¿Dónde estabas tú en el 91?
1991 comenzó con los tambores de guerra que sonaban en el golfo Pérsico y terminó con el estruendo de un gigante, la URSS, desplomándose y rompiéndose en pedazos. Entre medias, empujamos a Miguel Indurain hacia la conquista del primero de sus cinco Tours de Francia, conocimos los extravagantes gustos culinarios de un tal Hannibal Lecter, se nos cayó la mandíbula al suelo con los revolucionarios efectos líquidos de “Terminator 2” y el SIDA se empeñó en golpearnos castigando a nuestros dioses, primero a Magic Johnson y poco después, de un modo más trágico, a Freddie Mercury. Y precisamente si hablamos de música, la huella que dejó 1991 en la cultura popular se agiganta exponencialmente. Porque aquel no fue simplemente un año más. De ningún modo. De hecho, podía percibirse en el ambiente que había una revolución en ciernes. Que soplaban vientos de cambio. Los 80 se dirigían hacia su extinción mientras que los 90 se abrían ya paso a machetazos. Se oían cantos de cisnes obligados a marcharse y de gallos que anunciaban una nueva era. Y fruto de esa maravillosa confusión entre lo viejo, lo nuevo y lo atemporal, de esa abrupta colisión entre los sonidos y estilos que dominaron la década anterior y los que estaban llamados a reinar en un futuro que ya estaba ahí, llegó una de las cosechas de discos más impresionantes y fructíferas de la historia, comparable a otras añadas legendarias como las de 1967 o 1977. Algunos, los que ya peinamos algunas canas, lo vivimos en todo su esplendor y podemos dar fe de que aquellos fueron tiempos verdaderamente apasionantes. Uno de los mejores tiempos posibles para ser joven y flipar con la música que te toca vivir. De excitantes descubrimientos y confirmaciones que, aunque en ese momento uno no sea plenamente consciente, terminan marcándote a fuego. Y en lo que se refiere al rock, probablemente sea el último año en el que el género tuvo un impacto real y relevante en la sociedad.
Muchos de los álbumes publicados en aquellos doce meses ocupan hoy posiciones destacadas en las listas de discos más importantes de la historia de la música. Varios de ellos contribuyeron a cambiar esa historia, otros sencillamente nos cambiaron la vida, y algunos no necesitaron cambiar nada para hacernos pasar ratos tan endemoniadamente buenos que se quedaron para siempre en un rincón especial de nuestra memoria. Con estas líneas hemos querido rendir tributo a todas esas obras que significaron algo para cada uno de nosotros, no necesariamente en el momento en el que se publicaron, y que juntas ofrecen la instantánea más nítida posible de una época irrepetible. Por ello os invitamos a acompañarnos en uno de esos viajes en el tiempo que tanto nos gustan, empezando por enero y terminando en diciembre de 1991, y a zambullirnos a fondo, sin límites ni restricciones de tiempo o espacio, en el cúmulo de sensaciones, sonidos, olores, sabores y colores que nos dejó un período inolvidable a través de sus protagonistas, sus discos, sus canciones y sus videoclips. Abróchense los cinturones y disfruten del trayecto, que tenemos para un buen rato:
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8 ENERO
DRIVIN’ N CRYIN’ «Fly Me Courageous»
Por ALBERTO LORIENTE
Nada hacía presagiar en el amanecer de 1991 que ese año iba a albergar una de las mayores revoluciones de la historia de la música popular. De hecho, el primer gran lanzamiento de esos frenéticos 365 días fue -únicamente- un perfecto compendio de lo que había sido el lustro anterior. Drivin’ N Cryin’ fue una de esas enormes bandas de su generación opacadas por el fulgor de R.E.M.. Con el combo de Michael Stipe compartían calidad, estado de origen (Georgia) y movimiento musical (el Nuevo Rock Americano), demasiadas coincidencias para un único trono. Sin embargo, Drivin’ N Cryin’ lograron llegar a los 90 con el prestigio bien merecido que le otorgaba el haber grabado tres grandes discos (háganse un favor y escuchen «Mystery Road» (1989) ¡ya!), pero con una discográfica ya algo cansada de no acabar de obtener grandes ventas por su parte. La solución que pergeñaron Kevin Kinney (voz y guitarra), Buren Fowler (guitarra), Tim Nielsen (bajo) y Jeff Sullivan (batería) fue clara: dejar ligeramente atrás ese rock americano con el que parecían haber ya tocado techo, subir las guitarras al 11 y seguir la estela de ese hard rock ‘rootsy’ que había sembrado 1990 de excelentes y exitosas obras (el «Shake your Money Maker» de The Black Crowes, el «Heartbreak Station» de Cinderella, el «Flesh and Blood» de Poison o el «A Bit of What you Fancy» de The Quireboys), consiguiendo un irresistible punto medio entre ambos estilos. El álbum se vio propulsado por su extraordinaria canción homónima, un balazo de brutal riff y gran estribillo que gozó de una estimable rotación en la MTV y, sobre todo, porque se convirtió en todo un himno para los soldados norteamericanos de la incipiente Guerra del Golfo debido a una letra que fue entendida -erróneamente según el grupo- como pro bélica. Sea como fuere, para la historia ha quedado como el gran clásico del grupo. No le van a la zaga otros trepidantes temas como «Chain Reaction» (con un riff muy Aerosmith 70’s), «Lost in the Shuffle» o esa barbaridad final llamada «Rush Hour». Pero los de Atlanta tampoco dejaron del todo su estilo primigenio y la portentosa «Let’s Go Dancing» parecía un éxito perdido de John Mellencamp y «Build a Fire» lo habría firmado orgulloso todo un Tom Petty. Mientras, «Look What you’ve Done to your Brother» y «For You» daban acertadas dosis de calma en su tramo medio a un disco que no tomaba prisioneros. «Fly Me Courageous», aún logrando cierta repercusión, no llegó a ser el éxito que apuntaba y Drivin’ N Cryin’ no volvió a estar en la cresta de la ola comercial. Sin embargo, treinta años más tarde, la banda -aún activa y que nos ha ido dando alegrías con cuentagotas en las últimas décadas- puede mirar atrás orgullosa por haber creado una rodaja esencial del rock americano.
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5 FEBRERO
QUEEN «Innuendo»
Por JORGE LUIS GARCÍA
La carta de despedida que toda banda desearía firmar antes de echar el telón. El perfecto broche de oro a una trayectoria de fantasía. Porque admitamos que el postrero “Made in Heaven” (1995), armado aparatosamente a golpe de retales variopintos, era un epílogo bienintencionado pero realmente innecesario. Sí, “Innuendo” prevalece como el verdadero final de Queen. Y también es uno de mis tres discos favoritos de la banda. Sin embargo, tengo que reconocer que la primera vez que lo escuché no me gustó. Veníamos de la energía frontal de “The Miracle” (1989), que había sido mi bautismo de fuego con ellos, y lo que encontré aquí me pareció de entrada un tanto deprimente. Incluso a mis 14 años, y todavía con un bagaje musical no muy nutrido, ya percibía entonces en muchas de estas canciones una atmósfera de tristeza y pesadumbre que no cobrarían su sentido pleno hasta unos meses después, cuando Freddie Mercury perdía definitivamente su batalla contra la enfermedad y nos dejaba para siempre el 24 de noviembre de 1991, fecha que muchos no olvidaremos jamás. Sí, fueron meses de rumores constantes y de imágenes preocupantes, pero preferíamos creernos a Brian May cuando venía a Sevilla para el festival de leyendas de la guitarra y nos aseguraba que todo estaba bien. Todavía hoy me sigue resultando imposible escuchar “Innuendo” obviando la mística testamental que lo rodea, y por eso, por la carga emocional única que soporta, siempre será un disco especial. Un disco grabado con Freddie ya en una condición física muy deteriorada, con la banda siendo consciente de que el fin estaba cerca, y aún así dándolo todo. Recuperando mucha de la creatividad e inventiva que caracterizó a sus mejores obras, como demuestran la grandiosidad multiforme del épico tema homónimo o la extravagancia ligeramente siniestra de ‘I’m Going Slightly Mad”. Y es simplemente asombroso que un hombre debilitado que se sabía a las puertas de la muerte pudiera cantar como Freddie canta en este álbum. O tal vez fuera precisamente por eso. Pero el caso es que siempre me recorre un escalofrío cuando escucho su voz alzarse majestuosa en “Don’t Try So Hard”, siempre me brota una lágrima con la hermosa nostalgia que impregna “These are the Days of our Lives” y siempre se me eriza la piel cuando le oigo volar como una mariposa trágica dejándose el alma en la siempre sobrecogedora “The Show Must Go On”, quizás la ‘performance’ definitiva de una de las más grandes voces del rock. No fue casualidad que este tema se publicara como single pocas semanas antes de la desaparición de Freddie, promocionando el «Greatest Hits II» y acompañado por un icónico vídeo que resumía visualmente la segunda etapa de la banda, convirtiéndose en punta de lanza de la queenmanía que se desató entonces en todo el mundo. El hombre había muerto pero nacía el mito.
