«La bruja»: el resplandor en el bosque
Cerramos con «La bruja» esta reflexión sobre tres películas de actualidad que, cada una en su genero, sin pretensiones y haciendo frente a un limitado presupuesto, suponen (en mayor o menor medida) una ruptura con la tendencia continuista que la industria lleva mostrando en los últimos años. Finaliza aquí lo que podríamos llamar “la trilogía del inconformismo del 2016”.
(ALERTA SPOILER: Aunque no solemos poner alertas en las críticas cinematográficas; debido a su inminente estreno, preferimos avisarte del peligro que el siguiente conjuro puede suponer para aquellos neófitos en las artes oscuras, los que acaben de adquirir una cabra o los que aún no hayan visto «La bruja». ¡Hocus Pocus!).
Iniciaba nuestro compañero Sergio su análisis de «Babadook» diciendo: «Porque los peores enemigos son los creados por uno mismo». Frase a la que (con ciertas variaciones importantes) tampoco perderemos de vista hoy durante nuestro análisis de «La bruja«. Al igual que sucediera con la ópera prima de Jennifer Kent, en los últimos años nos estamos acostumbrando a ver como las películas de terror más destacadas son aquellas que nos llegan de forma discreta a las salas, sin ruido, ni grandes pretensiones; alcanzando difusión gracias a las buenas sensaciones dejadas en diversos festivales internacionales y obteniendo notable éxito mediante el siempre exigente boca a boca. Así son los casos de la anteriormente citada «Babadook», la refrescante «It follows» y también del título que hoy tratamos. Al igual que las dos películas del año pasado, «La bruja» también se aleja de la mayoría de tópicos más o menos recientes del género, como los típicos sustos y dudosos giros de guión; situando además la trama en una época que hacía ya muchos años que no visitábamos (la Nueva Inglaterra del siglo XVII), siguiendo los pasos de una puritana familia cristiana. El film muestra un inusual detallismo en su producción, atendiendo especial cuidado al dialecto antiguo que se hablaba en la época, realizando a mano todo el vestuario, respetando el diseño y los métodos de construcción de las viviendas de aquel entonces… ya sabéis, el diablo vive en los detalles.
Sin embargo, toda esta meticulosidad y sentido de la autenticidad en su producción, no sería más que algo anecdótico si el film no contara con argumentos suficientes en su historia y en su desarrollo para llamar la atención. Y aquí es donde el debutante director y guionista Robert Eggers (ahora enfrascado en el remake del «Nosferatu» de Murnau) saca pecho y consigue un título redondo que acapara titulares en todos los certámenes por los que ha pasado; pues no resulta nada fácil mezclar las mejores esencias de «El bosque«, «The Blair Witch Project» y, sobre todo, «El exorcista» y «El resplandor«, para conseguir que el profundo miedo de sus protagonistas traspase la pantalla y sumerja al espectador en la oscuridad. Un título que triunfó en el último festival de Sundance y con el que el propio Stephen King confesó haberlo pasado mal en la sala de cine. Si nunca tuviste miedo de los cuentos de brujas, enhorabuena… ha llegado el momento de saldar cuentas.
En la Nueva Inglaterra de 1630 una familia de colonos son expulsados de su comunidad cristiana. A pesar del puritanismo del que hace gala ese asentamiento, el extremismo religioso de William (el patriarca de la familia, interpretado por Ralph Ineson) genera unos conflictos con el resto de aldeanos que obliga al consejo a tomar la dura decisión de desterrarles. En compañía de su esposa Katherine (Kate Dickie, a quien ya conocíamos de «Juego de Tronos«, al igual que Ralph Ineson), sus cinco hijos y la voluntad de Dios guiando sus pasos, la familia iniciará su periplo hasta encontrar unas prometedoras tierras donde levantar su nuevo hogar. Hogar que linda con los límites de un bosque en el que nadie debería adentrarse.
Lo que a ojos de William y Katherine aspiraba a ser una tierra llena de esperanza, retiro espiritual, prometedor futuro y felicidad para todos sus hijos (desde la primogénita Thomasin, pasando por Caleb, los gemelos Mercy y Jonas, hasta llegar al recién nacido Samuel), es realmente el lugar donde vive una bruja.
Al igual que las pócimas más poderosas, este film se cuece a fuego lento. Por eso, no tiene ningún miedo en sorprender al espectador desvelando en sus primeros minutos al personaje clave que da nombre al título. A diferencia de «El resplandor» (con el que este título mantiene múltiples referencias, empezando por esa familia aislada y abandonada en la locura), aquí la amenaza no es un recurso narrativo para mostrar la histeria de los personajes. La arpía es real, no una mera representación del fervor religioso de la familia y, mucho menos, un sorprendente enemigo final como habría pasado en otros títulos recientes. En «La bruja» el ritmo es la clave de todo.
El que podemos definir como uno de los inicios más lentos que recordamos en una película de terror, es al mismo tiempo una de sus principales bases para el éxito del film; pues permite desarrollar a cada uno de los personajes y dotarles de la profundidad necesaria para conocer sus debilidades y poder entender su declive hasta convertirse en lo que más temen; llegando así a la frase clave con la que comenzaba mi análisis. Frase que «La bruja» complementa, para llegar a la conclusión de que los mejores títulos de terror son aquellos que dirigen nuestra mirada al lado más oscuro de nuestra propia humanidad.
