«El juicio de los 7 de Chicago»: tan lejos, tan cerca

Porque sabemos que es un viejo proyecto de Steven Spielberg que se ha ido activando y desactivando en varias ocasiones y que finalmente fue rodado hace más de un año, pero es inevitable pensar en el don de la oportunidad que ha mostrado «El juicio de los 7 de Chicago», la segunda película de Aaron Sorkin como director, a la hora de aparecer en nuestras pantallas, concretamente a través de Netflix.
Mientras vivimos uno de los años más convulsos socialmente en EE.UU de los que tenemos recuerdo -polarización extrema, pandemia desbocada, explosión de indignación ante el racismo instalado en las fuerzas de seguridad, una larga campaña electoral precediendo a unos esperados comicios… -, es imposible que no se nos venga a la mente otro año, concretamente el que ha sido elevado a los altares de la historia estadounidense como el más inestable y difícil: aquel incendiario 1968.

Sorkin, que recibió el encargo de escribir el guión en 2007 por parte de Spielberg, y que finalmente se ha aupado a la silla de director tras la renuncia del creador de «Tiburón», centra su mirada en 1969, en la resaca de ese 68 que albergó las mayores tragedias norteamericanas en la guerra de Vietnam, la contestación antibélica más virulenta vista en el país, el auge del ‘hippismo’ y de los jóvenes como fuerza social influyente y diferenciada, los asesinatos de Martin Luther King y Robert F.Kennedy, la renuncia de Lyndon B.Johnson y la llegada a la Casa Blanca de Richard Nixon. El foco queda fijado en uno de los juicios más mediáticos de la época: el que se llevó a cabo contra los supuestos cabecillas de las manifestaciones ante la Convención Demócrata en Chicago que desembocó en graves disturbios.
Autor del libreto de una de las obras más canónicas del subgénero, «Algunos hombres buenos» (1992), Sorkin evita caer en -casi todas- las trampas de las tan sobadas ‘películas de juicios’ mediante un dinámico montaje -que entremezcla con gracia los aconteceres en el juzgado, la vida de los distintos personajes fuera de él y los ‘flashbacks’ que narran los acontecimientos ocurridos en Chicago- y, sobre todo, gracias a un tono socarrón y antiépico que viene dado por el propio carácter de farsa, de bufonada del propio juicio.

La descarada maniobra gubernamental para utilizar el juicio como un escarmiento general contra los subversivos, juntando en el variado ramillete de acusados a los líderes de las más destacadas facciones rebeldes -a modo de terna de nominados para el Oscar de la subversión, como apunta un jocoso diálogo- y la elección del juez títere Julius Hoffman, grotescamente parcial, anula cualquier tipo de suspense en la sentencia, cualquier heroica soflama ante el jurado y casi cualquier otro cliché, a excepción de la aparición de un testigo sorpresa. De hecho, de no ser porque Sorkin, pese a todo, no deja de ser un clásico, el material era lo suficientemente disparatado como para que lo cogiera un Adam McKay y facturara otra de sus vitriólicas sátiras en torno al poder.
Guiados por la labor del verdadero faro moral del relato, el corajudo abogado defensor William Kunstler, «El juicio de los 7 de Chicago» apuesta así por convertirse en un ambicioso análisis de personajes, en un crisol en el que conviven desde la denuncia más directa de un poder corrupto e implacable hasta una visión nada acomodaticia de los líderes subversivos, alternando con fluidez el tono más desacomplejadamente humorístico con el más dramático.

Sorkin logra eludir la amenaza del maniqueísmo otorgando matices a los personajes de los dos bandos en litigio. Mientras que consigue humanizar algo a la feroz acusación gracias a la humanidad del abogado encarnado por Joseph Gordon-Levitt; el arco de grises es mayor entre los acusados. Desde la honestidad en su lucha del moderado activista anti-Vietnam David Dellinger y del radical postulado del líder de las Panteras Negras se pasa a la dicotomía de los miembros de la Sociedad de Estudiantes por la Democracia -representada tanto por el concienciado Rennie Davis como por el arribista y pleno de ambiciones políticas Tom Hayden- y se concluye por los dos acusados ‘yippies’, que, ante la certera impresión de lo amañado del juicio deciden convertir la sala en un plató de promoción tanto de su causa como de su creciente estatus como gurús.
Toda esta diversidad humana y su atinado tratamiento es aprovechado por un reparto de postín para exhibirse y constituir la mejor baza de la cinta: un cúmulo de interpretaciones magnéticas. Notables son las aportaciones de Eddie Redmayne, del cada vez más en boga Jeremy Strong, del siempre infalible John Carroll Lynch, de un rotundo Yahya Abdul-Mateen II e, incluso, de un magnético Michael Keaton una breve pero brillante intervenicón. Pero el ‘cum laude’ va a parar a un trio de incontestables ases: Mark Rylance, esa bestia interpretativa llamada Frank Langella y, sí, un Sacha Baron Cohen que sigue demostrando que su talento en el drama es equiparable a su genio cómico.

Solo cabe achacarle une considerable pega a «El juicio de los 7 de Chicago»: su intención de querer abarcar múltiples visiones del proceso y profundizar en tantos personales a un mismo tiempo hace que, inevitablemente, se quede corta en sus ambiciones, pese a que el metraje rebase holgadamente (sin que ello le pese al filme) las dos horas. Cuando llegan los títulos de créditos y las reveladoras informaciones sobre lo que el futuro deparó a los protagonistas advertimos que nos han birlado el banquete cuando apenas habíamos comenzado a degustarlo. Con el actual grado de integración de los cineastas de postín en el mundo televisivo, todo ese material habría sido ideal para desarrollarlo con profusión en forma de lujosa miniserie.
Pero no nos lamentamos, seguimos estando ante una de las mejores películas de los últimos meses, una cinta que en cualquier otro momento no pasaría de ser una dedicada a relatar un hecho del pasado…pero que vista en este aciago 2020 lo que acaba siendo, más bien, es una seria advertencia de lo que puede llegar a suceder en el futuro inmediato.

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