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26 FEBRERO
MOTÖRHEAD «1916»
Por RODRIGO MARTÍN
¿Qué hace que un disco de Motörhead sea mejor que otros, reconociendo que casi todos mantienen patrones, modos y niveles muy similares? Lo lógico sería pensar que depende de las canciones. Pero, ¿qué hace que una canción de Motörhead sea mejor que otras, cuando la mayoría repiten estilo, esquemas e intenciones? Vale, asumamos que Motörhead, como pasaría con AC/DC o Ramones, son una de esas bandas que hicieron de su sello personal, su sonido inconfundible y su personalidad única e inimitable la mejor de sus bazas para alcanzar la gloria, aún a costa de que tantos les acusaran de inmovilismo y de repetirse hasta la saciedad replicando una y otra vez la misma fórmula. Nosotros sabemos que eso no es exactamente así (no vamos a perder ahora el tiempo poniendo ejemplos), pero admitiendo que puede haber parte de verdad en esa afirmación, o al menos entendiendo sus motivos, ¿por qué hay canciones de estas bandas que, siendo muy similares, nos llegan y nos conquistan más que otras? Quizás todo se reduzca a una cuestión de gancho, aunque a veces no consigamos explicar ni identificar por qué, y esto varíe también de una persona a otra. Y si hablamos de gancho, muchos de los temas que jalonan este «1916» tienen de sobra para hacer que nos caigamos de espaldas. Y ya está, tampoco compliquemos más las cosas, cuando ellos eran los últimos que lo hacían. «The One to Sing the Blues», «I’m So Bad (Baby I Don’t Care)», «No Voice in the Sky», «Going to Brazil»… ahí hay muy buena mierda facturada por una de las mejores y más celebradas alineaciones que tuvo la banda, con Lemmy acompañado por el guitarrista Phil Campbell (su escudero más fiel desde 1984 hasta su muerte) y los malogrados Würzel y Phil «Philthy Animal» Taylor a la guitarra y batería. Aunque si algo hace especial a este disco son dos de esas piezas atípicas y excepcionales que de vez en cuando colaban en sus álbumes para dejar sin argumentos a sus detractores, dos baladas tan dispares entre sí como «Love Me Forever» o «1916». Y si antes traíamos a colación a los Ramones no era de forma gratuita, porque aquí Lemmy se sacó de la manga el homenaje definitivo al cuarteto de Queens, «R.A.M.O.N.E.S.». Tanto es así que los mismísimos Ramones grabarían su propia versión del tema y lo incluirían en sus directos, llegando a sonar en su concierto de despedida. Tres de los cuatro miembros de aquellos Motörhead y tres de los cuatro miembros de aquellos Ramones ya no están entre nosotros. Levantemos nuestras cervezas y subamos el volumen a tope para brindar por ellos.
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12 MARZO
R.E.M. «Out of Time»
Por JORGE LUIS GARCÍA
Frecuentemente eclipsado por la gigantesca sombra que proyecta su sucesor, “Automatic for the People” (1992), a veces es fácil olvidarse de lo maravilloso que es “Out of Time”, más allá de ser el disco de “Losing my Religion”, el single más mítico de R.E.M. y uno de los más emblemáticos de los años 90, con su ostinato de mandolina y su rompedor videoclip cargado de imaginería religiosa. Que no nos confunda la excesiva sobreexposición que ha soportado en miles de radiofórmulas; sigue siendo su canción definitiva, su mayor obra maestra. Pero el disco que la contiene era y sigue siendo mucho más. Tras una década de carrera y seis entregas de estudio, “Out of Time” surgía del impulso y la necesidad de Michael Stipe y compañía de alejarse del formato clásico de banda de rock y experimentar con las posibilidades de los instrumentos acústicos para dar forma a un pop barroco embellecido por clavicordios, violines, violonchelos, órganos y clarinetes. Como su propio nombre indica, este álbum flota suspendido fuera del tiempo, y su magia profundamente evocadora habría surtido el mismo efecto si se hubiera publicado en cualquier otra época. Siempre digo que nunca se debe subestimar un disco en el que conviven una melodía tan jovial e irresistible como la de “Shiny Happy People” junto a la emocionante solemnidad de “Country Feedback”. Y la belleza nostálgica y casi celestial que destilan preciosidades como “Half the World Away”, “Near Wild Heaven”, “Texarkana” y “Endgame” no admite apenas comparación con cualquier otro producto contemporáneo. No deja de resultar fascinante que un trabajo tan ajeno a las modas (solo el rap de KRS-1 en la funky “Radio Song” nos recuerda que estamos en 1991) se convirtiera en todo un pepinazo superventas, con 18 millones de copias despachadas en todo el mundo. Y ahí reside la importancia histórica añadida que tiene “Out of Time”, el primer disco en derribar esa barrera invisible que separaba entonces al ‘mainstream’ del ‘underground’, el que abrió una brecha por la que muy poco después se colarían “Nevermind” y las hordas del grunge. La banda favorita de las emisoras universitarias estadounidenses, los niños mimados de la crítica especializada, los insobornables adalides del rock independiente de los 80, el grupo de culto por excelencia, ascendía a la primera división de la música popular y tomaba por asalto una industria que hasta ese momento apenas le había prestado atención a lo alternativo. Por supuesto, muchos fans originales patalearon y protestaron al ver a su grupo siendo pasto de las masas. Ya no era lo mismo, se lamentaban. Y en cierto sentido tenían toda la razón del mundo. Porque después de “Out of Time” ya nada volvió a ser lo mismo en la música popular.
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28 MARZO
ROXETTE «Joyride»
Por RODRIGO MARTÍN
Roxette son una de esas bandas que lo fueron absolutamente todo para nosotros a finales de los 80 y principios de los 90, después ignoramos e incluso desdeñamos cuando ya nos considerábamos demasiado duros, demasiado heavys para prestarles atención, muchos años después recuperamos e incluso reivindicamos cuando su regreso nos pilló ya mucho más maduros y sensatos (y más propensos también a caer en las garras de la nostalgia), y finalmente acabamos llorando desconsolados cuando todo se terminó con la muerte de uno de sus miembros, en este caso la cantante Marie Fredriksson en diciembre de 2019. Hablo en plural porque esto fue lo que me pasó a mí pero sé que fue más o menos compartido por otros compañeros del Cadillac. Y hubo otros artistas o grupos similares con los que vivimos algo muy semejante. Centrándonos en Roxette, yo sólo puedo afirmar que «Joyride» podría ser uno de los diez discos fundamentales de mi vida. Tal cual. Para mí, es el disco de pop perfecto. Punto. Y más perfecto aún me lo parece en la versión en vinilo, que era la que yo tenía y prácticamente rayé durante años, y en la que quedaban fuera «I Remember You», «Soul Deep» y «Church of Your Heart», siendo ésta última la única que tendría nivel para codearse con las 12 restantes. Porque «Joyride» (la tercera canción más exitosa de aquel 1991, por detrás de «Everything I Do» y «Black or White»), «Hotblooded» (menuda caña), «Fading Like a Flower (Every Time You Leave)» (mi canción favorita de Roxette), «Knockin’ on Every Door», «Spending My Time», «Watercolours in the Rain», «The Big L.», «(Do You Get) Excited?», «Small Talk», «Physical Fascination», «Things Will Never Be the Same» (qué gran verdad) y «Perfect Day» (o el cierre perfecto) podrían integrar por sí solas un Greatest Hits que dejaría por los suelos cualquier Greatest Hits del 90% de las bandas de su generación. Cuenta Per Gessle que tras los bombazos del álbum «Look Sharp!» (1988) y el single «It Must Have Been Love» (1990), la presión que tuvo que soportar durante la gestación de este álbum por parte de la compañía fue casi insoportable, y tuvo que pelear para mantener la grabación en Suecia con su productor de toda la vida, Clarence Öfwerman, y hacer las cosas a su manera. El resultado es que el nivel compositivo de este álbum está por encima de la excelencia (casi todos los honores para Gessle) pero a mí hoy en día casi me asombra más la exquisitez de sus arreglos y lo absolutamente impecable que es su acabado final. Cuánto talento y qué buen gusto tenían. Cómo les echo de menos.
