“Gravity”: sueños, milagros, cine
Voy a confesaros algo. Uno de mis sueños más profundos e íntimos. Un anhelo que late en mi interior, creo, desde que tengo uso de razón. Algo que es, además, bastante improbable que se cumpla, por no decir imposible. De hecho, si un buen día se me apareciese uno de esos simpáticos genios de la lámpara y estuviese dispuesto a concederme un deseo, el que fuese, pero sólo uno, esto que os digo se me pasaría, con total seguridad, por la cabeza. Aunque al final, me temo, me viese obligado a decantarme por algo más práctico y necesario, la tentación, creedme, sería enorme. Y es que, amigos, quiero ir al espacio. No querría morirme, va en serio, sin cumplir ese sueño. Y aunque lo de morirme es algo que proyecto hacer dentro de mucho, muchísimo tiempo, mis planes de ir al espacio, como os imaginaréis, de momento no pintan muy bien. Lo de hacerme astronauta (o cosmonauta, que es el palabro ruso y mola muchísimo más) a estas alturas está ya francamente complicado, y tampoco llevo bien lo de convertirme en millonario para darme el capricho de pagarme un billete, con toda la chulería del mundo, como turista espacial. Así que creo que mis oportunidades se reducen, y es algo en lo que últimamente he pensado bastante (para que veáis lo mal que puedo llegar a estar de la cabeza), a que dentro de un montón de años, cuando sea viejecito, se den una serie de condiciones: que me encuentre razonablemente bien de salud, que el turismo espacial sea ya algo tan habitual y popular como irse a pasar un fin de semana a Lanzarote (bueno, igual no tanto, pero casi), y que si mi pensión, si es que eso para entonces sique existiendo, no alcanza, al menos a mis hijos o a mis nietos les sobre el dinero y tengan el detalle de obsequiar al buenazo de su padre o abuelo con el viaje de su vida.
Sí, lo sé, es soñar demasiado (si es que acaso se puede soñar demasiado), y para muchos de vosotros será un sueño absurdo (si es que se puede hablar de sueños absurdos). Algunos diréis «este gilipollas nunca va a ir al espacio», y probablemente estéis en lo cierto, tanto en lo de «gilipollas» como en lo otro. Así que me tengo que conformar pensando que, de alguna forma, ya he ido. Ya he estado allí. O he estado lo más cerca de allí que jamás estaremos la gran mayoría del común de los mortales. Gracias a ese puto genio llamado Alfonso Cuarón y a esa obra maestra titulada “Gravity”. Una película que consigue precisamente eso, hacerte creer, hacerte sentir, durante 90 minutos, que estás en el frío, infinito, inhóspito, despiadado y bellísimo espacio. Claro que cualquiera pensaría que uno está rematadamente mal de la cabeza si, después de ver el film, aún mantiene vivas sus fantasías espaciales… Pues debo estar como una chota porque así es. Sigo queriendo ir al maldito espacio. Quizás sea por algo que el astronauta Matt Kowalski (George Clooney) pronuncia mientras él y la doctora Ryan Stone (Sandra Bullock) vagan abandonados a su suerte a cientos de kilómetros de la Tierra, sin apenas posibilidades de regresar a casa y prácticamente condenados, por tanto, a una muerte segura. El bueno de Matt, que al principio de la cinta estaba disfrutando de su último paseo espacial antes de su jubilación, observa desde esa situación tan privilegiada y jodida a la vez una puesta de sol, probablemente la última que vea en su vida, y dice: «Creo que esto es lo que más voy a echar de menos». Y yo, testigo desde mi confortable butaca de tan precioso e incomparable espectáculo, le entiendo. Y le envidio.
Siete años después de su anterior película, la magistral “Hijos de los hombres” (a la que algún día deberíamos hacer justicia en nuestro ciclo “El cine del siglo XXI”), y tras casi cinco años de trabajo, “Gravity” finalmente vio la luz el pasado 28 de agosto en la apertura de la 70ª edición del Festival de Venecia. Después pasó por Toronto, San Sebastián, y finalmente llegó a las carteleras españolas (y estadounidenses) el pasado viernes. Así que mucho se ha escrito ya sobre ella. Habréis leído infinidad de críticas, artículos y posts destacando y alabando, en la mayoría de los casos, sus deslumbrantes efectos especiales, su inmejorable 3-D, su fastuosa fotografía, sus apabullantes efectos de sonido, su imponente música (para mí, quizás lo único que chirría, o incluso sobra del film), sus convincentes interpretaciones y, sí, por supuesto, ese ya antológico plano secuencia inicial, que ya queda para la historia y deberá estudiarse a partir de ahora, como otros firmados por el realizador mexicano, en todas las escuelas de cine del planeta. Críticos, aficionados y espectadores que han caído rendidos ante el poderío técnico de la cinta, pero a los que también les ha cautivado su trepidante ritmo, su angustiosa tensión, su desarmante emotividad, su visceral humanidad… Coged algunos de los textos más entusiastas que se hayan escrito en los últimos días sobre “Gravity” y, probablemente, un servidor los suscriba casi punto por punto, y poco más pueda añadir o aportar a estas alturas. No se trata de pereza, sino más bien un gesto de humildad y, sobre todo, de que con un caso como el que nos ocupa uno no siente la necesidad de analizar el séptimo largometraje de Cuarón como un film más, sino como lo que realmente es: un acontecimiento.
