El Terror de la Universal: un mundo de Dioses y Monstruos
Halloween, noche de brujas, la noche en la que hacemos sitio en nuestra cotidianidad a los placeres del espanto sobrenatural y nos entregamos a la irremediable atracción de la oscuridad y lo grotesco. En El Cadillac Negro, un año más, no hemos querido ser indiferentes a una tradición que, aunque importada, sentimos muy nuestra porque está inexorablemente unida a muchas de las películas que forman parte de nuestra educación sentimental. Y como somos unos clasicotes, queremos aprovechar la ocasión para rendir homenaje al cine de terror que el estudio Universal facturó entre 1931 y 1945, aquel que dio su forma definitiva a los monstruos más populares del género y sentó las bases, conceptuales y estéticas, de casi todo lo que vendría después. Un cine en blanco y negro que probablemente ya no interese a las nuevas generaciones (tampoco es que la televisión contemporánea facilite su acceso a él, como sí ocurría hace unas décadas, en aquellos añorados ciclos de TVE), pero sin el cual no existiría el terror que ahora consumen los más jóvenes en las multisalas, o al menos no de la misma forma. Un cine que hoy día no asusta a nadie pero que sigue manteniendo un encanto y una capacidad de fascinación probablemente mayor que la de cualquier otro género del Hollywood clásico. Un cine que si no has visto de primera mano seguro sí que lo has hecho de manera indirecta, porque si sabes que Drácula viste de frac y con capa negra, que Frankenstein tiene la cabeza cuadrada y dos tornillos en el cuello y que la maldición del hombre lobo termina con una bala de plata, debes saber también que todo eso se lo inventó la Universal. El cine fantástico, tal y como lo conocemos, se lo debemos a un puñado de directores, productores, intérpretes, guionistas y técnicos que lo hicieron posible en primer lugar. A Carl Laemmle Jr, Boris Karloff, Bela Lugosi, Lon Chaney Jr., James Whale, Tod Browning, Karl Freund, Curt Siodmak, Charles D.Hall, Jack Pierce o John P.Fulton, entre muchos otros. Os invitamos a acompañarnos en un viaje a ese viejo mundo de Dioses y Monstruos que creó el estudio del aeroplano y el globo terráqueo. Trick or treat.
Para empezar, conviene aclarar que el terror en la gran pantalla ya existía antes del ciclo de la Universal. “Frankenstein, o el moderno Prometeo”, la novela de Mary Shelley, fue llevada por primera vez al cine en una corta película de 1910, y el expresionismo alemán nacido al calor de la República de Weimar legó una perturbadora serie obras –“El Golem” (1915), “El gabinete del doctor Caligari” (1920), “Nosferatu” (1922), “El hombre de las figuras de cera” (1924)- que perfectamente pueden considerarse pioneras del horror y cuya influencia, sobre todo estética, sería decisiva posteriormente. Incluso la propia Universal en los años 20, todavía en la época silente y bajo la batuta de Carl Laemmle, había puesto ya su parte en la tarea de dar forma a las convenciones y mecanismos del género, si bien todavía de manera tangencial. Así, el legendario Lon Chaney, el hombre de las mil caras, creo un primer esbozo de los futuros monstruos de la Universal con su creación de Quasimodo en “El jorobado de Notre Dame” (1923), sobre la célebre novela de Víctor Hugo, una ambiciosa superproducción que no puede adscribirse al terror pero que ya viene envuelta en atmósferas siniestras. Y el director Paul Leni, recién llegado a Hollywood desde el cine alemán, aportó a la Universal “El legado tenebroso” (1927), en la que se prefigura el subgénero de la ‘casa encantada’, y la tétrica “El hombre que ríe” (1928) protagonizada por Conrad Veidt, cuya burlesca sonrisa congelada inspiró a Bob Kane, Bill Finger y Jerry Robinson para crear al Joker de Batman.
De todas esas primeras aproximaciones mudas al género que hizo la Universal en los años 20, la única que puede considerarse inequívocamente como de terror es “El fantasma de la Ópera” (1925), de Rupert Julian, y aunque no la incluyamos dentro del ciclo clásico sí avanza su estética y algunos de sus rasgos más paradigmáticos, como el fatalismo del monstruo torturado, el romanticismo melodramático, las masas enardecidas prestas al linchamiento y la preeminencia de las sombras fantasmagóricas. En efecto, los subterráneos del palacio de la Ópera de París – uno de los decorados más fastuosos de la época- y su onírico conjunto de sótanos, catacumbas, portezuelas y canales son todo un prodigio de Charles D.Hall cuya influencia se extenderá durante décadas. Aunque lo que ha convertido a la cinta en un clásico de la época silente es, sin duda, la interpretación de Lon Chaney como Erik, el fantasma. El actor, célebre por sus estrafalarios maquillajes, se supera a sí mismo con una caracterización de antología que captura toda la escalofriante deformidad del personaje creado por Gastón Leroux. La secuencia en la que la que Christine, la protagonista femenina, le despoja de su máscara, descubriéndole al público el espeluznante aspecto de Erik provocó los primeros y genuinos gritos de pánico en las plateas.
