«True Detective»: misión cumplida, Mr. Pizzolatto

Si hay una persona en la que no me habría gustado estar en su pellejo en los últimos años esa es Nic Pizzolatto. El genio que nos legó para la posteridad en 2014 uno de los grandes tótems de la era dorada de la televisión, esa soberbia primera temporada de «True Detective» (que aquí glosamos convenientemente en su día) se convirtió en uno de los grandes nombres de la cultura mundial, lo que le valió incluso para ver publicada en todo el globo en loor de multitudes su novela «Galveston» (cuya adaptación cinematográfica, dirigida por Melanie Laurent, se estrenó hace pocos meses en España).
Todo ese reconocimiento se vino abajo apenas un año después. El propio jefe de programación de HBO por aquella época, Michael Lombardo, acabó admitiendo que ejercieron una presión excesiva sobre Pizzolatto para que este escribiese cuanto antes una segunda temporada de la nueva gallina de los huevos de oro de la plataforma y aprovechar así el tirón de la primera entrega. El resultado fue un absoluto naufragio. La trama era medianamente potente, los actores estaban muy correctos y, en general, el nivel era el adecuado para un pasable thriller convencional. Pero era poco, muy poco, para una franquicia del nivel de «True Detective». Todo lo que encajaba como un guante en la temporada inaugural (el tinte existencialista, los profundos diálogos, la atmósfera sórdida), resultaba forzadísimo en esta segunda, dando lugar incluso a escenas sonrojantes, que disuadieron a muchos antiguos fanáticos de asomarse a comprobar como se desvirtuaba su serie favorita.

Llegó a haber incluso dudas sobre la continuidad de la franquicia, pero en el verano de 2016 se confirmó una tercera temporada para la que, esta vez sí, se daría el tiempo suficiente para pergeñar una sólida historia que estuviera a la altura de las expectativas. No estuvo exenta de problemas la producción, con Jeremy Saulnier abandonando el rodaje por supuestas diferencias creativas sin haber completado la dirección de sus tres previstos capítulos y siendo reemplazado por el veterano Daniel Sackheim. El poco nombre de estos realizadores junto a la mala resaca de la segunda temporada no terminó de crearnos un gran ‘hype’, algo que fue paliado parcialmente después con el anuncio del gran Mahershala Ali como protagonista de la nueva entrega y la colaboración en el guión del prestigioso David Milch («Deadwood»).
El primer contacto con la tercera temporada nos dejó claro que Pizzolato había decidido tirar por lo seguro, tomando los elementos distintivos de la primera entrega y olvidando los de la segunda. De este modo, ahí tenemos de nuevo a una pareja de detectives, con sus correspondientes declaraciones ante los gerifaltes policiales, embarcados en una nueva misión en el agreste medio rural estadounidense -en este caso la montañosa zona de los Ozarks- e investigando la desaparición de dos pequeños hermanos. No podía faltar el tono ya característico de la marca, entre lúgubre y siniestro, siempre subyugante; el ritmo pausado pero decidido y el tinte existencialista que alejan definitivamente a «True Detective» de cualquier ‘buddy movie’ ochentera.

En su tercera encarnación, la serie también se mantiene fiel al desdoblamiento temporal de sus tramas, aunque, en esta ocasión, Pizzolatto aumenta el riesgo hasta situar la historia en tres años distintos, muy alejados entre sí: 1980, 1990 y 2017. Y lo mejor de todo es que la jugada le ha salido muy bien. La fluidez a la hora de pasar de uno a otro es pasmosa, siempre adecuada y comprensible para el espectador, gracias a un preciso y precioso ejercicio de arquitectura narrativa. Cierto es que el segmento de 2017 -en el que un avejentado y con serios problemas de memoria Wayne Hays (Ali) colabora, dando su versión de los hechos, en un documental que se propone investigar y dar nueva luz sobre el caso- es muy inferior en interés a los de 1980 -en el que se produce la desaparición que investigarán Hays y su compañero Roland (Stephen Dorff)- y 1990 -en el que se reabre la investigación- y genera un ligero desequilibrio cualitativo, pero también es cierto que va mejorando con el paso de los capítulos y acaba siendo clave.
(AVISO: A partir de este momentos entramos en territorio SPOILER ,no adentrarse sin haber visto los ocho capítulos de esta tercera tanda)
La trama ambientada -de forma excelente, por cierto- en 1980 resulta claramente la más cercana al thriller convencional, no diferenciándose demasiado de cualquier serie actual de nivel alto del género, resultando el banderín de enganche ideal para sumar a casi cualquier tipo de espectador. Con inequívoca clase y ritmo deliciosamente cadencioso, ambos detectives se van introduciendo en la peculiar idiosincrasia del pueblo y sus particulares habitantes y acumulando sospechas a seguir por un espectador gustosamente desorientado. Hays es en este segmento el rey absoluto, un complejo policía de seriedad marcial -perfilado con excelencia tanto desde el guión como desde la soberana interpretación de Ali- que parece querer ahogar su presumible nefasta experiencia como veterano de Vietnam con una entrega anormalmente extrema en su trabajo y que, sin embargo, ve tambalearse su mundo cuando el amor llama a la puerta en forma de Amelia (Carmen Ejogo), profesora de los dos niños.

