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Portishead: el enigma de otro mundo

18/07/2014

Portishead1

Tres discos de estudio en 20 años. Una producción cuantitativamente exigua para cualquier trayectoria musical, al menos sin que medie retirada o separación oficial y posterior reunión. Y, sin embargo, tres discos – “Dummy” (1994), “Portishead” (1997) y “Third” (2008)- son suficientes para que Portishead sean consideradas una de las referencias imprescindibles en la evolución de la música popular de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Y si me apuran hasta les sobrarían dos, pues ya únicamente con su debut adquirieron ese estatus de banda de culto que el paso del tiempo no ha hecho sino acrecentar. Porque si hablamos de culto en la acepción más estricta de la expresión –aquella manifestación artística que aviva un fervor casi religioso en un grupo de seguidores-, quizás no haya otra banda que se ajuste mejor a la misma que la formada por Beth Gibbons (voz), Geoff Barrow (programaciones y teclados) y Adrian Utley (guitarra y bajo). Más que un grupo musical al uso, Portishead es un estado de ánimo, un misterio indescifrable, un enigma de otro mundo que no puede ser descodificado por las leyes de los simples mortales. Emoción y misterio, melancolía y tensión, sensualidad y desolación. Inclasificables, pese a que durante mucho tiempo esta industria tan temerosa de todo lo que huela a auténtica y excitante novedad quiso encajonarlos en aquella etiqueta tan engañosa como a la postre fraudulenta llamada trip hop.

¿Cuál es el secreto de Portishead? ¿Es posible desentrañarlo? ¿Cuál es el motivo de que miles de personas –muchas de ellas habitualmente poco impresionables- les veneren de tal manera que un concierto suyo sea recibido como si se tratase del segundo advenimiento de Cristo? Con motivo de su actuación en Madrid este viernes 18 de julio (primera ocasión en la capital), en El Cadillac Negro trataremos no de dar respuesta a estas preguntas, sino de comprender las claves que dan forma al inasible jeroglífico que supone este icónico grupo. Y si no lo conseguimos, siempre nos quedará la música, que en este caso habla por sí sola bastante más y mejor que un montón de inútiles palabras.

LA CREACIÓN DE UN SONIDO NUEVO

Mal que nos pese, hay que volver al trip-hop, o más bien a aquel momento de principios de los 90 en el que la electrónica británica mudó de piel y dio el salto desde los clubes hasta el sofá del salón de casa. Los Mbps se relajaron, el hip hop más oscuro se mezcló con la carnosidad del soul y se añadieron gotas jamaicanas a un cóctel voluptuoso que iba a transformar la escena. ¿Quién preparó y agitó los ingredientes? Massive Attack y su referencial “Blue Lines” (1991). Ese colectivo y ese disco son los culpables de que exista un término como trip-hop para referirnos de manera un tanto imprecisa al paisaje de electrónica introspectiva surgido de Bristol que completarían Tricky y los propios Portishead. Todo lo que vino después ya fue otra cosa. De hecho, la propuesta de Gibbons y Barrow –a quienes después se uniría Utley- se desmarcaba claramente del sonido de Massive Attacky desarrollaba una personalidad propia, única, quizás inimitable pero (desgraciadamente, como veremos) también deformable. “Dummy” era un collage de géneros atiborrado de posibilidades expresivas. Poseía el trazo melódico del pop, pero también el claroscuro del jazz nocturno, la melancolía evocadora del soul, el ritmo narcótico y letárgico del dub y la voluptuosidad en blanco y negro expresionista del cine noir. “Dummy” era todo eso y nada a la vez, porque la gran virtud de Portishead fue saber filtrar y trocear todas esas influencias, digerirlas y regurgitarlas en una papilla retrofuturista con grumos cibernéticos en la superficie pero con calor humano en el fondo. Clasicismo y modernidad de la mano en un lote de torch songs suntuosas y atemporales, vestidas con acertadísimos y sorprendentes samples –tanto propios como ajenos, de Lalo Schifrin a Isaac Hayes, pasando por Weather Report- , scratches de hip hop arenoso, hipnóticos beats cargadísimos de reverb, guitarras de blues nebuloso, masajes de órgano Hammond y piano Rhodes, sombras oníricas creadas por el theremin, cuerdas emocionantes y chisporroteos de vinilo antiguo. Y pese a todo, el sonido de Portishead nunca era grandilocuente o pomposo, sino que mantenía una austeridad minimalista y orgánica.