Pese a estos rutilantes precedentes, fue con la llegada del sonoro cuando el cine de terror se desarrolló por completo y en todo su esplendor, al mismo tiempo que evolucionaba el propio lenguaje cinematográfico, poniendo en marcha muchos de los recursos que terminarían siendo habituales en el cine de horror. Si antes decíamos que la Universal no inventó el género, tampoco fue la única productora que lo trabajó durante los primeros años 30, pues en esa época también surgieron por ejemplo “El hombre y el monstruo” (1931) de la Paramount, “La legión de los hombres sin alma” (1932) de la United Artists, “La parada de los monstruos” (1932) de la Metro Goldwyn Mayer, o “King Kong” (1933) de la RKO, aunque sí que es indudablemente la más importante, la que ofrece más cantidad y calidad, y la que mejor sabe anticiparse a los gustos del gran público de la época. Hay que subrayar que el ciclo de terror de la Universal nació durante la Gran Depresión que sucede al crack financiero de Wall Street de 1929, en un momento en el que el apesadumbrado público demandaba fantasías sobre la pantalla que le permitieran evadirse de la triste realidad. El insospechado éxito en taquilla de estas películas favoreció que la férrea censura fílmica que representaba el incipiente código Hays fuese más condescendiente con este género que con otros “más serios” que pudieran reflejar y recordarle al público la difícil situación social que atravesaba EE.UU. Con todo, este cine aparentemente desideologizado sí anticipaba, como si se tratase de un temor que flotaba en el ambiente, los horrores de los totalitarismos que en muy poco tiempo iban a asolar Europa y conducir a la Segunda Guerra Mundial. No es descabellado asimilar las figuras de Hitler o de Josef Mengele a la de los científicos locos y megalómanos que pueblan la filmografía del ciclo. El estudio de Carl Laemmle, en esta época ya dirigido por su primogénito, Carl Laemmle Jr, se nutre de la tradición literaria anglosajona, de Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Lord Byron o Bram Stoker, pero también del espíritu de los cuentos de los hermanos Grimm o de E.T.A. Hoffman para dar forma al ciclo. Visualmente la Universal bebe, y mucho, de las distorsiones subjetivas del expresionismo alemán, al que le lima su vertiente elitista y radical para dar forma a sus propios claroscuros, más adecuados al gusto de la población norteamericana pero igualmente seductores, y a unos decorados recurrentes –lúgubres castillos y torreones, tétricas criptas, ignotos pueblos centroeuropeos, callejuelas neblinosas, bosques espectrales, fantasmagóricas mansiones- que quedarán asociados ya para siempre con la estética gótica y tenebrosa. Pasemos pues a comentar las joyas de la corona del ciclo, los títulos que han marcado, consciente e inconscientemente, a varias generaciones de aficionados al cine fantástico.
DRACULA (1931)
“Drácula” es la puerta de entrada al ciclo del terror clásico de la Universal y también la primera película del género en la época sonora. Más legendaria que realmente brillante, esta primera versión del Señor de los Vampiros dispone la iconografía básica del mito a la que se ceñirían sucesivas aproximaciones cinematográficas, pese a que realmente no se trata de una adaptación de la novela de Bram Stoker, sino de la obra teatral de Hamilton Deane y John L.Balderston. De hecho, el “Nosferatu” de Murnau era casi más fiel al libro del escritor irlandés, que, dicho sea de paso, en la época carecía del prestigio literario que sí ostentaba por ejemplo el “Frankenstein” de Mary Shelley. No fue tarea sencilla para Tod Browning, el gran rapsoda de lo macabro, llevar a buen puerto el proyecto, puesto que la Universal atravesaba por severas dificultades financieras y no solo le concedió un presupuesto muy modesto con el que tuvo que hacer encaje de bolillos sino que le apartó del montaje final, dejando así secuencias mal resueltas y numerosos cabos sueltos. No es de extrañar que el director renegara de la película, pues nunca pudo considerarla realmente como suya. Con todo, es el “Drácula” que fijará en el subconsciente colectivo la imagen definitiva del conde, y en ello tuvo mucho que ver la actuación del húngaro Bela Lugosi, que ni mucho menos fue la primera opción (antes se prefería a Conrad Veidt o a Lon Chaney, fallecido por un cáncer antes de comenzar la producción) para el papel pese a haberlo interpretado en las tablas de Broadway. Lugosi aceptó el trabajo cobrando un sueldo miserable (la cuarta parte de lo que ganó el galán David Manners), pero a cambio ingresó en el panteón de las leyendas con su visión refinada, seductora y decadentemente aristocrática del personaje, tan alejada de la repulsiva y horripilante apariencia del conde Orlok de Max Schreck. El suyo es un Drácula que se apoya en el gesto teatral (a veces, es cierto, excesivamente amanerado), en la mirada hipnótica (potenciada proyectando un haz de luz hacia sus ojos), en su peculiar acento centroeuropeo y en los modales exquisitos. No hay ni rastro de sangre ni de colmillos en toda la película, pues los rigores de la censura y el temor de Carl Laemmle Jr. a escandalizar más de la cuenta nos privaron de los mordiscos a las víctimas. Quizás en ese aspecto “Drácula” haya quedado muy desafasada y superada por la explicitud de revisiones posteriores –empezando por la de Terence Fisher con un Christopher Lee bastante más brutal- e incluso dentro del propio ciclo de la Universal, pero ese puritanismo autoimpuesto también permitió abrir de par en par las puertas de la sugerencia. A veces el horror imaginado es mucho más efectivo que el que se muestra directamente, y prueba de ello es ese primer cuarto de hora de la película, que narra la llegada de Renfield a los dominios del conde en Transilvania, un segmento de atmósfera casi onírica que define para siempre la estética lúgubre de los viejos castillos góticos, con sus imposibles telarañas, polvo centenario, grandes escaleras y enormes ventanales, mérito de la fotografía de Karl Freund y los decorados de Charles D.Hall. La escena de presentación de Drácula, con ese travelling hacia las tumbas y un montaje discontinuo en el que alternan primeros planos de insectos, sarcófagos que se abren y las novias del conde en estado de trance para acabar con un plano medio de Lugosi, sigue siendo tremendamente moderna.