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2 ABRIL
LENNY KRAVITZ «Mama Said»
Por SERGIO ALMENDROS
En los primeros compases de los 90, con Michael Jackson y Prince presuntamente iniciando su declive artístico (esto ya nos encargamos de desmontarlo en las críticas de «Dangerous» y «Diamonds and Pearls» en este mismo artículo), las apuestas sobre quién sería el próximo icono negro de la música se centraron unánimemente en Lenny Kravitz. Tras un primer álbum en el que ya apuntó buena parte de los ejes que sustentarían su carrera, todo se confirmó con la publicación de «Mama Said». Kravitz no inventó nada nuevo, por supuesto, y sus influencias eran más que evidentes (demasiado para algunos), con los ecos de Led Zeppelin, John Lennon o Jimi Hendrix inundando casi cada nota de su discografía, pero indudablemente el tipo estaba dotado y tenía todo lo necesario para convertirse en la gran estrella del rock: carisma, talento e imagen. Como punta de lanza de su segundo álbum se eligió afortunadísimamente «Always On The Run», el primero de los numerosos hits instantáneos que tendría a lo largo de su carrera. Un legendario riff, una potente base rítmica y unos vientos para levantar la canción más allá, contando además con la colaboración de un Slash en la cima de su carrera, no podían resultar otra cosa que un pelotazo indiscutible. De esas había alguna otra en el disco, como la maravillosa «Fields Of Joy» o la megarretro «Stop Draggin’ Around», pero había mucho más, y es que «Mama Said» era además el disco más bonito y elegante que haya hecho Kravitz. De esta afirmación daba cumplida cuenta el que sería su segundo sencillo, una de sus canciones más populares, «It Ain’t Over ‘Til It’s Over’, una deliciosa balada de aires retro-souleros, o baladones de aroma más clásico como «Stand By My Woman» o «All I Ever Wanted» (ésta escrita junto a Sean Lennon). Y además, varios medios tiempos de corte jazzístico que permitían redondear y dar empaque a su, seguramente, mejor disco. Siempre tuvo Kravitz tras de sí la crítica de ser una mera coctelera de los grandes nombres clásicos del rock, y no mucho después sus escarceos con la moda, el cine y las revistas del corazón, junto a sus rápidamente cada vez menos inspirados trabajos, le convirtieron en una especie de dinosaurio del rock prematuro. Pero ciñéndonos a sus primeros álbumes y centrándonos en este «Mama Said», no cabe duda de que lo tenía todo para triunfar a lo grande y lo hizo con todo merecimiento, aunque quizás también se presumía un reinado más estable y duradero.
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8 ABRIL
MASSIVE ATTACK «Blue Lines»
Por JORGE LUIS GARCÍA
En la historia de la música no es tan sencillo señalar el instante preciso y exacto en el que se origina un nuevo género, pero eso es precisa y exactamente lo que sucede con “Blue Lines” y el nacimiento del trip hop, un combinado concentrado de soul, hip hop y electrónica cuya influencia se dejaría notar en prácticamente toda la música que utilizó la tecnología en la década de los 90 y más allá. Bristol, ciudad costera británica, multirracial, humilde, brumosa y ajena a la agitación de la metrópoli londinense, sería la cuna de un género hipnótico y sofisticado que proponía trasladar la electrónica desde los clubes al salón de tu casa. Música de baile pero dirigida más a impactar en la mente que en el cuerpo. Massive Attack iban a ser los maestros de ceremonias de una nueva dirección en la música popular. Hoy son un dúo, pero entonces funcionaban más bien como colectivo de puertas giratorias en el que todo el mundo podía aportar sus ideas. El núcleo duro lo formaban Robert Del Naja ‘3D’, Grant Marshall ‘Daddy G’ y Andrew Vowles ‘Mushroom’, pero también dejaban su huella Tricky -antes de lanzarse en solitario-, Shara Nelson y Horace Andy a las voces, Neneh Cherry o incluso Geoff Barrow -antes de fundar Portishead- preparando te y haciendo bocadillos, según sus propias palabras. “Blue Lines” encierra en sus contornos posmodernos una instantánea muy nítida de todo ese hervidero de creatividad cosmopolita. Nocturno, sensual y elegante, este álbum tiene la virtud de mezclar muchos elementos en sus surcos sin inducir al empacho sonoro, sino buscando el minimalismo sensorial y la amplitud de espacios. Este disco se trata de hacer que lo difícil y complejo parezca fácil y natural. Del hip hop toma los conceptos de sample y scratch para integrarlos en texturas electrónicas, pero le extirpa la vehemencia y furia características de grupos como Public Enemy. Se apropia de los ritmos lentos y aletargados característicos de la cultura jamaicana -del reggae al dub- y se adueña de las atmósferas melancólicas, intensas y humeantes del jazz y el soul. El misterio pasional de “Unfinished Sympathy”, envuelto en esas cuerdas dramáticas de sabor cinematográfico y sostenido sobre una cuchara tintineando en un vaso de cristal (!qué genialidad!), es el pico más célebre del álbum y una de las canciones fundamentales de la década, pero tampoco podemos olvidar el latido reptante de “Safe From Harm” (qué tremendo bajo), el soul balsámico y luminoso de “Be Thankful For What You Got”, la narcosis voluptuosa de “Daydreaming” o la épica contenida de “Hymn of the Big Wheel”. Massive Attack sonarían en el futuro más oscuros y tenebrosos -el también enorme “Mezzanine” (1998)- pero nunca más ‘cool’.
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8 ABRIL
ANTONIO VEGA «No me iré mañana»
Por SERGIO ALMENDROS
El primer gran disco nacional de 1991 fue «No me iré mañana», el debut en solitario de Antonio Vega. El importante papel que había tenido Nacha Pop en los años 80 y los tres largos años que pasaron entre la disolución de la banda y el estreno del nuevo proyecto de Antonio Vega no habían servido para otra cosa que para aumentar las expectativas y el hambre de conocer por dónde se movería el que fuera compositor de algunas de las más legendarias páginas del pop español. Así, el disco se presentaba como el lógico y coherente paso entre el pasado y el presente. El pop de corte clásico marcaba el grueso de un disco de producción ajustada y precisa a cargo de Carlos Narea y Nigel Walker, siendo quizás el álbum que mejor acomodo sonoro encontró a la sensibilidad del autor, y en ese espacio se movían canciones con aroma a imperecederas como «Háblame A Los Ojos», «Esperando Nada» o «Lo Mejor de Nuestra Vida», cortes que rápidamente se convirtieron en fundamentales en su carrera. Las resonancias ochenteras seguían presentes en cortes como «Síguelo» o «No Me Iré Mañana». Pero además, el Antonio Vega con hechuras de cantautor, o de canción de autor, irrumpió aquí de forma extraordinaria con un par de temas magistrales, «Tesoros» y «Se Dejaba Llevar Por Ti», dos canciones que por sí mismas ya le hacían merecedor de un espacio entre los elegidos. La emotividad, crudeza, delicadeza, sinceridad y talento que desprendían ambas canciones sirvieron para encender todas las (buenas) luces de alarma y confirmar que la magia que ya se había asomado en «Lucha De Gigantes», por ejemplo, iba a tener una madurez que se intuía mítica. Y tanto que lo fue. Ambas baladas abrieron un camino para adentrarnos en el pensamiento y los sentimientos de un músico tocado por los ángeles a golpe de poesía, moviéndose entre la belleza luminosidad de la primera y la dolorosa oscuridad de la segunda, entre la vitalidad y el drama. El personaje fue creciendo con los años, apegado a la imagen de cantautor maldito que poco a poco iba impregnando su nombre. Lamentablemente, los estragos de las drogas y el dolor en un alma extremadamente sensible fueron forjando una leyenda que no dejó de regalarnos pinzaladas de arte en cada verso hasta su trágico final.
