«Girls»: la poética de lo ordinario
(AVISO SPOILERS: Puede que cuatro meses después de la emisión del que es hasta ahora su último episodio, «I Love You Baby», alertar de spoilers sea más una oda al humor que una consideración. No obstante, a partir de aquí, monstruos.)
Tal vez, no hablar de una de las dramedias (o comedias tristes de corte indie, como gustéis en clasificarlas) más importantes en antena desde su tercera temporada sea un delito por parte del Cadillac, pero en los últimos tiempos este pequeño espacio nuestro con olor a gasolina está poniendo remedio a eso de no traeros lo mejorcito de la ficción televisiva aunque podamos permitir un pequeño tirón de orejas de vuestra parte por la demora. Hoy es la criatura de Lena Dunham la que mueve nuestras palabras, esa criatura emitida por HBO que despierta tantas pasiones como bilis pero a la que sólo podemos calificar de honesta por múltiples razones.
Mi relación con «Girls» no comenzó en su primer año de emisión ni supuso el flechazo instantáneo que tanto se extendió en una buena mayoría de sus espectadores por una razón bien sencilla: nunca me pareció que fuera la voz de una generación. No exactamente y no de la mía, desde luego. No era un reflejo de mi estilo de vida personal ni de ninguno de los individuos que en aquel momento componían mi entorno. Y la cuestión es que el contexto era el mismo: veintitantos años, últimos coletazos en la vida universitaria y el miedo ante ese tiburón tan falto de piedad que es el mundo real. Pero no me veía en el reflejo de lo que ofrecía esa nueva serie tan absurdamente tachada de «para modernos» de la cadena por excelencia. Principalmente porque ese llamar independencia por parte de los personajes a un piso pagado por mamá y papá mientras exploraban sus más ancestrales deseos tenía poco que ver con los dos duros que llevábamos en el bolsillo algunos. Si las andanzas del alter ego de Lena Dunham y su corte acabaron por ganarme un par de años después fue por una razón bien sencilla: empecé a ver sus episodios como una sátira, como una crítica a una juventud algo acomodada en la que si bien no encontraba ejemplo a mi alrededor, sí veía (y sigo viendo) a diario en las redes. La palabra «independencia» de nuevo utilizada sin pudor por zagales y zagalas que sin un empleo gozan de una vivienda en la que no conviven con sus padres, se llevan todos los fines de semana un cargamento de comida de mamá y la colada hecha de vuelta. Viajes carísimos, festivales de impacto masivo y juergas por doquier sin un sueldo propio que sostenga este modus vivendi, algo que algunos no conseguimos explicarnos. Ahí es precisamente donde «Girls» pone el dardo y nos gana, sobre todo al principio. Luego, simplemente, caemos rendidos ante sus testimonios de lo ordinario adornados con flores secas.
Una de las mayores virtudes de este producto es la de vendernos un paquete completo de historias donde sus protagonistas son, de manera individual, absolutamente detestables. Es una realidad, en un principio una mira cada una de esas personalidades por separado y no puede evitar pensar que son odiosas, pero tampoco puede evitar tomarles un extraño afecto a medida que avanzan sus vidas, se narran sus andanzas, sus batacazos estrepitosos y sus escasos éxitos. Y acaba por ocurrir ese efecto mágico de verse reflejada en la pantalla aunque no de la manera más exacta. Termina por suceder entre líneas, de manera sutil y bien matizada.
Detengámonos por enésima vez en ese cuadro imperfecto que conforman los cuatro personajes principales. Una Hannah con un ego del tamaño del globo terráqueo que cuenta con la irritante facultad de hacer que todo acabe girando alrededor de ella y que por norma general no sabe escuchar (como muestra, elijan ustedes cualquier conversación telefónica de las que mantiene con sus padres), pero que cinco años después ha logrado convencerme de sus virtudes. No sabe lo que quiere, como cualquiera de nosotros, pero sabe que tiene que buscar para encontrarlo y no le importa. Es así como acaba viviendo todas esas situaciones absurdas pero extraordinarias dentro de lo vulgar, y si la vida no consiste a menudo en eso, nos estamos equivocando. No menos loable resulta la falta de complejos de la que suele hacer gala. Voy a hacer un mal uso del lenguaje diciendo que me resulta molesto que a la audiencia le resulte molesto que Lena Dunham pasee sus lorzas tan frecuentemente y sin el menor problema. Ya jodería menos si se tratara de Marnie, de eso estoy segura hasta la deshonra. Pero es ella, con su pelo cortísimo, su talla grande y sus senos pequeños, y la sociedad aborrece no poder controlar al resto a través de sus complejos. La televisión ya está bastante infestada de modelos impuestos de «perfección» externa femenina.