Y, si hablamos de oscuridad, no podemos pasar por alto las llamativas influencias pictóricas de las que el film hace gala desde su tramo inicial, con Johannes Vermeer y nuestro maestro Francisco de Goya como principales referentes. En su rodaje se utilizó únicamente luz natural (a una escala menos ambiciosa que la mostrada por Emmanuelle Lubezki en «El renacido«; pero igual de efectiva) nos regala claroscuros que bien recordarán a algunos de los más famosos aguafuertes del pintor aragonés, por no hablar de sus óleos «El aquelarre«, «Vuelo de brujas» o «El hechizado por la fuerza«. Sin embargo, serán las influencias de «Saturno devorando a un hijo» el que dominará los planos posteriores al rapto del pequeño Samuel. Una escena grotesca y terrorífica, que se clava en la retina del espectador para no abandonarle ni siquiera al salir de la sala. En cuanto a Vermeer, en fin, basta un personaje con atuendos del siglo XVII cerca de una ventana, para que toda la escuela holandesa nos conquiste de nuevo.
William se desespera viendo como es imposible conseguir una buena cosecha en la yerma tierra que rodea la casa, por lo que se anima a probar suerte con la caza; pero un accidente con el rifle le impedirá también continuar con sus intentos por llevar alimento a su familia. Por si fuera poco, Samuel (el recién nacido) desaparece mientras estaba a su cuidado la primogénita Thomasin (espectacular descubrimiento el de Anya Taylor-Joy) en una de las más espeluznantes combinaciones de plano-contraplano que hayamos visto en mucho tiempo. A todas estas desgracias se sumará Caleb, el segundo hijo del matrimonio, quien en un vano intento de suplir a su padre, se internará en el bosque para cazar. Su encuentro con la bruja es uno de los mejores ejemplos de ritmo pausado, tensión galopante y puro terror.
Las creencias populares y el fervor religioso que inunda el seno de la familia serán fatídicos protagonistas cuando llegue la hora de buscar culpables; pues, las penurias que empiezan a sufrir, pronto las relacionarán con maldiciones sobrenaturales que se ciernen sobre ellos, rompiendo los lazos familiares en pedazos.
En clara contraposición a la primera impresión de pureza espiritual que la familia transmite, según avanza el metraje empezamos a vislumbrar el poso pecaminoso que se aloja en cada uno de los protagonistas. La soberbia con la que el patriarca trata a los que él cree débiles de fe en la colonia; sentimiento que le sigue dominando al rechazar volver al pueblo, aún cuando ha perdido a un hijo y el resto de su familia desfallece de hambre. La ira con la que la madre trata a Thomasin por cualquier nimio motivo, llegando a creer ciegamente a los pequeños gemelos cuando estos acusan a su hermana mayor de ser una bruja. La lujuria que empieza a asomarse en el joven Caleb cuando observa detenidamente a su hermana mayor. El sentimiento de rencor que muestran hacia Thomasin los gemelos, en el peor momento posible. Y, por último, el pequeño Samuel, aún no bautizado y, por tanto, impuro según el cristianismo. De hecho, una muestra más del aspecto cruel que rodea a las religiones lo tenemos cuando la madre llora más por creer que su bebé estará en el infierno, que por su pérdida.
Las culpas de todas las desgracias acaban cayendo sobre Thomasin, de quien sus propios padres empiezan a creer que ha pactado con el diablo; en lo que claramente representa el enfrentamiento entre la incipiente sexualidad y femineidad que empieza a mostrar Thomasin (no es casualidad que la joven esté cercana a convertirse en mujer, pues la menstruación se venía relacionando con la brujería desde la Edad Media, época en la que ya se asociaba a la doncella menstrual con el diablo) y el ambiente puritano y represivo de la familia. Conflicto cuyo desenlace quedará sobradamente expuesto en los minutos finales.
Habrá gente decepcionada por no sentir el típico terror al que la industria ya nos había acostumbrado, plagado de ruidos y sobresaltos. Sin embargo, es precisamente renegando de esos repentinos sustos con los que el espectador descargaba la tensión acumulada (en su mayoría más efectistas que efectivos), como «La bruja» sigue incrementando incesantemente esa tensión en el público; sólo permitiendo que nos liberemos de ella en su plano final.
Debido a ello, algunos se preguntarán si realmente «La bruja» es un título de terror. La duda queda rotundamente esclarecida al comprobar a la primera víctima, un bebé. A partir de ese punto, la película deja claro que cualquier cosa puede pasar.
«La bruja» se convierte así en el prólogo de una de las más oscuras épocas de Estados Unidos, la de «Los juicios de Salem» de 1692, donde la histeria colectiva originada por el comportamiento extraño de dos niñas (llanto incontrolable, convulsiones, actos incoherentes) acabó derivando en un proceso judicial (por llamarlo de alguna forma) marcado por falsas acusaciones, venganzas entre clanes, en el que bastaba señalar con el dedo a alguien, para que sobre su cabeza cayeran todas las sospechas y la posterior horca o lapidación. En ese pandemonium de ignorancia y fe ciega germinó lo que, con el paso de los años, se conocería como «la caza de brujas».
La religión, como las luciérnagas, necesita de oscuridad para brillar.
Saludos. Me llama la atención lo que mencionas que el público actual está acostumbrado a un cine «de terror» con muchas luces y artificios, pero poco desarrollo de personajes. Lo cual lamentablemente es cierto, estas películas no conectan tanto con la audiencia porque las tildan de aburridas y lentas (con lo cual no estoy de acuerdo, y me parece una lástima).
Dejando eso de lado, que maravilla el contraste (o complemento), entre el terror de la «verdadera bruja» y el de la familia, porque al final parece que la segunda es más dañina y terrorífica que la prima.
En fin, muy buena reseña.