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Pese a su procedencia underground, la falta de promoción y la dificultad de un propuesta “hermética” para los estándares de una industria británica dominada en 1994 por los primeros brotes del emergente brit-pop, Portishead no fue un grupo que sólo saborearan unos cuantos enterados, muy al contrario, “Dummy” alcanzó el número 2 en las listas de Reino Unido (sus dos discos postreros repetirían esa posición), fue certificado como triple platino (también fue oro en EE.UU), recibió el prestigioso Mercury Prize y generó dos singles de éxito (“Sour Times” y “Glory Box”). La popularidad que logró la banda fue tanta que comenzó a sonar con frecuencia en publicidad, películas, bares chill out e incluso en el hilo musical de la sala de espera del dentista. No tardaron en proliferar las falsificaciones, normalmente malas, de forma que el cacareado trip hop se convirtió en una moda que derivó en la banalización de sus postulados iniciales. Portishead cabían en el mismo saco que propuestas más amables y domesticadas como Morcheeba o Hooverphonic, para horror de Gibbons, Barrow y Utley, que asistían frustrados a un fenómeno que se les había escapado de las manos, y que a la postre marcaría su trayectoria.

 

UNA CARRERA EN PERMANENTE HUIDA

El axioma de Portishead tras el inesperado éxito de “Dummy” ha sido siempre huir del sonido que ellos mismos habían construido. Esa fue la máxima que presidió la gestación de “Portishead” y volvió a serlo muchos años después durante el largo parto de “Third”. Una banda con una identidad tan marcada no iba a dejar de sonar a sí misma de una manera traumática, pero “Portishead” sí se adentraba por senderos más claustrofóbicos y opresivos y dejaba entrever una desesperación que no se percibía en el debut. El disco homónimo de la banda presentaba un paisaje post-apocalíptico envuelto en tinieblas y esquivaba deliberadamente al mainstream que había esperado abrazarles a la vuelta de la esquina. Se mantenían los samples sugestivos –aunque en esta ocasión predominaban los autogenerados- y los breaks, pero sus once composiciones eran más oscuras y reptantes, y transpiraban más dolor y angustia. En cualquier caso, ese material no suponía una ruptura tajante con el anterior, y ambos repertorios mezclaban bien, como demostró el estremecedor “Roseland NYC Live” (1998), uno de los mejores discos en directo de los 90, y posiblemente de la historia, en el que contaron con la colaboración de la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Tras ese hito llegó el silencio, diez años en los que desaparecieron del mapa dejando un inmenso hueco en el corazón de sus seguidores, aunque oficialmente jamás hubo separación de la banda.

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Fueron años de transformación de la industria, en los que cambió el modo en el que el público consumía la música, y en los que los miembros de Portishead se dedicaron a otras cosas. Gibbons publicó su único disco en solitario, “Out of Seasons” (2002), Barrow y Utley produjeron a gente como The Coral, Baxter Dury o Isobell Campbell, y ocasionalmente los tres se reunían para comparar notas y no llegar a ningún acuerdo concreto. A partir de 2004 los encuentros se intensificaron y las ideas comenzaron a brotar, siempre con el objetivo de desterrar todo lo que oliese a trip hop y recordara a logros pretéritos. La gestación de “Third” no fue fácil ni placentera, pero valió la pena. El tercer disco del trío fue una reinvención en toda regla por la vía de la incomodidad y el desasosiego. Sonaba más crudo, denso y abstracto, y se asemejaba a un magma de primitivismo hosco, en el que ya no había lugar para los scratches ni los samples, aunque sí para la manipulación de sonidos desencajados y disonantes, las texturas industriales y un arsenal de sintetizadores maquinales, riffs distorsionados y percusiones selváticas. “Third” se impregnaba de folk gótico, rock de vanguardia alemán, electrónica primigenia y psicodelia setentera, pero pese a que la imagen que reflejaba el espejo aparecía desfigurada Portishead aún seguían siendo reconocibles. Pocos regresos menos complacientes y más arriesgados ha habido en la historia de la música. El aura mítica de “Dummy” es innegociable, pero confieso que a veces, según en qué momentos, el tercero es mi disco favorito de la banda.