Un ejemplo de esa externa perfección (que sólo responde a un canon temporal, dicho sea de paso) es Marnie, la mejor amiga de Hannah. Una de las relaciones de amistad más egoístas que hemos visto en la pantalla, otro de esos pedacitos de verdad que a «Girls» le gusta tanto echarnos en cara. Marnie es una niña pija educada para ser un maniquí con éxito y un hombre del brazo. Una carcasa que sólo tarda en romperse unos episodios, porque por mucho afán de recomponerse por las mañanas que la chica ponga a la vida, no tiene ni la menor idea de qué hacer con ella. Su debilidad, su falta de personalidad y, paradójicamente de autoestima, no han hecho sino ponerla en evidencia y traerle un fracaso estrepitoso tras otro hasta la última temporada emitida, en la que en el episodio del que todo el mundo habla (y nosotros lo haremos más tarde) llega al límite del hartazgo y trata el menos de despertar.
Nos damos también de bruces con Shoshanna, esa mujer demasiado infantilizada en algunos aspectos que parece encontrar la adolescencia a una edad tardía y que siente la imperiosa necesidad de decir a todo el mundo lo que piensa sin el menor tacto, víctima de una verborrea constante y sonante. ¿Y qué hay de ese intento de bohemia de manual de Jessa? De manera extraña es uno de los personajes que más atractivos me resultaron en un primer momento y le guardo hasta cierto cariño, pero llevar por bandera aquello de ser libre de la esclavitud del ciudadano medio y el empleo siempre mantenida por otra persona no deja de ser un chiste que se cuenta solo, demasiado parecido al modus vivendi sobre el que ya hemos disertado. Por no hablar de sus salidas de madre, sus adicciones y la falta de afecto que trata de esconder. Porque Jessa, en realidad, está sola y necesita ser el centro de atención de manera constante.
Junto a este cuadro imperfecto que ni siquiera llegamos a entender que mantenga una relación de amistad, tenemos a otros personajes que ayudan a mover los engranajes de este gran elefante. Los padres de Hannah, un matrimonio peculiar que con el paso del tiempo aumenta su condición de parodia. Adam, que por mucho que haya mejorado como personaje, sus pretensiones de sociópata que no entiende la forma de vida del resto de mortales no engañan a nadie y vive la mayor parte del tiempo sin trabajar (porque esclaviza, por supuesto) y de otros. Lo hemos visto sacar de madre todo tipo de situaciones corrientes, no gusta de hablar ni relacionarse y ha protagonizado una de las relaciones sexuales más desagradables y vejatorias de la serie. Será demasiado intenso e inestable, pero se ha convertido en una parte fundamental sin la cual no imaginamos esta historia.
Como contrapunto completamente práctico se nos cuela el personaje de Ray, ya en sus treinta y tantos y por lo tanto un abuelo para el resto, puede que algo falto de sueños pero con los pies en la tierra y el alma un poco cansada para el mundo actual. Trabajador, malhumorado y honesto hasta la ofensa. ¿Y qué hacemos con Elijah? Ay Elijah… el ex gay de Hannah que ha pasado de personaje caricaturesco a pilar fundamental en la vida de la chica.
Pero la única virtud de «Girls» no es la de conseguir la empatía de la audiencia hacia un montón de personajes odiosos de los que podemos picotear partes de nosotros mismos y odiarlos aún más por ello. No es ésta una serie de momentos explosivos con una dinámica de cliffhangers que nos dejan con la boca abierta y ganas de más. Nos conquista desde su condición comedida, desde ese surrealismo del día a día que en ocasiones ni siquiera nos suena a televisión. No volamos por los aires con ella ni nos pasamos el año evitando spoilers. Simplemente, durante sus treinta minutos de duración, nos dejamos engullir por su sencillez (que puede que también guarde algo de pretencioso y de anhelos de Allen) y por esos momentos de realismo doloroso que se esconden en todo esta comedia dramática.