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16 ABRIL
TEMPLE OF THE DOG «Temple of the Dog»
Por ALBERTO LORIENTE
El gran tsunami estaba a punto de arrasarlo todo, pero antes siempre hay un temblor que lo origina. Y éste vino a través de una tragedia: la muerte del carismático Andrew Wood, el fantástico cantante de Mother Love Bone, por sobredosis. El deceso tuvo un impacto devastador en su amigo íntimo Chris Cornell, que, en plena gira europea con Soundgarden, sintió la necesidad imperante de componer dos temas en memoria de su antiguo compañero de habitación. Así surgieron dos maravillas como la estremecedora e íntima «Say Hello 2 Heaven» y el extenso medio tiempo «Reach Down», rugoso, lírico y con un fantástico fragmento intermedio instrumental que remitía al Hendrix más desatado. Para grabar lo que estaba pensado como un single de dos canciones reclutó al batería de Soundgarden, Matt Cameron, y a dos compañeros de Wood, Stone Gossard y Jeff Ament, quienes, a su vez, trajeron consigo a un tal Mike McCready, guitarrista que habían incorporado para formar una nueva banda que se llamaría Pearl Jam. El ‘feeling’ y la compenetración que consiguió esa improvisada formación fue tal que no pudieron dejar ahí tan terapéutica colaboración en momentos tan duros. Así fue cómo Cornell rescató unos cuantos temas que tenía escritos y que no encajaban en Soundgarden, a lo que Gossard y Ament unieron otro par de composiciones. Sin presión comercial alguna, por el mero hecho de crear música juntos y con la decisiva aportación del productor Rick Parashar (genio demasiado desconocido que también pergeñó el sonido de «Ten» y del debut de Blind Melon, entre otros grandes discos), fue como surgió un excepcional conjunto de futuros clásicos. «Your Saviour», «Four Walled World» y la excepcional «Pushin’ Forward Back» remitían a una versión más ‘groovy’ de Soundgarden y «Times of Trouble» prefiguraba el sonido de Pearl Jam, pero lo verdaderamente remarcable era la impensable -hasta entonces- capacidad del rudo Cornell para escribir baladas tan desnudas y desgarradoras como «Call me a Dog», «Wooden Jesus» y la deliciosamente ‘jazzy’ «All Night Thing». Como gran postre final, otra balada con la que Cornell estaba un tanto atascado contó con la espontánea colaboración de un tímido surfero que andaba por el estudio tras haberse unido como cantante a los futuros Pearl Jam y que aún no había grabado canción alguna. El resultado: la increíble «Hunger Strike», uno de los mejores duetos de la historia de la música, la unión de dos de las mejores voces que jamás hayamos oído en su mejor momento. En su salida al mercado «Temple of the Dog» no obtuvo gran repercusión, más allá de un fervoroso recibimiento crítico. Apenas un año después, su relanzamiento en plena histeria grunge lo llevo al estatus de Disco de Platino. Justo premio a uno de los proyectos musicales más puros y honestos jamás realizados.
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28 MAYO
THE SMASHING PUMPKINS «Gish»
Por IRENE B. TRENAS
1988, Chicago, Illinois. No, este no es el comienzo de un episodio de «Expediente X», sino el de una de las bandas de rock alternativo más emblemáticas de los 90. El comienzo, podríamos decir, para bien y para mal, del imperio de Billy Corgan. El líder de The Smashing Pumpkins se uniría a James Iha (a la guitarra), Jimmy Chamberlin (a la batería) y D’Arcy Wretzky (al bajo) para tocar en clubes y baretos locales con la ambición que se tiene en plena juventud. Una ambición que, en el caso de Corgan, tardaría poco en convertirse en soberbia. Aquí estamos para decir verdades. Cuando se habla de «Gish», nunca es el predilecto de nadie. O de casi nadie. Ese primer parto de la formación es un alumbramiento infravalorado que, treinta años después, podemos afirmar que ha envejecido con clase y gloria. Mucho se habla del complejo de ‘guitar hero’ del que el líder hacía gala en esta carta de presentación, y no es una afirmación carente de sentido, a lo largo de los años ha tenido complejo de muchas cosas, hasta de mesías, teniendo en cuenta la sotana con la que se ha paseado en su última gira. Las pretensiones están ahí, pero la garra es incuestionable. El primer single, “I am One”, ya presentaba unos solos de guitarra y unas influencias del hard rock que acompañarían al grupo una buena temporada. Hay una perfección sonora que a muchos detractores sirvió para hablar de la falta de otras virtudes y elementos, pero eso no resta valor a un álbum lleno de contrastes, con una “Siva” bañada en neo-psicodelia, un ritmo más pausado y riffs descarados. Una “Rhinoceros” de guitarras más limpias y armónicas. La personalidad arrebatadora de “Tristessa”, el folk melancólico al que D’Arcy dio voz en “Daydream”. Es este debut un nido de temazos y talento incuestionable que hoy tenemos la fortuna de poder reivindicar. Sí, tres décadas después la formación ha cambiado más que las luces de un semáforo. Y sí, tiene que haber un punto intermedio entre discos brillantes e infumables que este señor no termina de encontrar. Pero que nos quiten lo bailado (o escuchado). And she knows, she knows, she knows…
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10 JUNIO
LOQUILLO Y TROGLODITAS «Hombres»
Por SERGIO ALMENDROS
En el año 1991 Loquillo y Trogloditas se enfrentaban a su gran reválida, quizás el momento más importante de su carrera, o por lo menos el más complicado de encarar. La banda se había convertido en el gran grupo de rock de España* gracias a la sobresaliente repercusión que tuvo el directo «¡A Por Ellos! Que Son Pocos Y Cobardes», pero a la vez se encontraron con la salida de Sabino Méndez, compositor de los grandes clásicos de los Trogloditas y verdadero responsable del talento musical de la banda, una banda además muy dañada por los excesos del rock ‘n roll, acentuados por el extraordinario éxito que les supuso aquel disco. El futuro a corto plazo no era sencillo, pero la respuesta tampoco fue cobarde. Lejos de replantearse el proyecto y darse su tiempo, Loquillo prefirió no perder la ola y entrar con todo a grabar una continuación que les permitiera mantener el status. La falta de Sabino la cubrió compositivamente Sergio Fecé, quien realizó un buen trabajo que sin embargo no pudo dejar para la posterioridad ninguno de los habituales himnos de los Trogloditas. El único tema con hechuras de clásico era «Brillar y Brillar», un corte de Gabriel Sopeña que además se alejaba musicalmente de la intención del disco, pero que sirvió para abrir una nueva vía por la que escapar. Posiblemente esa vía no fuera la salida inmediata, pero con el paso de los años se ha comprobado que aquel «Brillar y Brillar» fue parte de la salvación para Loquillo, el tema que le enseñó por dónde debería ir su madurez artística. Musicalmente, el disco fue posiblemente el más duro, fiero y rabioso de toda la carrera del grupo. Quizás por ese afán de sobreponerse a las adversidades, quizás siendo conscientes de las limitaciones a las que se enfrentaban (esa composición menos inspirada y el cuestionable estado de forma de algunas de las piezas), el caso es que «Hombres» se mostraba rudo y firme en su apariencia, si bien las grietas iban por dentro. Aunque comercialmente no pudo sostener el nivel del que llegaban, sí tuvo el suficiente éxito para considerar la reválida como superada. Posiblemente «Hombres» sea uno de los singles con menos pegada de Loquillo, pero en cambio «Un Hombre Puede Llorar» (del Rebelde Carlos Segarra) y la declaración de intenciones de «Simpatía Por Los Stones» les sirvieron para seguir sonando en las radios (bendita época radiofónica). Posiblemente «A Golpes De Corazón», «Rosas Cortadas» o «Pistas De Choque» eran cortes demasiado evidentes, pero en cambio «Diez Años Atrás» o la ya mencionada «Brillar y Brillar» daban excusas para tener más que sobrados anhelos de esperanza.
