‘El club’: Expiación en la casa de los horrores
Apuesto gran parte de mis escasas posesiones a que nadie de los que descubrimos al cineasta chileno Pablo Larraín con su anterior y exitosa ‘No’ hubiéramos acertado la autoría de su nueva obra, ‘El club’, en cien siglos si no hubiéramos sido informados previamente. Tal es el grado del cambio de registro del director en apenas tres años, uno de los más espectaculares que se hayan dado en el cine reciente.
Si aquella, que ya reseñamos aquí en su día, era un vibrante thriller político, tan profundo como buenrrollista, pleno de color, en la mejor tradición norteamericana, bastan apenas unos minutos de contemplación de esa expresionista fotografía terrosa (y tenebrosa) para inscribir a ‘El club’ en la austera visión del cine centro y norteuropea, con Michael Haneke y Lars von Trier entre los referentes, aunque sin llegar a los aspectos más tremendistas de estos dos ‘enfant terribles’.
Desde luego que Larraín sabe escoger puntos de partida potentes. Ya lo era el de ‘No’, donde asistíamos al desarrollo de la campaña de marketing de la opción del ‘no’ a Augusto Pinochet en un vital referéndum, pero el de ‘El club’ es de órdago: la vida en una casa de retiro de un grupo de sacerdotes católicos, y la monja que les atiende, apartados de sus funciones tras cometer abusos sexuales sobre menores.
La cinta solo nos da tregua en sus contemplativos primeros minutos, en los que se nos presenta a los habitantes de la casa disfrutando de una tranquila y armoniosa existencia y vibrando con las crecientes hazañas del galgo con el que logran unos jugosos ingresos extra en las carreras de canes. Poco va a durar la placidez, lo justo para que el tortuoso pasado y el mundo exterior hagan notar su atronadora presencia en una secuencia primorosa y desaparezcan las máscaras de estos lobos con piel de cordero. A partir de ese momento, el filme imprime al espectador una sensación casi física de zozobra permanente, de estupor, de terror, en definitiva, que ya no le abandonará hasta el final.
El estremecedor suceso conlleva la llegada al selecto ‘club’ de un joven cura enviado por la jerarquía eclesiástica para investigar lo ocurrido. Este nuevo personaje guía al espectador hacia el horror que anida en la mente de los apartados, a través de unos interrogatorios que, de haber apostado Larraín por la no ficción, habrían podido dar lugar a un documental testimonial de tanto alcance como los escalofriantes ‘Queridísimos verdugos’ o ‘The Act of Killing’. Sin embargo, lo que el chileno quiere contar va más allá.
Cadenciosa pero fluida, siempre con toneladas de tensión subterránea que van en aumento, ‘El club’ nos va adentrando en un tenebroso bosque en el que han echado raíces el autoengaño, el relativismo moral, la memoria selectiva, el brote espontáneo de traumas, la falta de autocrítica, las obsesiones sustitutorias, vamos, todo un festín para psicólogos; en definitiva, el instinto de supervivencia en su grado sumo.
En una curiosa y acertada voltereta final, la presión creciente tanto de dentro de la casa como la que llega desde el exterior hace estallar la acción en unos certeros 25 minutos finales plenos de violencia física y psicológica, retruécanos del destino y envueltos de una subyugante atmósfera densa y malsana que hacen culminar al filme por todo lo alto.
La lectura obvia de ‘El club’, a fe de su argumento, sería la de la confrontación entre la ‘vieja’ Iglesia, encarnada en la permisividad y el encubrimiento de unos, al fin y al cabo, simples criminales, y los nuevos usos, más abiertos a la sociedad del siglo XXI, que encarna el Papa Francisco, consistentes en la siempre titánica tarea de renovar, hacer este cambio visible y deseable y, por último, sin que todo ello dañe a la institución ni a sus anteriores figuras emblemáticas.
Pero Larraín no se queda ahí y abre mucho más el plano, especialmente en ese contundente final, para incluir en él a toda la condición humana, a su egoísmo y su cobardía, a su mezquindad, a esos monstruos con los que podemos cruzarnos en cualquier momento, a esos monstruos en los que podemos convertirnos cuando desaparecen los agarraderos a los que nos aferramos firmemente.
Conseguir encadenar dos obras consecutivas excelentes no está al alcance de muchos en el panorama cinematográfico actual; lograr que, además, esas dos obras transiten caminos tan divergentes como ‘No’ y ‘El club’ es ya una proeza solo al alcance de los grandes. Eso es ahora mismo Pablo Larráin; el autor, Gran Premio del Jurado de Berlín incluido, de uno de las mejores filmes de 2015. No es la mejor película para llevar a los niños, mucho menos para una primera cita, pero si quieres terror, terror del de verdad, dejáte de Insidious y Saws varios, y plántate en la sala.
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