroe, levantando la película en cada una de sus apariciones, plenas de carisma y elocuencia.

En definitiva, «Borg McEnroe» no es esa película deportiva definitiva que se espera desde hace tiempo en un género particularmente poco agraciado en la historia del cine y se queda un poco a medias de lo que podía haber dado una crónica sobre los colosos que la protagonizan, pero no cabe duda de que el filme de Metz Pedersen supone un agradable pasatiempo que nos recuerda los enormes sacrificios a pagar de esos profesionales sobre los que tan alegremente solemos dictar sentencias…y que deja bien patente que Ron Howard no es tan mal director como nos quieren hacer creer.

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