* Aprovechamos la afirmación de que Loquillo y Trogloditas se habían convertido en la banda de rock más importante de España para puntualizar que esta vitola no les iba a durar demasiado ya que, aunque publicado a finales de 1990 (de ahí su ausencia en este artículo), fue en 1991 cuando «Senderos De Traición» convirtió a Héroes del Silencio en los dueños del rock patrio de forma rotunda e implacable. Y sirva este inciso al menos para dejar constancia de una de las claves del rock español en 1991.
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11 JUNIO
SKID ROW «Slave to the Grind»
Por ALBERTO LORIENTE
Andaban ambos socializando en el backstage del Festival de Donington de 1995, cuando James Hetfield se dirigió a Sebastian Bach para confesarle que cuando le escuchó por primera vez «creía que eras una niña» y, sin embargo, «ahora eres uno de mis cantantes favoritos». Obviando su matiz machista, la afirmación del líder de Metallica ejemplifica perfectamente la acusada evolución experimentada por Skid Row durante su corta carrera -si ésta la acotamos únicamente a la etapa protagonizada por Bach-. La banda de New Jersey, con la inestimable ayuda de Jon Bon Jovi, había sido una de las últimas en apuntarse a la fiesta hard rockera de los 80 con un excelente y exitoso debut homónimo que, no obstante, no se salía de ninguno de los parámetros estilísticos marcados en aquella década. Podrían haber sido perfectamente otros Warrant y haber caído poco después en el olvido. Sin embargo, las camisetas de los miembros de la formación se empezaron a llenar de nombres como Suicidal Tendencies o Pantera y la salida de «Slave to the Grind» evidenció que esa indumentaria no era una mera fachada. Cuando «Monkey Business» asaltaba los altavoces, las agresivas guitarras te partían en dos y te sorprendías al comprobar que el torrente de voz de Bach se había vuelto mucho más sucio y desquiciado, el cambio se antojaba evidente y la subida de nivel, también. Con una sola canción, una de las dos o tres más representativas de su carrera, Skid Row se postulaban como una de las bandas que mejor se había adaptado a los rigores del nuevo decenio. Heavy potente, a veces lindando incluso con el trash -con duras letras que mostraban una gran carga crítica socio-política-, que repetía impacto en bombazos como «The Threat» o con los ya más conectados con el hardcore/punk como «Slave to the Grind» y «Riot Act». Más asimilables a su hard rock inicial, aunque con un grado mayor de dureza, se mostraban «Psycho Love», «Livin’ on a Chain Gang» o esa monumental «Get the Fuck Out», con innegable similitud con lo que hacían los renacidos Aerosmith de la época. Pero la prueba definitiva de madurez de la banda se situaba en el otro extremo, con uno de los conjuntos de baladas más incontestables que jamás haya grabado ninguna banda de hard rock en un único álbum. La preciosa «In the Darkened Room» resultó omnipresente en aquellos meses y fue la culpable de que Bach gozara de un lugar privilegiado en miles de carpetas adolescentes, pero fueron la elegante y épica «»Wasted Time» (con letra dedicada al ex Guns N’ Roses Steven Adler) y la brutalmente desgarradora «Quicksand Jesus» las que acabaron por colocar a «Slave to the Grind» en el Olimpo de mejores discos de hard rock/heavy noventeros. Una pena que la magia solo se prolongara durante un disco más.
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14 JUNIO
MECANO «Aidalai»
Por IRENE B. TRENAS
Seguramente sorprenda a nuestros lectores y lectoras la inclusión de «Aidalai» en este dossier musical nuestro. Un álbum tan ligero y anecdótico como éste bien podría pasar sin pena ni gloria por la trayectoria musical de Mecano, especialmente al recordar que sucede a uno de los trabajos más punteros y con los que más estadios llegó a llenar el grupo, «Descanso dominical». Pero ocurre que algunos miembros del Cadillac tuvieron sus escarceos con este puñado de canciones en tiempos de juventud. Y ocurre, también, que quien redacta estas humildes líneas quemó el disco de tanto escucharlo en su niñez. Y eso tiene que significar algo. Por no hablar de que, en este momento, tenemos en nuestras manos la oportunidad de no olvidarnos del cierre de una era, del último álbum de estudio de una de las bandas pop más importantes del panorama nacional tal y como un día la conocimos. Hay un desgaste evidente en «Aidalai», pese al eclecticismo del que hace gala. Un intento de que convivan el pseudo flamenco, la salsa y el pop más sencillo. Sin embargo, esta opinión nace de la perspectiva de una persona adulta que desde entonces ha escuchado toda la música que ha querido. Para la niña de cinco años que movía la cintura sin demasiado sentido del ritmo (porque hay cosas que no cambian) en el salón de su casa mientras entonaba “Una rosa es una rosa” las cosas eran distintas. A aquella niña este single le parecía un temazo sin tener ni idea de que hablaba del sida, ni de que al resto del mundo le parecía una canción cuanto menos risible, corriendo la misma suerte de un “Bailando salsa” completamente denostado. Pero, ¿vamos a obviar la grandeza de una balada tan maravillosa como “Naturaleza muerta”? ¿Lo bien que sienta el techno pop a “El fallo positivo”? En medio de ese cansancio que casi resulta palpable conviven grandes temas que no merecen ser condenados al ostracismo. Algo que, por fortuna, no ha ocurrido. Siete años después, Jose María Cano anunciaría sin anestesia y en medio de una entrega de premios que su odisea con la banda terminaba. Crónica de una muerte anunciada. Una rosa es una rosa. Mecano fue Mecano. Y Ana Torroja, Jose María y Nacho Cano dejaron su huella imborrable en el panorama musical de los 80 aunque salieran de él bailando salsa.
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18 JUNIO
VAN HALEN «For Unlawful Carnal Knowledge»
Por RODRIGO MARTÍN
Qué duro me resulta todavía tener que escribir sobre Van Halen, con la muerte de Eddie aún tan reciente. A ellos les dediqué mi primer y mi último (hasta la fecha) post en solitario en este blog. Son una de mis cuatro bandas favoritas, y eso para alguien tan melómano y mitómano como yo significa mucho. Y no les descubrí con este «For Unlawful Carnal Knowledge» de 1991, pero casi. Mi entrada, y a lo bestia, en el mundo Van Halen se produciría un par de años más tarde, con el directo «Right Here, Right Now», que sí sería uno de los discos más importantes de mi vida, con un impacto sólo comparable al que pudo tener también por aquellas fechas el «Live» de AC/DC. Grabado durante la gira de presentación de «For Unlawful Carnal Knowledge» (abreviado «F.U.C.K.», por si alguien no había pillado el chiste), «Right Here, Right Now» incluía diez de las once pistas pertenecientes a este álbum. Y el tema que quedó fuera de la versión en doble CD, «The Dream is Over», sí aparecía en cambio en la versión en VHS, que no tardé mucho tiempo en agenciarme y que habré visto unos cuantos millones de veces. Así que cuando por fin me pillé este «F.U.C.K.» en CD y me lo escuché por primera vez ya me lo sabía de memoria. La banda volvía a trabajar con el productor de sus seis primeros álbumes, Ted Templeman, que lejos de intentar replicar el sonido de aquellos Van Halen primigenios, lo cual hubiera sido un tremendo error, acertó al sacarle el mejor partido a la versión de la banda con Sammy Hagar al frente, que en aquel momento estaba en su plenitud más absoluta. El disco suena como un cañón, ganando por muchos cuerpos de distancia a «OU812» (1988). Siempre me volverá loco el arranque con «Poundcake» (¡¡¡esa taladradora!!!) y «Judgement Day» (con algunas de las mayores virguerías a la guitarra del mejor guitarrista de todos los tiempos), quizás porque era también el arranque de su directo. Hay temas que me siguen poniendo muchísimo, como «Runaround», «Man on a Mission» o la mencionada «The Dream is Over», «316» es una preciosidad y emociona especialmente al estar dedicada a su hijo Wolfgang, «Right Now» es una de sus mejores canciones y el cierre con «Top of the World» es espléndido. A comienzos de los 90 Van Halen estaban en la cima del mundo y es curioso cómo el paso del tiempo, y los acontecimientos recientes, hacen que mirar a aquella época sea ahora casi algo doloroso. Igual somos nosotros los que cambiamos, y por suerte la buena música, pase lo que pase, permanece.