Otro elemento que contribuye a esa sensación de extrañamiento es la ausencia de música durante la mayor parte del metraje. Paradójicamente, la llegada del sonoro trajo al cine la expresividad del silencio, y eso funciona muy bien en esa primera parte de la cinta, no tanto en el resto de la misma, muy encorsetada en el formato de melodrama de sofá, demasiado teatral y estática. “Drácula” recupera brío y belleza plástica en el tramo final en las catacumbas de la abadía de Carfax (para la que, por cierto, se usaron los mismos decorados del castillo del conde; lo dicho, rigores de las limitaciones presupuestarias) en las que se produce el enfrentamiento final entre el vampiro y sus perseguidores, unos Van Helsing y Jonathan Harker no demasiado memorables. “Drácula” fue un enorme e inesperado éxito de taquilla que saneó las arcas de la Universal y permitió dar luz verde al ciclo de terror. La versión en español, rodada al mismo tiempo y en los mismos decorados que la de Browning por George Melford, siempre ha sido considerada superior a la inglesa, pero no crean todo lo que se dice. Puede que técnicamente resolviese mejor algunas secuencias (tenían la ventaja de poder visionar todo lo que rodaba Browning) pero, además de ser innecesariamente larga, interpretativamente es un absoluto desastre. Curiosamente, Lugosi no retomaría a su personaje más emblemático hasta la parodia de “Abbot y Costello contra los fantasmas” (1948) –si exceptuamos su conde Mora, un nada disimulado trasunto de Drácula, en “La marca de vampiro” (1935) para la Metro Goldwyn Mayer- aunque eso no impidió que fuese devorado por el vampiro, o más bien, por sus propios demonios. Resulta tentador confundir realidad y leyenda en una historia tan trágica como la del desdichado Lugosi, adicto a la morfina en sus últimos años, entregado a infraproducciones de serie Z tras ser injustamente olvidado por los grandes estudios, enajenado y creyendo en su delirio que de verdad era el rey de los vampiros. Aunque en eso tenía razón. Realmente lo fue.
Escúchelos: los hijos de la noche. ¡Qué música hacen!
EL DOCTOR FRANKENSTEIN (1931)
“El Doctor Frankenstein” no solo supuso un salto cualitativo respecto a “Drácula”, sino que bien puede considerarse el gran estandarte del terror de la Universal, y probablemente del género. Al igual que su predecesora en el ciclo, también es una adaptación muy esquemática de la novela de Mary Shelley, pero cinematográficamente es mucho más poderosa y atesora una mayor voluntad de estilo que la de Browning, quizás porque el director James Whale, curtido en respetados melodramas, disfrutó de mayor libertad y un presupuesto mucho más holgado que el de “Drácula”. Sus hallazgos estéticos marcan la cumbre del horror gótico, con ese expresionismo cortesía de un Charles D.Hall en plenitud de facultades que impregna el torreón del doctor y su retorcida escalera de de caracol, toda la cacharrería del laboratorio, el cementerio del prólogo o el molino del clímax. Cineastas como Tim Burton nunca podrán estarle lo suficientemente agradecidos a los logros de la cinta de Whale. También supuso la introducción en sociedad de Boris Karloff, que soportó pacientemente las interminables sesiones de maquillaje de Jack P. Pierce que Lugosi, primera opción para interpretar al monstruo, no quiso aceptar porque nadie le reconocería (curioso que tiempo después, ya en su declive, sí terminara interpretando a la criatura…con más pena que gloria). Su presentación también es antológica, entrando de espaldas en la sala en la que espera su creador y el doctor Waldman, para después pasar a tres planos rápidos de su rostro que en la época debieron causar verdadero pavor. La caracterización de Karloff como la abominación es más que mítica, y aunque seguramente su aspecto no era el que imaginó Shelley, ha terminado siendo el canon del personaje, el único instalado de manera automática en el subconsciente colectivo. Pero si legendario fue el maquillaje de Pierce, no menos importante fue el trabajo de Karloff que, a pesar de su terrorífica apariencia, supo dotarle a la criatura de una inocencia y un desamparo palpables a través de una actuación muy física y alejada de los histrionismos que podría haberle otorgado Lugosi. Escenas imborrables como la del encuentro con la niña junto al lago o aquella en la que acecha a la prometida del doctor en su habitación (¿quizás el primer grito femenino de la historia?) convierten al monstruo de Karloff en un icono para la eternidad. En realidad, la desdichada abominación (al que el público otorgaría el nombre de su creador en un acto de justicia poética) no es sino una víctima del verdadero monstruo de la función, el propio doctor Henry Frankenstein –que no Victor, como en el libro- (Colin Clive), primer prototipo de mad doctor del ciclo de la Universal. Un científico sin escrúpulos obsesionado con desafiar a Dios y que, cuando por fin consigue crear vida, repudia a su “hijo” sin un motivo de verdadero peso. Es curioso que las hordas del pueblo alemán en el que se localiza la acción la tomen con el monstruo y no con su creador, verdadero responsable de las muertes posteriores a manos de una criatura que no entiende nada y solo quiere que le dejen en paz. El enorme éxito de público de “El Doctor Frankenstein” terminó de convencer a la Universal de que tenía entre manos una mina de oro que había que explotar convenientemente. No es de extrañar que cuando agotó su primera hornada de “monstruos” y llegó la hora de las secuelas, la de la cinta de Whale fuese la primera de la lista. Aunque esa es una historia sobre la que volveremos después.
¡Está vivo, está vivo!