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BETH GIBBONS: LA VOZ PRODIGIOSA

A pesar de ese empeño por no repetir nada de lo hecho anteriormente y desafiarse a sí mismos, Portishead siempre ha conseguido preservar su identidad y, en gran parte, la razón es la prodigiosa voz de Beth Gibbons, el ancla del sonido del trío en todas sus aventuras musicales. Obviamente, sin ella Portishead habría sido otra cosa. No hablamos tanto de sus cualidades técnicas –Beth es una contralto con un rango vocal al alcance de muchísimas otras- sino de su maravillosa profundidad emocional. La esquiva vocalista de la banda (no concede entrevistas; se percibe una timidez contumaz en su expresión corporal, siempre encorvada ante el micro) es todo exuberancia, pasión, sensualidad y visceralidad cuando acomete cualquier tema de su repertorio. Es muy difícil no rendirse ante el despliegue de emociones que es capaz de exhibir esta digna heredera de damas míticas como Billie Holiday, Nina Simone o Joni Mitchell. Desde el susurro que corta el aliento y hiela la sangre de, por ejemplo, “Small” hasta el desgarro al límite, como si fuera a resquebrajarse en cualquier momento, de “Half Day Closing”. Gibbons es capaz de transformarse en cada canción, transmitir desamparo y vulnerabilidad o erotismo ardiente como una femme fatale de los años 40 que fuma compulsivamente un cigarrillo tras otro (véanla en su tour de force de Roseland, prácticamente en todas las canciones con un pitillo en la mano). Es asombroso que después de tanto desgaste y malos vicios su garganta aún conserve la misma magia y expresividad que en su juventud. Otro misterio más.

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UN REPERTORIO DE ENSUEÑO

Portishead tienen el sonido y tienen la voz, pero su impacto no sería el que ha sido si no hubiesen tenido también las canciones. Concretamente 33 gemas (sin contar caras B de singles ni   “Chase the Tear”, lanzada en 2009) sin apenas desperdicio, a prueba de los vaivenes de las modas y del paso del tiempo. “Dummy” es el contenedor de sus clásicos más populares e imperecederos. Imposible no seguir conmoviéndose con el lamento noir de “Sour Times” y su hechizante trémolo; con la mezcla más pura de tristeza y sensualidad de “Glory Box” y su inmortal sample de “Ike’s Rap II” prestado de Isaac Hayes (¿probablemente el sample mejor calzado de todos los tiempos?); y, cómo no, con la belleza a flor de piel de “Roads” y su emocionante manto de cuerdas, probablemente la canción favorita de los fans, y también, he de reconocerlo, de un servidor. Pero “Dummy” también rebosaba de otros impagables placeres sonoros que hablaban de soledad, abandono y corazones heridos, como la calidez de las concupiscentes “It Could Be Sweet” o “It’s A Fire”, la negrura fantasmagórica de “Mysterons”, la hipnosis martilleante de “Wandering Star” o la atmósfera viciada de nicotina de “Numb”.

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“Portishead”, el segundo álbum, tampoco se quedaba atrás en bestias pardas. Revisen el embrujo tétrico de la mortuoria “Over”, el misterio insondable de “Humming” o la elegancia taciturna de “All Mine”, ese standard de big band alucinada que después se apropió el mismísimo Tom Jones. Ni siquiera el más hermético “Third” andaba escaso de temazos imprescindibles, a la misma altura que los de los 90. “The Rip”, una frágil y minimalista balada de folk oscuro que hacia su mitad es impulsada, como por arte de magia, hasta el infinito por un ritmo krautrock y unos sintetizadores robados a Kraftwerk, podría ser candidata a mejor canción de la primera década del siglo XXI. “Machine Gun”, con su brutal beat forjado en las fraguas del infierno en contraste con la celestial melodía entonada por Gibbons, es el corte de mangas definitivo a aquello del trip hop; mientras que el ritmo marcial de “We Carry On” se antoja la banda sonora perfecta para una rave en el fin del mundo.