Muy característicos de la desolación humana a la que siempre parece querer apuntar Pizzolatto son los acertadísimos perfiles de los personajes de los padres desaparecidos, jefes de una familia absolutamente destrozada que ejemplifican perfectamente con unos pocos rasgos la desolación moral y frigidez existencial de muchos moradores de la América profunda. Scoot McNairy está fantástico como un impotente padre y marido ahogado en alcohol y en permanente debate interno sobre su sexualidad, siempre humillado por la promiscuidad de una esposa (Mamie Gummer) que, al haber abandonado cualquier esperanza de felicidad, prefiere divagar sin rumbo alguno por la vida.
Pronto comprobaremos que el juego detectivesco convencional se desactiva con la temprana aparición del cadáver del niño, enfocándose todos los esfuerzos a la infructuosa búsqueda de su hermana. Pizzolato vuelve aparentemente a eximir al pueblo llano y apuntar a una posible trama secreta en las altas esferas. No por ello renuncia a edificar una denuncia frontal del racismo y la ignorancia del americano medio mediante una secuencia absolutamente cumbre: ese cruento tiroteo tan virtuosamente plasmado en pantalla en el que los habitantes más indeseables del pueblo exteriorizan en grupo, con desatada violencia, su odio interior hacia el otro, el diferente, un indio americano sospechoso simplemente por ser indio.

Cuando esta tercera temporada adquiere una entidad propia y verdadera altura es en ese tránsito entre 1980 y 1990. Con la trama y el caso reactivados por la súbita reaparición de la desaparecida y Wayne y Roland encargados de nuevo de la investigación, lo verdaderamente importante para Pizzolato son los estragos que han causado en los personajes esos diez años transcurridos. Sin grandes referencias explícitas, los efectos son palpables en las caracterizaciones, en la actitud mucho más pasiva y pesimista, en las crecientes ojeras, en el cansancio de vivir. El paso del tiempo y de las experiencias vividas a una edad ya madura se muestra demoledor, algo acentuando en unas personas que siguen marcadas a fuego por un suceso aún no resuelto.
El caso más paradigmático de esta evolución es el matrimonio que forman Wayne y Amelia. Mientras que en 1980 asistíamos al nacimiento de su amor, retratado de forma tan tierna como realista, exponiendo tanto la complicidad mutua como los miedos y desconfianzas entre ambos, el desgaste es más que evidente en 1990. Ambos personajes han seguido inmersos del todo en el caso por el que se conocieron -en el caso de Amelia, con la escritura de un libro- pero apenas han compartido sus experiencias y el excelentemente retratado matrimonio ni acaba de romperse ni de verse relanzado; simplemente se mantiene en un inestable y realista equilibrio en el que se alternan los días buenos con los malos. Esta subtrama está absolutamente reforzada con la sobresaliente labor de Ejogo, que sale como la gran beneficiada de la serie, viendo confirmado su crecimiento y mostrándose totalmente preparada para jugar en las grandes ligas.

Otro intérprete que se ha visto revalorizado es Dorff, actor de carrera sumamente desigual que podría volver a retomar la senda de prestigio que emprendió tímidamente la pasada década con cintas como «Somewhere» . Relegado su personaje a ser un digno acompañante de Wayne en un principio, ese funcional Roland va ganando fuerza según pasan los años y ya se muestra en igualdad de condiciones con el rol de Ali en 1990, exhibiendo una cada vez mayor gama de matices tanto en su cálida empatía hacia el malhadado padre Tom Purcell como en esa cruenta y excelente secuencia con el esbirro Harris James o, sobre todo, esa pelea nocturna que le enseña que el perro es el mejor amigo del hombre.
Precisamente, la aparición de Roland -pese a lo horrendo de su maquillaje envejecedor- es lo que acaba dando sentido y vida al fragmento de 2017. Pese a la mutua resistencia, la vieja camaradería acaba triunfando entre los dos perpetuos compañeros ya ancianos para avanzar hacia la resolución de un caso que ya ha visto cerrar en falso en dos ocasiones, una redención necesaria para poder afrontar sus respectivos finales de camino desde el merecido descanso moral.

Es una pena que en una temporada que estaba mostrando una pasmosa regularidad y cuyo interés en su segunda mitad no era sino creciente, lo mejor de su ‘season finale’ sea ese comienzo en el que brilla con luz propia el veterano Michael Rooker y un virtuoso y emotivo ‘travelling temporal’ . Tanto el ansiado encuentro con el temido tuerto ‘Mr. Jane’ -todo un ‘buenazo’ a la postre- como la blanda resolución del caso son decepcionantes. Lo es por alejarse de las oscuras teorías conspiratorias a las que se había ido apuntando como, sobre todo, por buscar desesperadamente una suerte de ‘happy end’ tan poco cómplice con el espíritu fundacional de «True Detective» como con el desarrollo de la temporada, dejándonos la débil memoria de Wayne la única rendija para la emoción de este octavo y último capítulo.
Pero seríamos injustos si intentáramos desvirtuar con este resbalón final el logro alcanzado por Pizzolatto. Siempre asediado por la mitología que rodea a la primera temporada, ha conseguido sacar a la serie del agujero negro que supuso la segunda, recuperar la confianza de esa mayoría de fans que aguardaba suspicaz, volver a regalarnos unos cuantos grandes momentos televisivos y, en definitiva, revivir una franquicia que se antoja ahora -habida cuenta del próximo adiós de su buque insignia, «Juego de Tronos»- más clave que nunca para una HBO que pocas veces se había mostrando tan dubitativa. Esperemos que una vez superado el desafío, Pizzolatto pueda despegarse de la comodidad del terreno conocido y tomar nuevas direcciones de cara a una deseable cuarta temporada: tras reparar daños, «True Detective» debe volar alto de nuevo.

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