EL CASERÓN DE LAS SOMBRAS (1932)
Después del éxito de “El doctor Frankenstein”, James Whale se convertiría en el director ‘estrella’ del ciclo de la Universal, muy a su pesar, puesto que en realidad el terror le parecía un subgénero al que únicamente se entregaba por motivos económicos. Pero gracias a la amplia libertad que le dio Laemmle Jr, Whale pudo imprimir un inaudito humor malévolo a sus producciones para el estudio, siendo “El caserón de las sombras” una de las cintas más insólitas, y también menos conocidas, del lote. Basada en una novela de Jason B. Priestley, e influida por la ya mencionada “El legado tenebroso”, la película abre una nueva vía en el género, la del grupo de gente encerrada en una mansión siniestra sobre la que se ciernen horrores intangibles. En “El caserón de las sombras” una tormenta monumental obliga a una serie de viajeros a buscar cobijo en la decadente casa de los Femm, una excéntrica y desquiciada familia que guarda muchos secretos en sus alcobas. Horace, el hermano mayor (un primoroso Ernest Thesiger) es un anfitrión obsesivo, remilgado y cobarde; Rebeca, la hermana, es una puritana desagradable que apenas puede disimular su propia depravación bajo sus gruñidos; Saul, el hermano menor, es un impredecible psicópata con engañosa apariencia inofensiva; Morgan (un Karloff irreconocible del que se avisaba en los créditos que era el mismo Karloff de Frankenstein), el mayordomo mudo, es un borracho lujurioso y peligroso; y Roderick, el patriarca, es un anciano de 102 años que, pese a su caricaturesco aspecto, parece el único normal. Todos ellos desatan sobre los incautos visitantes otra tormenta pareja a la del exterior en la que concurren locura, rabia, fanatismo religioso, perversiones sexuales e insinuaciones incestuosas, en una de las primeras muestras de terror psicológico de la historia. Con todo, lo que hace de ella una película especial es su grotesco cóctel de tonos en el que se agitan el suspense, la comedia negra de costumbres y las atmósferas lóbregas. En muchos sentidos es un filme adelantado a su tiempo, con un manejo de la cámara muy moderno y un pionero uso del sonido, pues por primera vez en el género el chirriar de las puertas, el crujir de la madera y el ulular del viento tienen una implicación dramática fundamental en la trama y en la construcción del ambiente gótico y expresionista del caserón.
Tú también eres inmoral. Joven y agraciada. Tonta e inmoral. No piensas en nada excepto en tus piernas largas y delgadas, en tu blanco cuerpo y en cómo complacer a tu marido. Tú te regociijas con los placeres del amor carnal, ¿no?… Un tejido muy fino, pero se pudrirá. Esto es más bonito aún, pero también se pudrirá.
LA MOMIA (1932)
A diferencia de sus dos ilustres antecesoras, “La Momia” no está basada en ninguna obra literaria sino que es una invención original del estudio, aprovechando el interés por la Egiptología que se dio en EE.UU en los años 20 y 30 a raíz del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón y la supuesta maldición que cayó sobre sus profanadores. Aunque si la cinta de Karl Freund tenía un referente claro, ese era el propio Drácula, ya que Imhotep, el protagonista, también era una criatura inmortal capaz de hipnotizar y tomar la voluntad de sus víctimas. La gran diferencia estribaba en que Imhotep había navegado a través de océanos de tiempo en busca de un amor que duraba milenios, lo que le convertía, más que en un villano, en una figura trágica envuelta en un hálito romántico que le podía hacer empatizar con el público de una forma similar a la del monstruo de Frankenstein. 3.700 años antes, Imhotep fue un sacerdote del templo del sol que no pudo soportar la muerte de su gran amor, Ankesenamon, y robó el papiro de Thot para traerla de vuelta a la vida, un acto blasfemo por el que fue castigado siendo enterrado vivo. Ya en 1921, una expedición en Egipto encuentra su sarcófago y le devuelve a la vida involuntariamente. Bajo la identidad de Ardath Bay, Imhotep pretende resucitar a su antiguo amor y reencarnarla en la persona de Helen Grosvenor (fascinante Zita Johann), una descendiente suya. Esta extraordinaria historia de amor imposible fue reincorporada muchos años después a la mitología del propio Drácula por Francis Ford Coppola, cerrando de alguna manera el círculo. En “La Momia” es patente la voluntad de la Universal de crear un ciclo compacto dentro de su diversidad estilística, por lo que varios intérpretes de las cintas anteriores repiten en roles similares. David Manners vuelve a ser el pretendiente enamorado, Edward Van Sloan (Van Helsing en “Drácula” y el doctor Waldman en “Frankenstein) retoma el rol de profesor antagonista o voz de la razón, mientras que Karloff se confirma como gran estrella del género en otra actuación superlativa para la que volvió a someterse a intensas sesiones de maquillaje de Pierce, si bien, la elaboradísima caracterización como momia solo se disfruta en los primeros minutos de la cinta y en muy contados planos. Como Ardath Bay se muestra con la piel apergaminada, enjuto, siniestro, hierático y con una controladísima expresividad corporal, en el que es, sin duda, una de sus trabajos más recordados. Freund, que además de encargarse de la fotografía de “Drácula” había trabajado con Murnau o Fritz Lang, debuta en la dirección -después solo dirigiría un film más, “Las manos de Orlac” (1935)- con una obra personal, letárgica y sugestiva, quizás menos “terrorífica” que otras muestras del ciclo, pero provista de un tenso clima esotérico y ocultista que lo impregna todo, incluido ese bellísimo flashback que nos permite contemplar el amor que unió en el pasado remoto a los dos protagonistas y el tormento de Imhotep.
