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«El faro»: la luz que nos guía

14/01/2020

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A finales del pasado mes de diciembre, elogiando los parabienes de «Midsommar» en nuestra lista de Mejores películas del año 2019, comentaba que el género de terror llevaba mostrando los últimos años una clara tendencia a destacar el trabajo de directores noveles (Ari Aster, Jordan Peele, James Wan, Mike Flanagan). Clara señal de la brillante generación que está renovando el género y llevándolo a una nueva edad de oro con propuestas alejadas de aquellos títulos de corte más clásico. En este nuevo año recién estrenado, nos visita (no sin cierto retraso respecto a otros países) la segunda película de Robert Eggers, quien al igual que los anteriormente mencionados, ya llamó la atención de crítica y público con su magnífico debut en 2015, «La Bruja«. Curiosamente, el que iba a ser su segundo largometraje (y remake de uno de los pilares del género de terror: «Nosferatu«) quedaba retrasado en favor de la producción de «El faro«. Y digo curiosamente porque, para este título, Eggers ha contado con dos actores que ya interpretaron a sendos vampiros anteriormente: Robert Pattinson (el Edward Cullen de «Crepúsculo«) y Willem Dafoe (Max Schreck en «La sombra del vampiro«).

Al igual que sucediera con el título de 2015, este «El faro» nos transporta a una era pasada con un increíble nivel de detalle, contando con un limitadísimo reparto (en esta ocasión, aún más exacerbado), componiendo una película en la que la atmósfera siempre estará muy por encima de la historia que nos quiere contar y donde una vez más el aislamiento (un bosque en el título del 2015, una isla en el del 2019) correrá en contra de los personajes. Nuevamente también se intenta vender este título como un film de terror al uso; cuando «El faro» claramente es una película que huye del espectador ávido de espectáculo y evasión. Los dos títulos que a día de hoy componen la filmografía de Robert Eggers buscan con más ahínco plantear preguntas al espectador que ofrecer respuestas. Títulos cuyo resultado final dependerá al fin y al cabo de la interpretación que, como espectadores, queramos darle (y adelanto que «El faro» es un film abierto a múltiples de ellas). Un terror (o, más bien, una inquietud) que tiene su punto de partida cuando nos encontramos forzados a compartir espacio y tiempo con alguien a quien no soportamos.

El faro dafoe pattinson

Allá por 1890, dos fareros son trasladados a alguna remota isla del estado de Maine; que será su hogar y lugar de trabajo durante las próximas cuatro semanas, hasta que la siguiente pareja de trabajadores les releve y ellos puedan regresar al continente. Thomas Wake (Willem Dafoe), el más veterano de los dos, pondrá especial cuidado en que su compañero Ephraim Winslow (Robert Pattinson) se limite a tareas de limpieza y mantenimiento; siempre bien alejado del faro, de cuyo cuidado se encargará exclusivamente él. Decisión que inicialmente no será del agrado de Ephraim pero, al menos temporalmente, respetará por la mayor experiencia de Thomas.

El mundo que «El faro» refleja es austero y cruel, alienante e iterativo. Sus distintas responsabilidades apenas les permite coincidir dos veces al día, durante el cambio de turno. Una vez, a primera hora del día en el dormitorio común y otra en el siguiente cambio de turno que coincide con la cena. Pero, a pesar de estos escasos momentos de mínima convivencia que les permite el trabajo por turnos, poco a poco se irá estableciendo una tóxica relación paterno-filial entre los protagonistas, en la que Thomas mostrará un autoritarismo que chocará de frente con la creciente rebeldía de Ephraim; desembocando en una lucha aún más desafiante que la que ambos establecen contra los elementos naturales que les rodean. Ephraim no sólo tiene que afrontar las monótonas y sufridas tareas encomendadas; sino que además debe aguantar estoico las batallas, lecciones y adoctrinamientos con los que Thomas satura las cenas en común, mientras el deseo de poder subir a lo más alto del faro y ser testigo de lo que allí ocurre empieza a convertirse en una obsesión para el joven subalterno. A fuego lento, la tensión entre ambos personajes irá aumentando, trasladando el resentimiento y la ansiedad que van acumulando a lo largo del día, a esas cenas que acabarán convirtiéndose en constantes luchas dialécticas (a veces durante eufóricas e hilarantes borracheras), en las que irán saliendo a la luz oscuros secretos del pasado de ambos personajes que no harán sino empeorar la situación hasta empujarles a recorrer un viaje febril e intenso al otro lado de la fina línea que separa la cordura de la locura.