Como esa realidad que el programa trata de reflejar es más real en nuestro lado de la pantalla, en 2015 no comentamos su gran cuarta temporada y antes de zambullirnos de lleno en la quinta (y penúltima) que queremos analizar con más detenimiento, convendría hacer una pequeña parada en aquellos momentos importantes que han condicionado las entregas de este año, como el fin (más anunciado que la muerte de Santiago Nasar) de la relación entre Hannah y Adam. Una relación que venía tambaleándose desde que el chaval se metió en el papel de actor entregado, excéntrico y ególatra y decidió que su pareja era una distracción con la que convivir. Teniendo que decidir entre el sueño y el idilio que ya nunca se produjera entre ellos dos, a Hannah le surge la oportunidad de ir a estudiar un postgrado lejos de todo y volverse a centrar en aquella pasión suya que parecía desterrada. Claro, que recibir críticas nunca se le dio demasiado bien y su estancia en Iowa dura lo justo para perder una bicicleta, beber hasta el olvido y terminar enfrentada a todos sus compañeros.
El estallido llega cuando la chica decide volver y recuperar esa relación que quedó en stand by en «Sit-In», uno de los mejores episodios que ha visto la serie. Cuando Hannah cruza la puerta de su apartamento encuentra al hombre con el que lleva años manteniendo una relación surrealista (y nada psicológicamente sana en sus comienzos) viviendo otra vida. Sus muebles ya no están, ella está de más y como el espectáculo es su verdadera vocación decide meterse en una cama que no es suya y dejar que todo aquel que alguna vez ha formado parte de su vida llegue a aconsejarla para recibir una patada en la boca a cambio.
Paradójicamente, el consejo más realista, doloroso y honesto saldrá de los labios de Marnie (sí, esa mujer que acaba diciendo «sí» a un matrimonio con un hombre inestable y que nunca la ha tratado con dignidad fuera del escenario donde comparten su folk moñas), que busca a su amiga para decir lo que nadie se atreve a decir: que si bien las maneras no han sido correctas, Adam tiene derecho a seguir adelante con su vida y a intentar una relación nueva, y que nunca se lo va a perdonar si no lo deja hacerlo. Nuestra protagonista se lamenta por no haber tenido una oportunidad de saber si esa relación tenía que funcionar sin darse cuenta de que esa oportunidad ya la ha tenido y ambos han dejado que vuele. Es real y es muy de todos nosotros, por eso nos ponemos insultantemente sensibles cuando ambos intercambian un «gracias por pasarte» y ella se aleja por las calles de Nueva York en busca de ese sofá perdido en el que dejarse caer acunada por un «Shiver» de Lucy Rose que concluye esta guerra.
Despedimos el cuarto año de «Girls» con Shosh camino a Japón después de haberla cagado en todas las entrevistas de trabajo y dando prioridad a una oportunidad única de dar el salto ante una potencial relación de pareja, con una nueva vida llegando al mundo, Marnie atándose más a una relación cáustica y Hannah probando su nueva vocación docente y un nuevo amorío aburrido y digno de Bridget Jones. Y Jessa… siendo Jessa.
La quinta temporada, emitida este 2016 entre los meses de enero y abril, abre con esa boda entre Marnie y Desi que no podemos creer que esté sucediendo porque es poner la guinda a un pastel quemado. Casi no sucede, de hecho, porque Desi, ese amago de artista desatado, desequilibrado y narcisista hasta decir basta, trata de huir de ese matrimonio en proceso que el mismo propuso por octava vez. No esperábamos menos (ni más).
Lo que no podemos entender es que Marnie, por muy entrenada en la dependencia emocional que esté, siga participando de todo ese teatro que se ha prolongado más de lo necesario y que sólo ha ido hundiéndola más en el pozo en el que no ha dejado de caer desde la primera temporada, ya que la Señorita Dunham se ha cebado con el personaje sin piedad con una intención muy clara. Lo bueno es que por no entender, no entiende ni la propia Marnie. La catarsis llega en «The Panic in Central Park», ese magnífico episodio que ha sido uno de los momentos televisivos más célebres y comentados por las redes del año. Porque ella no puede más y en ese apartamento claustrofóbico un día decide que no quiere desayunar con su marido y vive una jornada cargada de surrealismo, un vuelco a la realidad cuando trata de perderse.
