«Blue and Lonesome», de los Rolling Stones: aún nos queda el blues
Hubo un tiempo no tan lejano en el que los Rolling Stones respetaban esa regla no escrita en el mundo del rock que indicaba que para salir de gira era pertinente la excusa de tener un disco nuevo que defender sobre las tablas, y así sucedió con los tours mundiales que siguieron a “Steel Wheels” (1989), “Voodoo Lounge” (1994), “Bridges to Babylon” (1997) y “A Bigger Bang” (2005), sus trabajos posteriores a la travesía por aquellos turbulentos años 80 que estuvieron a punto de llevárselos por delante. El imaginario colectivo tiende a infravalorar esos discos, quizás precisamente porque daban la impresión de ser más una coartada para volver a la carretera (el verdadero filón de ingresos de la banda) que obras capaces de perpetuar su inalcanzable producción de los 60 y 70. Hicieran lo que hicieran, “Tatto You” (1981) siempre marcaría la frontera entre la excelencia de los dioses y la irrelevancia de los dinosaurios. En todas estas décadas, los Stones nunca han dejado de ser la banda que “hay que ver” en directo aunque solo sea una vez en la vida, pero lo de comprarles un disco de nuevas canciones era otra cantar. Sin embargo, un servidor siempre tendrá un cariño especial por esas obras, que son las que fueron publicando desde que empecé a tener consciencia (musicalmente hablando). De acuerdo en que no se pueden comparar con nada de lo que hicieron en su época dorada, que contienen demasiados minutos prescindibles o que a veces padecen de un exceso de cálculo y cosmética (especialmente “Bridges to Babylon”, el más comercialoide y flojo del lote), pero también guardan en sus surcos instantes magníficos y reivindicables que si se unieran en una playlist aguantarían el tipo bastante bien ante otros momentos de su pasado.
Sin embargo, desde “A Bigger Bang” (o incluso desde antes, con aquel tour a cuenta del recopilatorio “40 Licks”) los Stones asumieron –al igual que muchas otras viejas bandas- que lo de publicar un disco para salir de gira era un invento sin sentido. El de 2005 era en realidad un trabajo más que notable, en mi opinión lo mejor que podían ofrecer en estudio a esas alturas del partido, pero todo el mundo, incluido el grupo, se olvidó rápidamente de él. En el concierto que dieron en el Vicente Calderón en 2007 (aquel en el que Keith apareció evidentemente embriagado) no cayó ni un solo tema de ese disco, pese a que la gira aún se llamaba “A Bigger Bang Tour”. Jagger y Richards se debieron preguntar que para qué molestarse en componer y registrar nuevas canciones si en vez de eso podían escarbar en su enorme e inigualable fondo de catálogo y acompañar con ellos los clásicos que todo el mundo espera oír. Desde entonces las giras de los Stones no necesitan más excusa que la celebración de un aniversario, o ni siquiera eso, y lo único nuevo que han publicado en los últimos tiempos fueron dos temas para la enésima recopilación, “GRRR!” (2012), que les mostraban en una forma más que digna. Tampoco es que a una banda con más de 50 años de trayectoria se le deba exigir más. En realidad, ya es bastante asombroso que a una edad en la que la mayoría de la gente se dedica a pasear por el parque a los nietos, jugar al tute y observar las obras de las calles, estos tipos sigan subiéndose a un escenario para rockear más y mejor que muchas bandas a las que triplican los años. Pero también es verdad que si Bob Dylan aún es capaz de entregar discos con sustancia, un anciano como Leonard Cohen se saca de la manga tres obras mayores en sus últimos cinco años de vida, Neil Young publica sin control a diestro y siniestro, McCartney todavía sigue en la brecha, o incluso el propio Keith Richards es capaz de sonar como los Stones pero sin los Stones (en su más que disfrutable “Crosseyed Heart” de 2015, reseñado aquí), uno no podía evitar pensar que a Sus Satánicas Majestades aún les quedaba al menos un último arreón. La cuestión era cuándo y cómo iba a llegar.