Cuentan, aunque puede haber mucho de leyenda, que en las primeras proyecciones cinematográficas de los hermanos Lumière, allá por finales del siglo XIX, la gente se acojonaba de verdad cuando veía en la pantalla avanzar a un tren por la estación, directo hacia los espectadores, pensando que estaba a punto de arrollarles. No sé si llegaría a tanto, pero el impacto en una audiencia nada acostumbrada a una técnica y un medio de expresión tan revolucionario tuvo que ser, verdaderamente, descomunal. O tuvo que parecerles poco menos que un milagro. El paso del cine mudo al sonoro, o la llegada del color, fueron otras revoluciones que causaron conmoción en su día tanto en la industria como en el público. Algo que nos juraron que se repetiría con la llegada del 3-D y no tardamos en descubrir que no, que no era para tanto. Ahora estamos en 2013 y creemos que estamos de vuelta de todo. Poco o nada es capaz de sorprendernos a estas alturas. De hecho, cada vez nos gusta más quedarnos en casa y ver las películas en nuestras pantallas de 50 o 60 pulgadas, y además ya podemos descargárnoslas en calidad Blu-Ray en apenas media horita, incluidos esos films que no se han estrenado en nuestro país o lo harán con uno o dos años de retraso. Algunos prefieren incluso vérselas en la pequeña pantalla de su iPad o su portátil, tumbados cómodamente en la cama o en el sofá, o se las reservan para matar las horas de un pesado viaje en avión, tren o autobús. Cada vez llegan menos títulos a las carteleras capaces de arrancar a las masas de sus hogares y arrastrarles a las salas de cine. “Gravity” puede ser un oasis en medio de este desolador panorama, pues es difícil que pueda cambiar las cosas, pero es innegable que es uno de esos espectáculos que sólo cobran pleno sentido, que sólo se disfrutan plenamente, si se experimentan en el lugar para el que fueron concebidos. Llegará el día en el que no nos quede más remedio que volver a verla en nuestra pantalla de 50 o 60 pulgadas, incluso en nuestro iPad, pero no se acercará ni de lejos a la experiencia de sentarnos en la butaca de un cine, colocarnos nuestras gafas 3-D y durante 90 minutos, sentir que estamos en el frío, infinito, inhóspito, despiadado y bellísimo espacio. Creer, durante hora y media, que nuestros sueños pueden cumplirse. De eso se trataba el cine, y casi lo habíamos olvidado.
Da igual que “Gravity” no sea perfecta. Tendrá detalles cuestionables por unos o por otros, en mi caso, como ya he dicho más arriba, tiene que ver con el uso de la música, mientras que algunos cargarán más contra el ‘background’ dramático del personaje de Bullock, o la socarronería del de Clooney, o la simplicidad o algunas concesiones de su guión… Yo sólo puedo decir que muy pocas veces, por no decir ninguna, he visto una exhibición de virtuosismo y lucimiento técnico y artístico tan al servicio de la narración, la veracidad y los sentimientos. En “Gravity” hay secuencias de acción sencillamente aplastantes, capaces de dejarte sin aliento, pero probablemente al salir de la sala de cine lo que te acompañará durante horas, días, sean imágenes como la de ese cuerpo exhausto en posición fetal, o la de esa lágrima que casi hemos llegado a sentir mezclándose con las nuestras. Pequeños milagros que resplandecen y vibran en medio de la tormenta. Hacía tiempo que un servidor no pagaba tan a gusto el precio de una entrada de cine, más la de su acompañante. Y repetirá, seguro, antes de que la película desaparezca de la cartelera. Porque, como os decía al principio de este post, quiero ir al espacio, y por si acaso cuando sea viejecito no ando muy bien de salud, o el turismo espacial aún es una utopía lejana, o mis hijos o mis nietos no pueden permitírselo o son unos jodidos tacaños, es posible que “Gravity” sea la única forma, de momento, de hacer realidad uno de mis mayores sueños. Y por diez eurillos de nada.
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Cierto, es más que una película. Es que como si la hubieran rodado con nosotros dentro, flotando en el espacio….
Cojonuda la critica. Me ha gustado mucho, de verdad.
Y la peli…Maravilosa
mas bien Maravillosa
Amicci, recien venidos del cine… y sips, obra maestra. Muy buena critica.
Ahora que la he visto, Rodrax, cojonuda crítica. Como sabes que soy mucho de sacar defectos, efectivamente no me convence demasiado la historia de la Bullock, me encanta la música (sí, soy una mosca cojonera), pero, en definitiva, estamos ante uno de los grandes espectáculos técnicos de la Historia del cine. Y con eso no puede ni la Bullock.
Cierto, la nostalgia de ver el espectáculo del más bello planeta desde el inmenso y eterno silencio de la oscuridad total, desde mi pequeño, frágil, móvil y confortable hogar de mi traje espacial, me acompañará para siempre. Es el precio de haber sido feliz allá arriba.
El Olonés