The Lighthouse noche
Pero «El faro» no es sólo la pesadillesca representación de la vida de sus dos protagonistas. Eggers se propone introducir al espectador en parte de esa locura, desafiando los límites de nuestra propia razón. Destacando, para ello, algunas decisiones creativas del director que buscan asaltar nuestros sentidos; como el uso del blanco y negro (escala de grises para ser correctos), con película tradicional de 35 milímetros y textura granulosa; como si los fotogramas fuesen realmente daguerrotipos de hace 150 años. Otorgando a cada plano la misma importancia pictórica que tenían en «La bruja» cuando usaron como referencia las obras de Johannes Vermeer y Francisco de Goya; que aquí fluyen más hacia los paisajes de Gustave Doré y William Turner.
Acotando el excelente trabajo del director de fotografía Jarin Blaschke al uso de luz natural, tal y (como ya hicieron en «La bruja») trabajando exclusivamente en formato 4:3. Una decisión que aísla aún más a los personajes, transmitiendo la sensación de claustrofobia al espectador en la sala y potenciándola aún más con la profusión de planos fijos que limiten el movimiento de nuestra mirada, encerrada ya entre esos techos y paredes siempre presentes en los planos. El salitre y el hedor de los orines terminan por hacer irrespirable un entorno brillantemente opresivo, asfixiante, sofocante. Y desde la perspectiva sonora, el ambiente es igual de desolador e inapelable. Todo en esa isla es repetitivo. El agobio, el hastío y la monotonía se trasladan a esa omnipresente alarma de niebla que retumba en nuestros oídos (en mi caso particular, recordándome a «Silent Hill» y aquella señal que nos transportaba de lo real a lo onírico), en ese tictac del reloj de la casa, en la maquinaria que Winslow mantiene infatigablemente en marcha un día tras otro. Al igual que en «La bruja», aquí también asistimos a la recuperación de expresiones en un dialecto inglés ancestral, perdido ya en el tiempo.
Todas estas decisiones y profusión en los detalles, junto con otras características como dejar los primeros siete minutos sin línea de guión, dejando que sea la propia naturaleza del entorno la que vaya situado al espectador en la historia, son propias de un director valiente y con las ideas muy claras. Eggers sabe perfectamente lo que quiere que «El faro» sea y cómo conseguirlo. Es consciente de estar a años luz de conseguir una película que guste a todo espectador que entre en la sala; pero deja perfectamente claro que consigue todos y cada uno de los objetivos que se proponía con este título (y no hay muchos directores del panorama actual que puedan decir lo mismo con cada título que han rodado). «El faro» es su película y, si estás dispuesto a aceptar una serie de premisas, te regalará una de las mejores experiencias cinematográficas del año. Una propuesta única con la que hacer honor a un tipo de cine que va mucho más allá de lo estrictamente visual.