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2 JULIO
TOM PETTY AND THE HEARTBREAKERS «Into the Great Wide Open»
Por ALBERTO LORIENTE
Los Heartbreakers no guardan buen recuerdo de «Into the Great Wide Open». El perfeccionismo del productor Jeff Lynne, su necesidad de amontonar capas y capas de sonido, su querencia por repetir tomas y más tomas desquició a una banda acostumbrada a funcionar de una manera mucho más orgánica y espontánea. Tampoco lo tenía en gran estima Tom Petty, que, aparte de lidiar con el descontento de sus eternos compañeros, se encontraba al principio de su etapa más dura a nivel personal, en el inicio del desmoronamiento de su matrimonio que le hizo caer en adicciones que nunca le habían afectado hasta tal extremo, y al final de toda una etapa con la discográfica MCA. Y, sin embargo, su álbum de 1991 es considerado por sus fans como una de las mejores entregas de la longeva carrera del rubio de Florida, la perfecta pista de aterrizaje en el sonido Petty para un neófito y su primera obra de los 90, seguramente la década más inspirada del creador de «Damn the Torpedoes». Como vemos, todo cambia según el cristal con el que se mire. «Into the Great Wide Open» fue la respuesta continuista de Petty al renacimiento total que supuso «Full Moon Fever» tras unos años 80 un tanto irregulares y confusos. Con la diferencia de que, tras ese éxito en solitario, quiso sumar a los Heartbreakers al tándem ganador que había formado con Lynne en aquel disco. Y el resultado fue, artísticamente, incontestable. «Into the Great Wide Open» recogía la inspiración y el sonido característico de su predecesor -ese perfecto equilibrio entre sofisticación y comercialidad, entre melodía beatleiana y brío rockero- y le añadía el músculo de los Heartbreakers y una entidad más homogénea y compacta. Un clásico inmediato como «Learning to Fly» abría de manera excelsa el disco, convirtiéndose en el perfecto ejemplo de lo que es una canción de Petty: sencillez, melodías supremas, una voz poco virtuosa pero cálida y carismática como ninguna, arreglos precisos como un reloj suizo y estribillos más grandes que la vida. A ese nivel supremo se situaba también el tema título, un medio tiempo que se erigía como el perfecto sucesor de «Free Fallin'» y cuyo fantástico videoclip protagonizado por Johnny Depp le garantizó una gran rotación en la MTV. La misma línea seguían otras grandes tonadas como «Kings Highway», «The Dark of the Sun» o «You and I Will Meet Again». Y para redondearlo todo, y añadir una agradecidas garra y frescura, salía a relucir la vertiente más rockera de la formación en cañonazos tan euforizantes como «Out in the Cold» (¡qué gran trabajo de Mike Campbell a las guitarras!) o «Makín Some Noise» y en una pieza más blues rock como «All or Nothin'». Todo acabó convergiendo en una obra maestra que logró contentar a todos los fans de siempre y captar el cariño de una nueva generación que en los años venideros disfrutaría de una época de esplendor en el rock americano.
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2 JULIO
ALICE COOPER «Hey Stoopid»
Por RODRIGO MARTÍN
Los 80 fueron unos años verdaderamente chungos para Alice Cooper, tanto en lo personal, tocando fondo con sus numerosas adicciones, como en lo artístico, con una carrera que cayó en la más absoluta irrelevancia. Álbumes como «Constrictor» (1986) o «Raise Your Fist and Yell» (1987) marcaron una leve recuperación, permitiéndole atisbar la luz al final del túnel, pero sería el inesperado pelotazo de «Trash» (1989) con el descomunal éxito del single «Poison» lo que le acabaría devolviendo a lo más alto, no a ser reconocido como una gran estrella, sino ya como una distinguida leyenda del rock, estatus que a base de mucho tesón y buenas decisiones ha conseguido mantener intacto hasta nuestros días. Pero «Trash», como les sucedió a muchos, podía haberse quedado en un simple espejismo o un fogonazo momentáneo. «Hey Stoopid», el disco con el que inauguraba nueva década y nueva etapa, debía ser su auténtica reválida. Y lo fue, por todo lo alto. Cooper no se anduvo con chiquitas, reclutó como productor a Peter Collins (que venía de producir los mejores álbumes de Queensryche), recurrió a un equipo de compositores de primera (entre ellos Jim Vallance y Desmond Child, omnipresentes e infalibles en aquella época), se montó una sólida banda de acompañamiento con el guitarrista Steff Burns, el ‘bonjovi’ Hugh McDonald al bajo y el batería Mickey Curry (que ese mismo año grabaría «Waking Up the Neighbours» con su jefe habitual, Bryan Adams, y «Ceremony» con The Cult), y repitió la jugada de «Trash» aún más a lo grande rodeándose de un impresionante plantel de estrellas invitadas: Slash, Joe Satriani (presente hasta en cinco temas), Steve Vai, Vinnie Moore, Mick Mars y Nikki Sixx de Mötley Crüe y Ozzy Osbourne. La producción del álbum es espectacular (parece que hubiera diez años de diferencia con «Trash») y yo personalmente adoro cada uno de su doce temas. Bien es cierto que éste es el primer disco que escuché en toda mi vida de Alice Cooper, un par de años después de su publicación, en cualquier caso antes de «Trash» y de todos sus éxitos setenteros, y el jodido disco me voló la cabeza. Mis favoritas, por elegir y aunque éste sea uno de esos álbumes que puedo escuchar de principio a fin cantando cada maldito tema, bien podrían ser «Love’s a Loaded Gun», «Might as Well Be on Mars», «Snakebite», «Burning Our Bed», «Die for You» y «Wind-Up Toy». Incluso mi menos favorita, la archipopular «Feed My Frankenstein», incluía un duelo de guitarra antológico entre Joe Satriani y Steve Vai. Madre mía. Qué tiempos.
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9 JULIO
CROWDED HOUSE «Woodface»
Por IRENE B. TRENAS
En ocasiones, tenemos la sensación de que los álbumes más icónicos de cualquier artista o banda llegan a convertirse en recopilatorios de grandes éxitos. Es tal la cantidad de temas que vendieron a mansalva y rompieron las listas de éxitos, que no llegan a percibirse como álbumes independientes, como un trabajo más en una carrera musical. Por supuesto, este es el caso de «Woodface» en la trayectoria de Crowded House. Una trayectoria que comienza en Melbourne, en plena década de los 80, como muchas de las cosas que a día de hoy merecen la pena. Llamémoslo pop rock, llamémoslo indie o llamémoslo pop alternativo. El caso es que los discos de la formación sonaron en los 90 en todos nuestros hogares, en la mayoría de casos, por obra y gracia de nuestros padres. Y por el petardazo que supuso el disco del que hoy hablamos. La banda ya había sellado su destino con un “Don’t Dream It’s Over” inolvidable y dos trabajos previos muy bien acogidos, y ahí estaba la crítica, publicando y afirmando sin descanso que los hermanos Finn habían publicado el álbum de su carrera. Producido por Mitchell Froom y Neil Finn, «Woodface» se coló por primera vez en el top ten de álbumes más vendidos en Reino Unido. Cinco singles vieron la luz como embajadores de dicho éxito: “Chocolate Cake”, “Fall at Your Feet”, “It’s Only Natural”, “Weather with You”, y “Four Seasons in One Day”. Quienes estén leyendo esto tararearán al menos alguno de estos temas sin problema. Crowded House no ha llegado a adquirir, a lo largo de la historia, los niveles de iconismo, misticismo y fama de otros colegas de profesión. Pero, incluso después de sus numerosas separaciones y vueltas, han permanecido aquí para todos aquellos a los que de vez en cuando gustamos de disfrutar de aquello que mi compañero Rodrigo Martín denomina con humor ‘música de abueletes’.