Te quise antaño, pero tu lugar está entre los muertos
EL HOMBRE INVISIBLE (1933)
De todas las películas clásicas del ciclo de terror de la Universal, “El hombre invisible” es la que más se acerca al género de la ciencia ficción, no en vano su germen está en la novela homónima de H. G. Wells, quien dio el visto bueno a la cinta, cosa que no hizo con “La isla de las almas perdidas” (1932) de la Paramount. Como ya hemos apuntado antes, James Whale contaba con total libertad creativa y ello le permitió firmar una de sus obras más geniales y osadas, a la que el paso del tiempo no le ha restado ni un ápice de su frescura y agilidad. A Whale no le interesa tanto poner el foco en la condición de marginado del hombre invisible, aquel que simplemente no encaja en la sociedad, sino en su naturaleza megalómana, en su misantropía y en sus ansias de dominar el mundo desde su posición de impunidad, libre de restricciones morales. Volvemos al territorio del mad doctor de manual que tanto entusiasma a su director. Jack Griffin, un científico que gracias a la monocaína se vuelve invisible y, lo que es peor, bastante irascible, es en muchos sentidos el monstruo más peligroso de la Universal porque se trata de un psicópata cuyos instintos criminales no tienen límites y, salvo en su lecho de muerte, jamás se muestra arrepentido de sus actos, simples travesuras algunos de ellos, verdaderas masacres otros. Que al final sea derrotado por las limitaciones de su experimento (debe pasearse desnudo a la intemperie para no ser visible) y por las fuerzas de la Naturaleza (el fuego que le obliga a escapar de una casa y la nieve que delata sus huellas) encaja con el discurso tan propio del ciclo, y posteriormente de casi todo el género sci-fi, de castigar el uso desviado de la ciencia para fines egoístas y no para el bien común. “El hombre invisible” está empapada de un delicioso humor negro –primera aparición de una arrolladora Una O’Connor en el ciclo, memorable como regenta de la posada de la campiña inglesa en la que se hospeda Griffin- pero sobre todo es un triunfo de los efectos especiales de John P.Fulton, que usando la pantalla azul y vendas negras filmadas sobre fondos negros consiguió secuencias tan eficaces y míticas como aquella en la que Griffin se quita el vendaje frente al espejo y después se desviste hasta quedarse en una camisa flotante ante un puñado de asustados lugareños entrometidos. Obviamente hay que remarcar la presencia de un debutante Claude Reins –una apuesta personal de Whale frente a la intención inicial de Laemmle Jr. de poner al frente del reparto a la estrella Karloff-, que, pese a no mostrar su rostro en toda la cinta salvo en los breves segundos del final, consigue moldear la personalidad nerviosa, amenazante y jactanciosa del personaje a través de la modulación del tono y el timbre de su voz y de su composición gestual. Indudablemente Karloff no lo habría hecho mejor.
Empezaremos sembrando el pánico. Asesinaremos indiscriminadamente, tanto a grandes hombres como a seres insignificantes. Así verán que no hacemos diferencias. ¿Y si descarriláramos un par de trenes? Tendría que apretar con mis invisibles manos la garganta del ferroviario
LA TRILOGÍA INSPIRADA EN EDGAR ALLAN POE
Los años de esplendor de la Universal nos legaron tres aproximaciones, tres miradas distintas al universo macabro y sombrío de Edgar Allan Poe (a quien la compañera Irene ya dedicó un fantástico artículo en el Cadillac, precisamente también en Halloween): “DOBLE ASESINATO EN LA CALLE MORGUE”, “SATANÁS” y “EL CUERVO”. Aunque no fueron concebidas con vocación de formar una trilogía me he permitido agruparlas en el mismo epígrafe por lo que tienen en común. Ninguna de las tres supone una adaptación fiel de la obra de Poe, sino que extraen una idea o una imagen que sirve de punto de partida para crear sombras que invocan algunas de las obsesiones del maestro de la literatura de terror. La primera de ellas, “Doble asesinato en la calle Morgue” (1932) parte del popular relato sobre el gorila asesino protagonizado por Auguste Dupin (Pierre Dupin en la cinta), precursor de los grandes detectives literarios, pero el minucioso método deductivo aplicado a un misterio fascinante sobre el que se sustenta el cuento original queda muy difuminado en favor de la exploración de la demencia de un científico darwinista que pretende crear una nueva raza mezclando la sangre “pura” de una mujer y la de Erik, su simio gigante. En muchos sentidos, la película de Robert Florey (al que se le concedió el proyecto tras haber sido apartado de “Frankenstein”) es la obra más perversa y perturbadora del ciclo, pues sus sugerencias zoofílicas y su violencia explícita –memorable, y totalmente pulp, es la secuencia en la que el doctor Mirakle le practica en su laboratorio una sangría a una indefensa prostituta atada a un poste de tortura- no tiene parangón en el horror de la Universal. También supone una novedad en el ciclo la ambientación de barraca de feria de su primer tramo, en el que conocemos al extravagante y grotesco Mirakle, una de las más geniales interpretaciones de un Bela Lugosi en plenitud de facultades teatrales. La exquisita herencia expresionista que Karl Freund insufla a los decorados de un fantasmagórico París de mediados del siglo XIX alcanza su cumbre en la caligariana persecución final en los tejados de Erik llevando sobre sus brazos a Camilla, en un claro y evidente precedente de “King Kong”.
París entera está delante de nosotros. Quizás sea mejor no saber lo que pasa detrás de las ventanas. Piensa en lo que esconden esas paredes: esperanzas, corazones rotos, sueños perdidos, hambre y locura, tragedias en el río.