En medio de ese paseo por la decadencia se encontrará de frente con Charlie, uno de sus traumas más marcados desde que se marchó por la puerta con palabras durísimas, alguien a quien en el pasado tampoco supo tratar bien y recibió una patada en el ego como consecuencia. A partir de ese momento hay explicaciones que llegan tarde pero que llegan, hay confesiones honestas y un despojarse de la necesidad de complacer a todo el mundo, hay identidades inventadas, descensos a los barrios bajos donde ahora su ex se mueve como camello y consumidor y hay baños improvisados en Central Park. Después de pasar la noche con él, porque no tenía sentido no hacerlo, nuestra Marnie (porque ahora es nuestra aunque sigamos sin poder aguantarla la mayor parte del tiempo) vuelve a casa descalza para decirle a Desi todo lo que guardó y no quiso exteriorizar anteriormente: que se acabó, que reconoce que hay que estar realmente mal de la azotea para dejarse follar con una almohada en la cabeza para tapar la culpa de otro, que no hay más matrimonio enfermizo que mantener y que todo ello (y esto es lo más importante) ya no es su problema. La dejamos acurrucada en la cama de su mejor amiga mientras suena un irónico «Here´s To Us» y de ahí nacerá el despertar del letargo. Porque tendrá que hacer malabares con una carrera profesional que comparte con el hombre del que se está divorciando y porque, por más que haya tratado de huir de esa realidad, está enamorada de Ray, alguien menos guapo, menos loco, menos artístico y que de un tiempo a esta parte ha aprendido a respetarla de verdad. Una relación sana donde mear delante del otro no es el mundo sino parte de una rutina. Más real, más palpable.
Las andanzas de Hannah Horvath, por otra parte, son cada vez más propias del teatro del absurdo. Su aventura en el mundo de la enseñanza parece irle mejor de lo que la audiencia esperaba y sin lugar a dudas cuenta con las herramientas para meterse a los estudiantes en el bolsillo. El problema es que no tiene límites y a ratos no sabe separar su lado aún adolescente (propiciado por ese egocentrismo que le es tan propio) de su lado adulto, que no tiene el menor problema en airear intimidades con sus compañeros o su propio jefe que no debería llevarse al trabajo. No tiene problema, incluso, en mostrar un primer plano de su vagina al director del colegio para hacerlo sentir incómodo y cortar una conversación seria sobre profesionalidad. Sea como fuere, sus técnicas de lunática acaban por abrir un hueco en el corazón de esa institución privada y su marcha será sentida porque ha sabido dejar a un lado la rectitud para educar con emociones, de manera más o menos acertada.
Su relación con Fran también acaba por llegar a término, de manera evidente, ya que por mucha estabilidad que parezca existir, no dejan de ser cara y cruz de lo que ni siquiera es la misma moneda. Nunca me gustó ese muchacho tan de maletín y modales tan correctos como para sentir el ridículo en todas partes para ella, pero el paso del tiempo confirma que ese tándem no puede funcionar. No hay atracción física ni deseo en este espacio compartido que se nos antoja desmesuradamente aburrido. Claro, que igual el detonante podría haber llegado de otra manera, aunque nos hubiéramos reído bastante menos. La perspectiva de pasar dos meses en una caravana con ese hombre tan insulso hacen que nuestra protagonista huya a esconderse en un servicio de gasolinera ofreciendo una carrera estúpida en círculos tan típica en ella que todo se convierte en un chiste. Y no menos ridícula es la idea de volcar la camioneta de helados de Ray por hacerle una mamada para agradecerle que la recoja y dejarlo tirado después. Todo esto en pijama.
Íntimamente relacionado a tal estallido está el hecho de que lo que la rodea y en menor medida la concierne no deja de ser un caos que potencia ese ombliguismo suyo. Hace ya una temporada que su padre decidió confesarse gay y aunque ella ha sido un apoyo, no termina de entender el tipo de matrimonio que llevan ahora sus padres. En ese terreno ha sido una relativa suerte contar de nuevo con Elijah, que ha terminado por convertirse en su amigo más íntimo, después de todo, y que esta temporada ha protagonizado su primer mal de amores serio. Además, también está esa relación que han empezado a mantener Jessa y Adam, que no han sabido compartir de la manera adecuada debido a la falta de madurez que caracteriza a ambos.
No nos olvidamos de Shosh, que empieza el año plena de felicidad en Japón viviendo una vida que parece hecha a medida para su carácter y sintiéndose realizada por primera vez. No dura mucho el sueño, porque tras su despido y su decisión de quedarse en tierras orientales a toda costa llega el momento de darse cuenta de que en realidad se siente terriblemente sola, así que decide volver a un país que detesta, pero en el cual puede compartir su odio con otros conocidos. Además, sus conocimientos de marketing la llevan a volver a poner en marcha el negocio de Ray con su filosofía anti-hipster. Quizá, después de todo, haya encontrado su vocación.