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12 JULIO
METALLICA «Metallica»
Por JORGE LUIS GARCÍA
El denominado “The Black Album” no es sólo un punto de inflexión en la carrera de Metallica, sino también en la historia del heavy-metal. Este es el momento exacto en el que la banda afincada en San Francisco se despega las etiquetas reduccionistas del chasis, se convierte en el mayor trasatlántico del rock duro y derriba los muros del ‘mainstream’. No exageramos si proclamamos que estamos ante el álbum más importante del género en los años 90. Tan responsable o más que “Nevermind” o el grunge de la defunción comercial del hair-metal que había dominado los 80 y de la aceptación por parte de las grandes masas de sonidos más rudos. A día de hoy se antojan casi ridículos los pataleos que suscitó su publicación entre los integristas de la tribu del ‘thrash’, ya saben, aquellos que se rasgaban las vestiduras si no se tocaba lo suficientemente veloz o se incluía una balada en toda regla. Pero ¿quién necesita la rapidez de un velociraptor cuando tiene la contundencia aplastante de un brontosaurio? Exactamente así sonaba “Sad But True”, por ejemplo. Sí, Metallica estaban llamados a trascender más allá del círculo del metal (“One” ya había supuesto un serio aviso) y para ello no dudaron en aliarse con Bob Rock, un tipo que sabía lo que había que hacer para sonar en la radio. Y el sonido que consiguió, lo que consiguieron en el “Black Album”, no tenía parangón; era gigantesco y arrollador como un pelotón de asalto, pero sorprendentemente nítido y ágil en su densidad. No es de extrañar que en años venideros tantas bandas de metal quisieran sonar exactamente como esto. Otra clave de su éxito fue la apuesta por limitar los largos desarrollos y los constantes cambios de ritmo y simplificar las canciones, hacerlas más cortas, reducir los riffs y afinar los ganchos. ¿Y qué hay más efectivo que esas seis notas limpias de la legendaria intro de “Enter Sandman”? Y sí, también estaban las baladas pero, amigo, es que “The Unforgiven” y “Nothing Else Matters” son clásicos irrebatibles sin los que ya no se entiende el repertorio de la banda. Con ellas llegaron también los arreglos a lo Morricone y las orquestaciones que no hicieron sino ensanchar el campo de batalla y enriquecer su discurso. “Metallica” demostró que se podían facturar millones de copias y rotar masivamente en la MTV sin venderse ni perder la integridad artística. Si es o no su mejor disco es debatible, pero que éste fue su momento de mayor gloria es incuestionable. Que nunca jamás consiguieran recuperar ese nivel ya es otra historia.
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27 AGOSTO
PEARL JAM «Ten»
Por SERGIO ALMENDROS
Está claro que el grunge fue un movimiento clave en el rock de los primeros años 90, lo que no tengo tan claro es si los nombres que se incluyen como estandartes de esta etiqueta son los más representativos. No voy a dar más rodeos para sentenciar que «Ten», el primer álbum de Pearl Jam, va mucho más allá de aquella moda grunge. «Ten» es, con rotundidad, uno de los grandes discos de la historia del rock, clásico como el que más, exento de cualquier etiqueta añadida que le pudiera dotar de cierta temporalidad. Y es que si les quitásemos a Vedder y compañía esas melenas, esas bermudas y esas botas militares, y el hecho de haber nacido en Seattle, quizás ya no sería tan común enmarcarles y reducirles a aquel movimiento. Pearl Jam, y lo han demostrado de sobra en sus tres décadas de carrera, se escapan a cualquier delimitación estilística para sentenciarse como una auténtica banda de rock, quizás una de las mayores bandas de rock de los últimos 30 años, y la única losa que puede que lleven a sus espaldas es que en todos estos años no han podido superar el nivel de su primer álbum. Pero es que aquel primer álbum, a pesar de que no caló instantáneamente, ha quedado como una de las cimas de la música norteamericana, un disco que él solo incluye al menos cuatro o cinco temas considerados himnos generacionales, ¡ahí es nada! En él se juntaba la frescura y rabia de una joven banda ansiosa de triunfar con una madurez y casi virtuosismo poco frecuentes en el grunge. Porque hay que ser rabiosamente joven para parir temas de la efervescencia de «Why Go», «Even Flow», «Porch» o «Once», pero se necesita algo más para llegar a los niveles y recovecos de «Alive», «Black», «Jeremy», «Oceans» o «Release». Es cierto que temáticamente muchas de las canciones sí se enmarcaban perfectamente en la depresiva generación grunge, pero en otras ocasiones el genio de Eddie Vedder se va por otros derroteros, igualmente oscuros. Y nos quedamos en Vedder para subrayar por enésima ocasión su maravillosa voz, una voz que igual que te da confianza, te sorprente, que igual que te arrulla, te zarandea, y si esa forma de cantar la conjugas con una banda que es capaz de crear momentos musicales tan brutales como los finales de «Alive» y «Black» (mis momentos favoritos de todo el disco) la ecuación no podía ser otra: una banda destinada a perdurar durante décadas, una banda que no ha dejado de crecer a pesar de nunca haber superado su debut, y quizás en esa paradoja está su genialidad.
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30 AGOSTO
TESLA «Psychotic Supper»
Por RODRIGO MARTÍN
Hay discos que están y estarán por siempre entrelazados con otros en nuestra memoria, de tal modo que nos resulte imposible reencontrarnos con alguno de ellos sin recordar inevitablemente a los demás. En mi caso, «Psychotic Supper» de Tesla estará eternamente ligado a «Hey Stoopid» de Alice Cooper e «Hysteria» de Def Leppard. Por algo tan sencillo como que llegaron a mis manos, prestados por diferentes personas, por la misma época, allá por la temporada primavera/verano de 1993, si hago memoria. Es probable que escuchara otros discos en aquellos días, pero éstos son los que recuerdo porque son los que dejaron su huella indeleble. Podría decirse que me abrieron la mente y me mostraron que había un vastísimo y apasionante mundo ahí fuera aún por descubrir. Alice Cooper me sonaba de algo y de los Leppard ya había escuchado inevitablemente los exitazos de «Adrenalize», pero de los Tesla no había oído hablar en mi puñetera vida, así que el shock fue mucho más brutal. ¿De dónde habían salido esos tipos, encabezados por ese cantante con voz de ratón, capaces de sacarse de la manga canciones tan asombrosas, estribillos tan irresistibles, riffs tan pegadizos y solos tan imponentes? Te pinchabas «Psychotic Supper» y cuando terminabas de escucharte los dos primeros temas, «Change in The Weather» y «Edison’s Medicine», tenías ya la sensación de haberte oído cinco hitazos, pero luego llegaba una salvajada como «Don’t De-Rock Me», y luego un medio tiempo tan rotundamente maravilloso como «Call It What You Want», y luego un temarrón tan desgarrador y conmovedor como «Song & Emotion» (más tarde descubriría que está dedicada al fallecido guitarrista de Def Leppard Steve Clark, por lo que se confirma que todo está conectado), y luego la cosa seguía, porque tras la más convencional «Time», el curioso interludio acústico de «Government Personnel» y la áspera épica de «Freedom Slaves», el disco se coronaba con cinco canciones tan deslumbrantes y adictivas como «Had Enough», «What You Give», «Stir It Up», «Can’t Stop» y «Toke About It», que parecían pugnar entre ellas por convertirse en tu favorita, y lo conseguían momentáneamente en cuanto las escuchabas… hasta que llegaba la siguiente. «Psychotic Supper» era uno de esos discos que podías llegar a machacar sin piedad durante semanas y nunca te lo agotabas. Me sigue pasando hoy en día. Con el tiempo descubrí quiénes eran y de dónde habían salido aquellos tipos, escuché todos sus álbumes (algunos de ellos también fabulosos) e incluso tuve la suerte de poder verles en directo, pero nada se asemeja al impacto que me causó un disco que hoy en día soy capaz de escuchar de una sentada (y dura más de una hora) y seguir gozándolo de principio a fin.