En “Satanás” (1934), o “The Black Cat” en su título original, de Edgar G. Ulmer, coinciden por primera vez las dos grandes estrellas del terror de la Universal, Boris Karloff (acreditado simplemente como KARLOFF, tal era su estatus ya en aquel momento) y Bela Lugosi, y el resultado fue una de las obras más redondas del ciclo, alejándose de sus monstruos clásicos y profundizando en los del alma. El matrimonio Alison es la víctima propiciatoria de la partida de ajedrez que mantienen en una mansión modernista dos inquietantes individuos unidos por un trágico pasado. Años atrás, el prestigioso arquitecto y adorador de Satán Hjalmar Poelzig (Karloff) abandonó a su suerte durante la guerra a 10.000 alemanes, entre ellos el psiquiatra Vitus Verdegast (Lugosi), a quien además le robó su esposa y su hija. La cinta juega hábilmente a ocultarle al espectador por parte de quién de los dos llega la mayor amenaza, y ambos actores firman dos de sus grandes trabajos. Lugosi está más contenido que de costumbre pero inevitablemente más afectado, y Karloff, sin necesidad esta vez de ningún maquillaje, inspira un temor bastante plausible. De Poe queda poco más que la fobia que uno de los dos personajes tiene a los gatos (y que inspira una de las secuencias más disfrutables, en la que el pétreo Karloff parece burlarse de las exageraciones de Lugosi), pero algo del espíritu morboso del escritor hay en esos cadáveres perfectamente embalsamados y expuestos en urnas que se esconden en el subsuelo de la mansión, que, por otra parte, es otro de los grandes hallazgos de la cinta. La geométrica estética Bauhaus del interior de la morada de Poelzic, que se extiende a sus impecables batines y pijamas, es todo un hito de Charles D. Hall, que consigue distanciarse del resto de propuestas ambientales del ciclo. La necrofilia apenas encubierta, las misas negras y los desollamientos humanos llevan el horror de la Universal a un nuevo nivel con “Satanás”.
Vamos, Vitus, ¿somos adultos o somos niños? ¿A qué vienen todos estos gestos melodramáticos?… Dices que tu alma murió, que has estado muerto todos estos años… ¿Y yo qué? ¿Acaso no morimos aquí, en Marmorus, quince años atrás? ¿No somos víctimas de la guerra como aquellos cuyos cuerpos fueron destruidos? ¿No somos muertos vivientes? Y ahora vienes a mí, jugando a ser un ángel vengador, infantilmente sediento de sangre… Nos entendemos muy bien; sabemos demasiado de la vida. Jugaremos a un pequeño juego, Vitus; un juego de muerte, si lo deseas.
Aunque “El cuervo” (1935), de Lew Landers, es, en mi humilde opinión, inferior a las otras dos cintas aquí mencionadas, quizás sí sea la más lograda como tributo a la figura de Poe, pese a que del legendario poema del que toma el título solo se citen unos versos. Aquí tenemos a un nuevo arquetipo del mad doctor, uno de los más malignos, el médico Richard Volin, que, obsesionado con la obra de Poe, reconstruye algunos de los instrumentos de tortura que imaginó el escritor, entre ellos el de “El pozo y el péndulo”. Volin se enamora perdidamente de la mujer a la que ha salvado la vida tras sufrir un accidente de coche y quiere hacerla suya como sea, pero cuando el padre de la muchacha le pide que renuncie a sus intenciones, el doctor desatará toda su insana demencia. Se trata de un nuevo encuentro en la cumbre entre Lugosi y Karloff, pero éste es realmente el show del actor húngaro, que encarna a la perfección, más ajustado que nunca, a un megalómano, misántropo y sádico científico que es la más pura encarnación del mal, más incluso que su propio Drácula. Sin embargo, Lugosi tuvo que soportar de nuevo la humillación de verse relegado en los créditos por debajo de Karloff, que en esta cinta tiene un rol más accesorio, el de un pobre diablo al que Volin chantajea para que le sirva en sus viles fines, y cuya caracterización, para más inri, no fue precisamente muy atinada. No es de extrañar que el bueno de Bela (que además siempre cobraba menos que Boris) albergase unos celos más que justificados hacia su sempiterno rival cinematográfico.
Poe era un genio y como todos los genios tenía el deseo insistente de hacer algo grandioso y constructivo en el mundo. Tenía la inteligencia para hacerlo. Pero se enamoró. Se llamaba Leonora. Pero algo sucedió; alguien se la quitó. Cuando a un genio le niegan su gran amor, se vuelve loco. Su cerebro, en vez de estar despejado para hacer su trabajo, está siendo torturado. Así que empieza a pensar en la tortura. Tortura para los que lo torturaron. (…) ¿Cuánto dolor puede soportar un hombre?
LA NOVIA DE FRANKENSTEIN (1935)
En 1935 la Universal ya había exhibido a todos sus monstruos “clásicos”, incluido el hombre lobo ese mismo año, en uno de los pocos fracasos claros del estudio en aquellos tiempos, “El lobo humano”, así que era perentorio encontrar nuevas fórmulas para seguir atrayendo al público, y fue entonces, al igual que sucede en nuestros días, cuando se recurrió a las segundas partes y las secuelas. Laemmle Jr. ya llevaba unos años tratando de convencer a James Whale para dirigir la continuación de las desventuras del monstruo de Frankenstein, pero el cineasta fue retrasando el momento de reencontrarse con sus criaturas, aunque cuando finalmente lo hizo se implicó con todas sus fuerzas, dispuesto a firmar su película definitiva para la Universal. “La novia de Frankenstein” no solo está considerada como una de las mejores secuelas de la historia, sino que en muchos sentidos supera al original, insuflándole mayor aliento poético y carga subversiva y potenciando su hermosa estética de lo macabro hasta cotas nunca superadas en el género. Después de un prólogo que sirve como reconocimiento a la creadora de la criatura, Mary Shelley, en uno de sus célebres encuentros en Villa Deodati con Lord Byron y su marido Percy B Shelley en los que gestó su novela, la cinta retoma la acción donde se quedó en “El doctor Frankenstein”, con el monstruo sobreviviendo al incendio del molino… solo para continuar su via crucis, perseguido por las aterrorizadas multitudes que quieren acabar