A toro pasado es fácil decirlo, pero recuerdo que cuando escuché “Back of my Hand”, aquel blues arrastrado que brillaba con luz propia en “A Bigger Bang”, me dije a mí mismo lo fantástico que sería y lo cool que quedaría un disco entero de los Stones en ese estilo. Puede que algunos vean risible o incluso obsceno que una panda de setentones siga haciendo rock’n’roll, pero si se trata de blues, ahí, amigo, la veteranía es un grado y los Stones, pese al color de su piel, siempre han hecho el blues como nadie. Incluso en esos gigantescos estadios a priori tan opuestos al espíritu callejero del género, todavía sigue siendo sobrecogedor ver a la banda on fire atacando esa enormidad que es “Midnight Rambler”. Y uno de los grandes momentos de aquel “Shine A Light” de Scorsese era precisamente la versión de “Champagne & Reefer” de Muddy Waters interpretada junto a Buddy Guy, con Keef rindiendo pleitesía al maestro y Jagger soplando la armónica como un poseso. Igualmente no pude evitar salivar cuando hace unos años saltó el rumor de que Jack White se encargaría de producir el nuevo disco de los Stones. Sí, ese aplicado y reverencial alumno parecía el tipo adecuado para meter en vereda a los abuelos. Finalmente aquel rumor nunca se concretó, pero si se hubiese hecho realidad, el resultado posiblemente no habría sido muy distinto al obtenido en “Blue and Lonesome”.
La historia de la gestación de este nuevo disco ya la habréis leído en otros sitios, pero es bastante representativa del estado actual de la banda. A finales de 2015 los Stones se encontraban en los estudios British Grove, propiedad de Mark Knopfler, tratando de armar algo con el material que habían escrito intermitentemente durante los últimos años, pero la inspiración definitivamente no flotaba en el ambiente y para convocar a las musas, o simplemente para estirar los músculos, empezaron a tocar un tema de Little Walter, y tan contentos quedaron que siguieron con Howlin’ Wolf. Así, en tres días grabaron prácticamente en primeras tomas un paquete de oldies, en su mayoría del blues de Chicago, y, a falta de las mezclas finales, ahí tenían ese nuevo disco que había sido tan esquivo. No será un trabajo del que vayan a tocar mucho en la próxima gira, entre otras cosas porque habíamos quedado en que los Stones ya no necesitan excusas para salir de gira, y quizás ya les cueste un mundo reunir una colección decente de temas nuevos, pero en esa infructuosa búsqueda casi por casualidad han dado con la música en la que realmente pueden sentirse cómodos, auténticos, vivos y convincentes a sus setenta y tantos, y tal vez no por casualidad es la misma con la que empezaron.
Keith Richards, Ronnie Wood y Charlie Watts, bien asistidos por el todavía asalariado pese a llevar más de 20 años ocupándose del bajo Darryl Jones, Chuck Leavell y Matt Clifford en los teclados y coordinados por el coproductor Don Was, suenan compactos y fluidos, sin dejarse llevar por florituras ni ornamentos y aplicándose en horadar el hueso de las distintas piezas seleccionadas, nunca demasiado obvias ni conocidas pero sí características de distintas formas de aproximarse al género. El sonido es crudo y natural, casi se puede imaginar a los músicos tocando muy juntitos en un pequeño garito atestado de humo, abrazando respetuosamente el sentimiento y el espíritu original que alumbró esas composiciones, pero el gran protagonista del disco y a cuyo servicio están puestos todos es Mick Jagger. Sí, el mismo Mick Jagger al que siempre se ha asociado (quizás de forma injusta) con la parte más fríamente mercantilista de la marca Stones es quien parte la pana aquí con una interpretación vocal formidable en todos y cada uno de los cortes, ya sea exhibiendo chulería o aullando con genuina agonía, aunque aún más excepcional es en el manejo de la armónica, con la que imparte una lección majestuosa que hoy por hoy, como bien ha recordado Keef en las entrevistas promocionales, ya solo puede dar él porque el resto están muertos. Y produce verdadera satisfacción escuchar a unos Stones tan entregados a la causa, tan solidarios y tan comprometidos con un legado, con una estirpe de la que bien pueden considerarse sus últimos representantes con pedigrí. Por supuesto, no es un trabajo para todo tipo de oídos. Habrá quien piense que esto es música anacrónica que ya carece de interés o sentido en pleno siglo XXI, y los que sólo gusten de los Stones rockeros también tendrán vedado el paso porque aquí no hay concesiones de ningún tipo. Esto es blues clásico sin adulterar, en su forma primigenia y primitiva, y que se mantengan fieles de cabo a rabo a esa férrea premisa es precisamente lo que le da grandeza al concepto.
La gran fijación de Jagger en el disco es Little Walter, auténtico genio armonicista y seminal figura del blues de Chicago, evolución eléctrica del blues rural original del Delta del Mississippi. Cuatro de los cortes del disco son versiones de canciones compuestas o interpretadas por él. “Just Your Fool”, que abre el álbum y fue lo primero que mostraron del mismo, es original de Buddy Johnson pero la referencia es el cover de Walter, por lo que el groove directo y trotón de Watts y la omnipresente armónica marcan la pauta de un tema bien cuadrado, vitalista y efectivo. Muy distinta es la canción homónima, lenta y afligida pieza original de Memphis Slim, a la que la banda dota de un dramatismo singular, convirtiéndola en el momento más intenso del plástico. La crudeza de las guitarras queda en primer plano junto a la voz de un Jagger desgarrador al que incluso se escucha tomar aire en sus dolientes embestidas a la armónica, efecto que se repite durante todo el trabajo y que contribuye a esa sensación de autenticidad y de directo sin apenas retoques. “I Gotta Go” tiene un tempo más rápido que les acerca al rythm & blues y “Hate to See You Go» se enrosca en un riff de guitarra obsesivo sin cambios de acorde que busca pergeñar un feeling denso, minimalista y repetitivo.