El faro dafoe grito

Todo esto lo hace a través de una historia que, no por ser sencilla en su planteamiento inicial, deja de sorprendernos a lo largo y ancho de su metraje. El viejo Thomas ya está establecido en ese lugar, nada le sorprende ya. Así pues, como espectadores, nos dejamos arrastrar por el viaje iniciático del personaje de Pattinson para descubrir todos los secretos que la isla guarda. Si bien es cierto que el pilar fundamental de la cinta es la relación entre los dos protagonistas a través de una historia que (aparentemente) sólo avanza en los breves momentos que ambos personajes comparten. Pequeños detalles que van generando conflictos entre ambos. Conflictos que, junto a la falta de tiempo físico que compartir, hacen que vayan minando poco a poco su estado de ánimo; haciendo que las breves interlocuciones y convivencias vayan siendo cada vez más tensas, inquietantes, explosivas y grotescas. Y esta caída a los infiernos no sería todo lo efectiva que es sin las sobresalientes interpretaciones de sus dos actores protagonistas; en perfecta armonía, modulando sus reacciones de forma sincronizada a la interpretación de su partenaire y sumamente comprometidos con el proyecto. Componiendo un duelo interpretativo en el que los dos salen ganando. Inmersos y atrapados en una tormenta tanto en el entorno que rodea a los personajes, como dentro de ellos mismos. Un Dafoe claramente pasándoselo de miedo con este histriónico y solitario cascarrabias habitante de la más oscura caverna y un sorprendente Pattinson consiguiendo con las mínimas líneas de diálogo trasladarnos el hastío de su personaje, la desesperación por sobrevivir a su pasado, salir del tenebroso agujero en el que está metido, bañar de luz su soledad y su frustración mientras lenta e inexorablemente va cayendo al pozo de la locura. Sin arriesgarme a concluir que estamos antes las mejores interpretaciones de los dos actores (afirmación mucho más arriesgadas en el caso de Dafoe, con una carrera enormemente más cultivada); sí podemos afirmar que sus respectivos papeles son un destacadísimo punto en sus carreras cinematográficas

El faro pattinson luz
Aunque, como decía anteriormente, «El faro» es fácil de leer en la superficie; en verdad es un relato muy complejo en su interior, repleto de simbolismos y elementos iconográficos complejos, plagado de referencias literarias y mitológicas. Desde las más directas como el inacabado cuento homónimo de Poe, la eterna (y a veces loca) lucha contra los elementos de la naturaleza como el «Moby dick» de Herman Melville, las criaturas marinas de Lovecraft o incluso «La isla del tesoro» de Stevenson; pasando por otras más tangenciales como la desobediencia, búsqueda de la luz y caída de los mitos griegos de Ícaro y Dédalo, el guardián del mar (y receloso de compatir su conocimiento) Proteo o el eterno y cíclico castigo de Prometeo por robar el fuego del Olimpo…y así, pasando por multitud de viejas leyendas y supersticiones marinas, hasta llegar a referencias más contemporáneas como las perturbadoras y oníricas imágenes de Buñuel o Lynch y el claustrofóbico aislamiento de «El resplandor«.
Con todos estos elementos, Robert y su hermano Max escriben a cuatro manos un guión que huye de una lógica concatenación de sucesos, para simplemente ir dando pequeñas pinceladas que permitan al espectador distinguir algunos detalles de la obra con los que componer alguna de las múltiples lecturas posibles, todas ellas probablemente acertadas. A veces las pistas nos llevan a un callejón sin salida y, en otras ocasiones establecen un juego de complicidad con el espectador, el desafío a escuchar un discurso casi inaudible, sepultado por la atronadora alarma de niebla…pero que siempre ha estado ahí en forma de susurro, igual que un canto de sirenas. Como la posible relación entre la locura de los personajes y el agua contaminada que fluye por las tuberías. La posibilidad de que ambos personajes sean la misma persona (Thomas significa «gemelo» en arameo), lo que llevaría a pensar que la cojera del anciano y la pierna que se rompe Winslow al caer del faro estarían tan relacionadas como el hecho de que ambos afirmen haber matado a sus anteriores compañeros, y que la gaviota tuerta que atormenta al personaje de Pattinson sea el espíritu del antiguo compañero del personaje de Dafoe (cuyo cadáver aparecía tuerto también). Y así, tejiendo una historia con infinitas capas que traten la dignidad, la soledad, la orfandad, la culpa, la redención, la masculinidad (además de la poco sutil referencia a una torre fálica coronando una isla, está la más que evidente encorsetada tensión sexual entre los protagonistas). Aportando (si se me permite el símil) la luz justa y necesaria para que el espectador pueda iniciar el desafío de completar los huecos de un tercer acto mucho más ambiguo y abstracto. Donde el viaje a la locura se traduce no tanto como un descenso a la oscuridad; sino como un ascenso a la luz. Esa luz que, igual guía a un marinero en mitad de la tempestad, que sentencia a muerte a una polilla hipnotizada por su presencia.
Cuidado con las rocas.

Lighthouse final

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