de una vez por todas con la amenaza que supone el que es diferente. Whale quiso profundizar en la sensibilidad y la soledad de la abominación, haciéndole consciente de su monstruosidad, concediéndole breves pero significativas líneas de diálogo –en contra del punto de vista de Karloff, que consideraba que se desvirtuaba la esencia del personaje- y permitiéndole encontrar, aunque solo fuese por un corto tiempo (su estancia en la cabaña del ermitaño) el cariño y la comprensión que siempre se le negaron. El segundo hallazgo de la cinta es la presentación del inquietante doctor Pretorius , un cínico e irreverente mad doctor (deliciosamente interpretado por Ernest Thesiger) que también ha logrado crear vida humana –esas pequeñas criaturas llamadas homúnculos- y que no parará hasta conseguir que el atormentado Henry Frankenstein se le una en su deseo de crear una compañera para el monstruo. La llegada de la novia, es sin duda, todo un hito del cine de terror. Whale planifica la larga secuencia del nuevo experimento en el célebre torreón de la primera parte mediante un vertiginoso (y muy adelantado a su tiempo) montaje de planos enfáticos y expresionistas perfectamente combinados con una partitura que, quizás por primera vez en el cine sonoro, se fusiona perfectamente con sus imágenes (cometas al viento, relámpagos descendiendo por los mecanismos del laboratorio, palancas accionadas y rostros crispados) para construir una desasosegante intensidad que culmina con el primer plano de la novia devuelta a la vida. Cuando Elsa Lanchester aparece con su cardado egipcio y sus movimientos eléctricos de inmediato se convierte en uno de los mayores iconos del cine fantástico y, con el tiempo, de la cultura pop. Sin embargo, las esperanzas del monstruo de hallar un igual que le haga compañía se desvanecen cuando ella le repudia y eso provoca que termine inmolándose junto a la mujer y Pretorius. Desgraciadamente, la criatura no terminaría sus días en esa explosión, y las sucesivas secuelas que sucederían a esta (ya sin Whale, y pronto sin Karloff) fueron degenerando hasta el absurdo. “La Novia de Frankenstein” es, pues, la cumbre del horror de la Universal, y también la última ocasión en la que se reunirían los mayores talentos técnicos de su época dorada en la cúspide de su inspiración, pero también anuncia la decadencia que se cernía a la vuelta de la esquina.
Por un mundo nuevo de dioses y monstruos
EL HOMBRE LOBO (1941)
Como apuntábamos en el epígrafe anterior, “El lobo humano” fue la primera incursión de la Universal en la licantropía y también una sonora decepción en taquilla, quizás injusta porque el singular filme de Stuart Walker no era necesariamente inferior a otras propuestas del ciclo. En cualquier caso, ya en los años 40, el estudio volvió a intentarlo con una aproximación distinta a un personaje que, a diferencia de Drácula o Frankenstein, carecía de bases literarias sólidas en las que basarse. El prestigioso guionista Curt Siodmak investigó las tradiciones folklóricas del licántropo para conformar toda una mitología (el pentáculo, la luna llena, las balas de plata) que serviría de referencia para lecturas posteriores. Quizás ese sea el mayor mérito de “El hombre lobo”, el de crear un universo equidistante al de los científicos megalomános y las criaturas centenarias que conformaron el grueso del ciclo en su época de esplendor y proponer a un monstruo que lo es por puro accidente y que desearía con todas sus fuerzas dejar de serlo. Más incluso que Frankenstein, el hombre lobo es el monstruo desdichado de la Universal por antonomasia. Hay algo profundamente patético en ese supuesto galán que regresa a su pueblo natal como el hijo pródigo y que por ir a socorrer a una dama en apuros termina siendo presa de una maldición que condenará su alma para siempre. Pese a sus carencias interpretativas y su escaso carisma, Lon Chaney Jr., el hijo del archifamoso “hombre de las mil caras”, es perfecto para encarnar el papel de Larry Talbot, pues la biografía del propio Chaney Jr. le emparenta con el personaje, ambos a la sombra demasiado alargada de un padre autoritario. El actor terminaría dando vida a todos los monstruos clásicos de la Universal, pero siempre en versiones a años luz de las originales de Lugosi y Karloff, siendo el hombre lobo el único personaje por el que pasaría a la posterioridad, a pesar de que en las escasas apariciones que tiene como tal en esta primera película no resulta muy convincente como criatura temible y aterradora, empezando por esa camisa abotonada hasta el cuello y siguiendo por su poco amenazante gestualidad. Ciertamente, el maquillaje ideado por Jack Pierce hoy no nos parece muy terrorífico (¿es un lobo? ¿un jabalí? ¿un perro? ¿un peluche especialmente feote?), y ha sido sobrepasado con creces conforme avanzaban las técnicas, pero en su momento fue otra proeza de caracterización y aún supone una de las representaciones más emblemáticas del personaje. Otro acierto de la cinta de George Waggner fue la introducción de un nuevo prototipo en la galería de personajes del ciclo: los zíngaros y adivinos, con su sabiduría milenaria y sus supersticiones mágicas (contrapuestas al vehemente racionalismo propio de las clases altas), representados aquí en Bela, el licántropo original, (en fugaz aparición de un otoñal Lugosi) y la gitana Maleva (Maria Ouspenskaya), la única capaz de comprender y empatizar con el sufrimiento de la desgraciada bestia. También es meritoria la atmósfera neblinosa que captura Joseph Valentine en las sugerentes secuencias nocturnas del bosque a la luz de la luna, pero hay que reconocer que “El hombre lobo”, pese a su considerable éxito comercial, es la cinta menos inspirada de los grandes clásicos del ciclo, lastrada por inconsistencias argumentales varias, la celeridad deslavazada de las secuencias de acción y una sensación de no exprimir al máximo las posibilidades de la historia. Con todo, es un más que digno cierre a la edad de oro del terror de la Universal y definitivamente superior a todo lo que ya vino después.