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PERFECCIONISMO RECALCITRANTE

Decíamos al principio que tres discos en 20 años es un balance escaso. Es la misma cifra que han entregado en ese mismo lapso de tiempo “dinosaurios” como The Rolling Stones o AC/DC, con la diferencia de que estos anteriormente ya habían publicado innumerables obras maestras. Estos enormes agujeros entre discos se explican por el excesivo perfeccionismo de una banda que se resiste con terquedad a dar luz verde a cualquier ocurrencia que se les pase por la mente. Cada vez que Barrow concede una entrevista sugiere vagamente que tienen “un par de ideas en la cabeza de hacia dónde podrían ir las cosas”, o que están “despejando agendas”, o que “no queremos sacar un disco de mierda sólo por sacar algo”. Nadie sabe a ciencia cierta si están trabajando en serio en la continuación de “Third” y habrá disco este mismo año o en 2015, o dejarán pasar otra década. Pero, diablos, ¡hasta Michael Jackson, el perfeccionista por excelencia, se daba más prisa! Con casi cualquier otra banda en su situación no me temblaría el pulso a la hora de proclamar que son unos vagos, que no hacen más que marear la perdiz, y que debería darles vergüenza, pero en realidad estos largos e inciertos hiatos entre discos forman parte de la mística y la leyenda de Portishead. Son el Terrence Malick de la música, y me temo que si en vez de tres álbumes de la banda tuviésemos ocho tal vez el nivel de respeto casi religioso que se les profesa no sería tan elevado (de la misma forma que cuando Malick se puso las pilas y quebró su parsimonioso ritmo rodando “To the Wonder” inmediatamente después de “El árbol de la vida” el hype bajó hasta los suelos).

Lo importante es que aunque sus pasos han sido lentos, nunca han fallado, ni se espera que lo hagan. El seguidor medio de la banda tiene la completa convicción de que su próximo trabajo, llegue cuando llegue, será un disco importante, cuando no otra obra maestra. Otros no pueden decir lo mismo. Miren, si no, a sus ilustres vecinos de Bristol. Massive Attack disfrutaban de un estatus similar al de Portishead tras “Mezzanine” (1998), pero dejaron de ser intocables con “10th Window” (2003), y ya nunca recuperaron el fervor incondicional unánime de crítica y público, tampoco con “Heligoland” (2010). Peor es lo de Tricky, que tras la celebrada trilogía formada por “Maxinquaye” (1995), “Nearly God” (1996) y “Pre-Millenium Tension” (1996) no dejó de publicar discos como churros pero ya desprovistos de la magia y el talento de sus inicios, hasta echar a perder su condición de apóstol de la vanguardia.


Todas estas vueltas para tratar de descifrar de alguna forma, supongo que en vano, el enigma de Portishead y entender por qué están por encima del Bien y el Mal. Al final, lo más saludable es volver a pinchar sus tres discos (preferiblemente a altas horas de la madrugada) o aprovechar la mínima oportunidad que tengan de verles en directo; al fin y al cabo, es una posibilidad más plausible que escuchar en breve una nueva canción suya.

Portishead_logo

 

9 comentarios leave one →
  1. Ana permalink
    19/07/2014 13:44

    Portishead magistrales y una crítica realmente impoluta, llena de contenido, sentido y sensibilidad.
    Gracias!

  2. 19/07/2014 23:01

    Increíble show el de ayer, y Beth Gibbons tremenda… pelos como escarpias en algunos momentos como hacía tiempo…

    Si queréis revivir el show, como siempre, pasaros por mi blog: http://goo.gl/mL2X7l

  3. Arzu permalink
    02/09/2014 14:12

    ¡Qué gran post para una mejor banda! Sí señor.

  4. solipsista permalink
    20/07/2015 18:17

    Sobresaliente.

  5. 20/07/2015 23:32

    Reblogueó esto en Javier Giménezy comentado:
    Buen artículo sobre una de mis bandas favoritas.

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