Los Stones también reivindican a bluesmen perdidos en la noche de los tiempos como Magic Sam, fallecido a la temprana edad de 32 años, de quien recuperan “All of Your Love”, su cadencia desastrada y clima infecto y le añaden un fino solo de piano del fiel Chuck Leavell, o Lightnin’ Slim, cuyo “Hoo Doo Blues” les permite deslizarse hacia el sur profundo en una de las viñetas más descarnadas y arrastradas del álbum. Pero igualmente hay espacio para referentes más obvios que nunca ocultaron como inspiración directa a la que acudían desde sus inicios. No faltan aquí rendiciones a Jimmy Reed, de quien desempolvan la oscura y magnífica “Little Rain”, la pieza más lánguida y desértica del lote, o a Howlin’ Wolf, de quien rescatan “Commit a Crime”, una vieja favorita de Jagger introducida por un ya característico redoble de Watts y conducida por un seco y machacón riff en el que vuelve a predominar la búsqueda de una atmósfera pesada y áspera por encima de variaciones melódicas.
Más inmediata es “Ride’ Em On Down”, enérgica toma de una composición de Eddie Taylor a su vez inspirada en un viejo original de Bukka White en la que las guitarras de Richards y Wood suenan más saturadas y se entrelazan en su estilo idiosincrásico, y más sorprendente es la inclusión de “Everybody Knows About My Good Thing”, esta sí un hit en las listas por Little Johnny Taylor en 1971, más alejada cronológica y estilísticamente del resto del material. Sin embargo, su tono más soulero le añade un sabor distinto al guiso, con toda la banda sonando maravillosamente bien y con la bienvenida aportación de Eric Clapton, que aunque sea un señor que desde hace muchos años no nos inspira más que pereza hay que reconocer que cuando se trata de blues sigue siendo un maestro del buen gusto, ajustado y sin pasarse de virtuosismo. Cuando toca con los Stones Mr. Mano Lenta siempre cumple. Para el final quedan las dos versiones de Willie Dixon, otro gigante del género al que Sus Satánicas Majestades ya recurrieron en más de una ocasión en sus orígenes (“Little Red Rooster”, que llegó al número uno de las listas británicas en 1964 de la mano de los Stones, lleva su firma) y al que aquí vuelven a invocar con “Just Like I Treat You”, número rápido, ligero y divertido, casi boogie, y “I Can’t Quit You Baby”, lectura tomada desde un ángulo distinto al de Led Zeppelin, nuevamente con la limpia ejecución de Clapton, un Jagger apoteósico definitivamente desatado y la banda rezumando expresividad.
Si uno cede a la curiosidad de escuchar las versiones originales de estos temas se dará cuenta de que los Stones las han recreado sin apenas cambios sustanciales. No han tratado de reinventar nada. Es un disco hecho por placer y sin ninguna ambición más que la de rendir un digno tributo a sus maestros y a sus propias raíces, pero en su discreta y admirable modestia reside su encanto. No es un trabajo que vaya a impactar en las listas de ventas ni a tener una radiodifusión masiva, y supongo que lo saben y les importa un carajo, como también sabrán que la crítica en general va a tratarlo muy bien porque, de todas formas, a ver quién tiene el cuajo de darle palos a un disco de blues sin quedar como un bruto ignorante. Lo que no sé es si “Blue and Lonesome” quedará como su última palabra en un estudio, dando así por buena la historia de que con este disco se cierra el círculo que abrieron en 1964, o si servirá de estímulo para que en algún momento vuelvan a encerrarse entre cuatro paredes a acometer ese cacareado álbum de material nuevo (Jagger aseguraba hace poco que de momento no tienen ni para medio disco), o si al final lo que les termina saliendo es un “Blue and Lonesome nº 2”. De cualquier manera, en un año tan aciago como el que agoniza, en el que varios iconos se han marchado para siempre golpeándonos con la certeza de que ni siquiera los dioses del rock son inmortales, cualquier cosa que venga acreditada a los Stones, los más grandes de entre los que aún siguen en pie, tenemos que considerarlo como un auténtico regalo. Disfrutémoslos mientras podamos.
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