Incluso un hombre puro de corazón que reza sus plegarias todas las noches puede convertirse en lobo cuando el acónito florece y brilla la luna en otoño
SECUELAS, DECADENCIA Y FINAL
Con la pérdida de los estudios por parte de un Laemmle Jr. acuciado por las deudas –pasaron a engrosar la Standard Capital Corporation- , la Universal cerró en 1936 la primera y triunfal parte de su ciclo y en 1939 abrió una fase bastante menos memorable en la que se dedicaron esencialmente a remedar sus monstruos clásicos. Aunque siguieron produciéndose películas originales como “El poder invisible” (1936), “La torre de Londres” (1939)o “Black Friday” (1941), la mayor parte de los esfuerzos se invirtieron en devolver a la vida a sus célebres criaturas. El de Drácula fue un caso paradójico, pues el personaje no apareció en su secuela, “La hija de Drácula” (1936), a pesar de que Lugosi ya estaba contratado, y la historia se centró en la condesa Zaleska, desdichada descendiente del príncipe de las tinieblas. En “El hijo de Drácula” (1943) el protagonismo le correspondía al aparentemente hijo del conde, Alucard, que no era sino el propio Drácula, interpretado en esta ocasión por un Lon Chaney Jr. con bigotito alejado del magnetismo y elegancia de Lugosi. Por su parte, Karloff volvió a retomar a su célebre criatura para la todavía aceptable “La sombra de Frankenstein” (1939), en la que se introduce el personaje del jorobado Ygor (Lugosi), un ser abyecto que obligará al hijo del doctor Frankenstein a revivir al monstruo. Curiosamente, la abominación parece involucionar, ya que pierde la capacidad de hablar sin justificación alguna y queda reducido a un rol secundario. Karloff, consciente de que el personaje ya no daba para más, se bajó aquí del carro, aunque la historia continuaba en “El fantasma de Frankenstein” (1941), con los electrodos sobre la cabeza de un omnipresente Lon Chaney Jr. Esta película marca el inicio de la definitiva decadencia del género, aunque peor aún es “Frankenstein y el hombre lobo” (1943), primera reunión de dos de los iconos del ciclo. Chaney Jr. se quedó, por supuesto, con el licántropo y el monstruo pasó a ser…Lugosi, el mismo que rechazó el papel en 1931 y que ahora, muy desmejorado y con graves problemas económicos, se veía obligado a aceptar. Su composición del monstruo es tan penosa que casi resulta entrañable.
También son muy prescindibles las continuaciones que tuvo “La momia”, y fueron unas cuantas. “La mano de la momia” (1940) presentaba a Kharis (Tom Tyler), otro muerto revivido que se ensañará con una expedición arqueológica que osa profanar la tumba de una princesa egipcia. Posteriormente, “La tumba de la momia” (1942), “El fantasma de la momia” (1944) y “La maldición de la momia” (1944), todas ellas con Chaney Jr. como Kharis, se limitaban a ser más de lo mismo y peor. También hubo secuelas para el hombre invisible, la primera de ellas, “El hombre invisible vuelve” (1940) con el mismísimo Vincent Price como protagonista, y la segunda, “La venganza del hombre invisible” (1944) , con Jon Hall. Curiosamente, John P. Fulton fue nominado al Oscar por sus efectos especiales en estas secuelas, cosa que no sucedió con el título original.
Con este panorama tan desalentador, y con el interés del público decreciendo por momentos, el ciclo estaba abocado a la extinción, y el punto final llegó con los cócteles de engendros. “La zíngara y los monstruos” (1944), de Erle C.Kenton, es el canto del cisne del terror de la Universal, en el que se juntan Drácula (interpretado por un delgadísimo David Carradine), Frankenstein (Glenn Strange) y el hombre lobo (Chaney Jr.), más el mad doctor Gustav Niemann, el último trabajo de Karloff para el estudio. Su estructura episódica le dota de cierto dinamismo, aunque en honor a la verdad no es una gran película y su interés va de más (con la fuga de prisión de Niemann y su posterior encuentro con el conde) a menos (cuando aparecen los otros dos monstruos). Sin embargo, supone un cierre a toda una época más atinado que su secuela, “La mansión de Drácula” (1945), un final oficial perfectamente olvidable. El último clavo del ataúd del ciclo lo colocó “Abbot y Costello contra los fantasmas” (1948), de Charles T. Barton, una manera de seguir explotando el ya muy menguado filón bajo la argucia de darle la vuelta al género y convertirlo en parodia. Allí volvían a estar Lugosi, Chaney Jr. y Glenn Strange, el último Frankenstein, tratando de mantener algo parecido a la dignidad para sus queridas criaturas, pero sin conseguirlo realmente entre los gags de Abbot y Costello, los verdaderos protagonistas de la cinta. Da igual. Pocos recuerdan ya al dúo cómico, pero los monstruos han perdurado durante décadas, tanto en el cine como en la imaginación de millones de aficionados. Desde las deliciosas revisiones de la Hammer (la legítima heredera de la Universal) hasta las grandes superproducciones de Hollywood -algunas con vocación de qualité, otras meros artefactos comerciales-, pasando por la serie B más ignota, la animación, la comedia (cómo olvidarnos de la entrañable “La Familia Monster”) o incluso las series de televisión contemporáneas (“Penny Dreadful”, “Drácula”). Y todavía hay cuerda para rato, pues la Universal ya ha anunciado su intención de revivir su catálogo de abominaciones bajo las reglas del blockbuster contemporáneo y en un universo compartido, a la manera del de Marvel. La idea puede ser más o menos afortunada o un total dislate, pero en cualquier caso siempre podremos volver una y otra vez a las fuentes originales, a ese mundo en blanco y negro expresionista de Dioses y Monstruos, ya casi centenario, que nunca se marchitará.
Estupendo artículo de un momento irrepetible del cine de terror, muchas gracias!
Muchas gracias a ti, Rafa, por tus palabras. Un saludo!
Muy muy buen post…