Volviendo a ese extraño romance que mantienen Adam y Jessa desde el inicio de la temporada, he de decir que me encuentro en ese bando que considera la relación como la más lógica del show. Quieran o no, porque no es algo que a ninguno de los dos les guste, son increíblemente parecidos. Qué cojones, en ciertos aspectos son iguales. Falta de madurez emocional, incapacidad de hablar de nada importante sin mantener una discusión acalorada como colofón, inexistentes recursos para hablar con tranquilidad y un mínimo de raciocinio con Hannah en lugar de retirarle la palabra, unas habilidades sociales muy cuestionables, una soledad nacida de ese querer ir contra la sociedad tan plástico y la tendencia a verse mantenidos por otras personas de la que a menudo suelen hacer gala. Por no hablar, por supuesto, de que ambos pertenecen a ese colectivo que en tiempos modernos llamamos «gente tóxica» aunque no lo pretendan. Un choque de egos brutal que acaba encajando a la perfección.
Enorme el estallido por la culpa en el último episodio emitido de la serie, donde un nombre acaba por convertir un apartamento en un campo de batalla con guiños a «El resplandor» incluidos. Son ellos dos en esencia, violentos e incapaces de hablar, justo cuando ese nombre que ha servido de detonador acaba de perdonarlos. Porque Hannah ha vuelto y sigue tratando de madurar, se ha dado cuenta de que esa relación no es su problema y una cesta de frutas es una ofrenda de paz tan buena como otra cualquiera. Ha vuelto, quiere escribir de nuevo, y ese monólogo final sobre su ataque de celos nos lo dice todo. A ellos los dejamos destrozados después de la demolición y el polvo, ella corre por las calles de Nueva York en perpetua búsqueda de esa persona en la que quiere convertirse y un clásico como «I Love You Baby» pone fin a una temporada magistral.
En enero HBO comenzará a emitir la sexta y última temporada de la serie, algo que algunos llevamos sólo regular. Pero no podemos negar que quizá sea buen momento para retirarse, ahora que el cuarteto protagonista empieza a ver la realidad de los estragos de la vida adulta, que viene siendo el motor de la serie desde un principio. Estoy pensando que tal vez «Girls» sí es la voz de una generación, o al menos de una parte de ella, llamémoslo reflejo o llamémoslo parodia. Puede que no encaje con mis vivencias personales del momento en que nació ni con las de los jóvenes de mi alrededor, pero sin lugar a dudas viene con un mensaje claro desde el principio, aunque nos joda verlo. No queremos que se vaya, pero puede que ver a las chicas llegar a los treinta con este modo de vida nos escueza más de la cuenta, por razones obvias. Y nunca querremos reconocerlo.
Gracias! me has animado a verla ^^ del tirón
No sabes cuánto me alegra leer eso, ¡disfrútala!
El hipterismo es la más re-pija de las actitudes pagadas por progenitores adinerados desde los tiempos del hipismo. Habiendo visto la primera temporada y con las dos siguientes ya completas en el zurrón, te doy las gracias porque tu artículo me ha cargado de razones para dejar de seguir ésta serie. A la Papelera de Reciclaje; del tirón.
Ya tenía ganas de participar en vuestro blog, porque me gusta mucho y no he encontrado a nadie con compartir mi experiencia con Gils. Como tú me costó entrar en la serie porque sus protagonistas no tienen nada que ver conmigo ni en edad ni en modo de vida, pero sus episodios son tan mágicos que aunque empiezas pensando que Hannah y sus amigos
son detestables, terriblemente inmaduros y fracasados cuando acaba y te ponen la música siempre perfecta, te quedas enganchada a un cuadro que respira autenticidad, frescura y una realidad humana que Es universal.
Lena Dunham ( no me importa repetir la referencia) es el Woody Allen actual, ha sabido romper la narrativa con la misma precisión y sentido del humor con que lo hizo él en los años70.
Y sin lugar a dudas, la última temporada ha sido la mejor, maravilloso el episodio en el que Marnie deja a su marido, el que Hannah deja a su novio y el final » I love You Baby»Hanna/ Lena.
Es una pena tener que despedirse de ella dentro de una temporada, pero tiene todo el sentido. Me alegro de que hayas encontrado la oportunidad de comentar con esta serie. ¡Bienvenida!