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9 SEPTIEMBRE
DIRE STRAITS «On Every Street»
Por JORGE LUIS GARCÍA
Tras la monstruosa gira del emblemático “Brothers in Arms” (1985) Dire Straits se hallaban en la cumbre más alta de su popularidad. Entonces Mark Knopfler se paró un momento, miró a su alrededor y dijo basta. Se hizo el silencio y la banda entró en una especie de limbo del que sólo salía muy puntualmente para eventos especiales (el tributo a Mandela en 1988, el Festival de Knebworth en 1990) porque lo que a Knopfler realmente le apetecía eran placeres más modestos y alejados de los focos, como tocar con Chet Atkins o formar The Notting Hillbillies, además de seguir con las bandas sonoras -la maravillosa “La princesa prometida” (1987) corresponde a esta época-. Muchos de los que habíamos conocido al grupo a finales de los 80 ni siquiera habíamos “vivido” de primera mano un nuevo lanzamiento suyo (a excepción del recopilatorio “Money for Nothing” en 1988), así que el anuncio de que Knopfler finalmente se avenía a recuperar la mítica marca, aunque fuera a regañadientes y por última vez, lo recibimos como maná caído del cielo. Soy consciente de que en la memoria colectiva “On Every Street” no ocupa un lugar de honor dentro de la discografía de la banda. Tengo la impresión de que hoy se le recuerda más como un trabajo decepcionante después de una larga espera que como un retorno triunfal. Sin embargo, en su momento yo sí me rendí a este disco, que al menos en España se vendió compulsivamente. Y admito que quizás no pueda disociar ese cariño que le tengo a un tiempo en el que mi historia de amor con la banda era muy intensa. Historia que culminó en aquel concierto en el Vicente Calderón en 1992, el primero de grandes masas al que asistí en mi vida. Pero escuchado hoy de nuevo tampoco se me viene abajo. Sí, es cierto que “Calling Elvis” nunca fue un single de regreso especialmente motivador. También es innegable que algunos cortes emulaban descaradamente la fórmula de los singles más populares de “Brothers in Arms” (algunos con escasa fortuna -”Heavy Fuel” era una poco inspirada relectura de “Money for Nothing”- y otros con mejor tino -”The Bug” sí funcionaba como digna heredera de “Walk of Life”-) y, bueno, en general el disco no iba a hacer cambiar de opinión a quien nunca hubiera tragado a la banda. Pero también es un trabajo confeccionado con finura, exquisitez y elegancia por unos músicos excelentes en el que se abría la paleta a sonidos más americanos (con slides y pedal steel prominentes). Los placeres de “On Every Street” yo los sigo encontrando en el emotivo crescendo final del tema título, en el sabor a pub-rock de “When It Comes to You”, en la genuina atmósfera noir de “Fade to Black”, en los áridos paisajes western de “You and Your Friend”, en el folk sombrío de “Iron Hand” o en esa joya oculta que siempre fue “Planet of New Orleans”. Sí, volver a este disco siempre termina recordándome por qué me enamoré tan perdidamente de aquella guitarra mágica.
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17 SEPTIEMBRE
GUNS N’ ROSES «Use Your Illusion I & II»
Por SERGIO ALMENDROS
Y llegamos a uno de los títulos fundamentales de 1991, de toda la década de los 90 y, ¡qué demonios! quizás hasta de la historia del rock. Porque Guns N’ Roses ya había dado el puñetazo en la mesa con su debut, ese «Appetite For Destruction» que excitó sobremanera a los amantes del rock más directo, sucio y provocador (vamos, lo que viene siendo simple y básicamente el rock), pero Axl, Slash y compañía no se iban a conformar con disputarse con Metallica el olimpo del rock duro en aquel momento y lo que tenían preparado era mucho más, era una obra desproporcionada, descomunal, un disco que les pusiera definitivamente en el primer escalafón de la música del momento, y más. Así, de un plumazo pusieron sobre el tapete 2 + 2 discos, dos horas y media en las que, además de no perder su esencia, llenaban los surcos de los vinilos de muchos más matices y de mucha más épica. Este ejercicio de pretenciosidad tuvo, como no podía ser de otra forma, voces críticas que les acusaban de haber perdido su esencia y de abrazar demasiada ampulosidad. Vale, que sí, que quizás un poco fuera así, pero precisamente por eso «Use Your Illusion» fue un proyecto irrepetible, con joyazas por doquier, el último gran pelotazo del último gran grupo de rock n’ roll. No se habían olvidado ni remotamente del rock duro e incluso de los ramalazos punk que nutrían su ópera prima, y en esos compases se abría este «Use Your Illusion», sin soltar aún el hilo conectado a «Appetite For Destruction», con «Right Next Door To Hell», un fogonazo de los que habría muchos más en los dos álbumes (aunque vamos a evitar tratarlos como dos álbumes), como «Perfect Crime», «Don’t Damn Me» o «Get In The Ring», por citar unas cuantas, o como, cómo no, «You Could Be Mine», uno de los mayores hits de los 90, la unión perfecta entre música y cine, siendo la canción principal de «Terminator 2», una megaproducción cinematográfica al igual que este disco era una megaproducción musical con todas las letras. Pero lo que hizo glorioso a este álbum fue todo lo demás, el baño de estilos en el que se sumergieron los Guns y la enorme épica que poseían algunos cortes. Porque qué decir que no se haya dicho ya de «November Rain», la balada que dio un nuevo giro al término balada rock, tan lejos y tan cerca de «Don’t Cry», un corte más tradicional pero igualmente emotivo que les abrió las puertas de todas las radiofórmulas, o «Civil War», una epopeya tan grande como su título, o el delirio de «Coma», o «So Fine», o «Estranged»… uno se emociona sólo con recordarlas. Dentro de los coqueteos con otros aires, me encanta especialmente «Dead Horse», con ese suave comienzo a lo «Lies», para luego desplegar rabia, pero esta vez contenida, lejos de la furia de antaño; la fronteriza «Dust ‘n Bones» es otra de las que se me quedó clavada; y «Yesterdays», claro, con los sonidos más clásicos derribando los límites del hard rock, o esa maravilla que es «14 years» a lomos de las teclas de Dizzy Reed, o la bluesera «Bad Obsession». Y en un alarde de chulería y vuelta a esa pretenciosidad, van y se marcan unas versiones de dos clásicos tan legendarios como «Knocking On Heaven’s Door» y «Live And Let Die», y van y zarandean a las originales y se quedan casi como las versiones definitivas. Y aunque la historia de la banda no duró mucho más, al menos la historia realmente buena, con estos 4 (o 2 + 2) discos, Guns N’ Roses ya podían alardear de haber derribado las puertas del cielo.
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17 SEPTIEMBRE
OZZY OSBOURNE «No More Tears»
Por ALBERTO LORIENTE
Amo «No Rest for the Wicked». No solo porque fue el primer disco que escuché de Ozzy, sino porque…¡leñe, es muy bueno! Sin embargo, no me duelen prendas en admitir que su carencia de grandes ‘hits’, el aún insuficiente carisma de Zakk Wylde a la guitarra para sustituir a alguien como Jake E. Lee y su discreto recibimiento a nivel comercial respecto a sus antecesores dejaban la figura de Ozzy Osbourne en entredicho de cara a los venideros años 90 en comparación con sus triunfales 80. El legendario vocalista de Black Sabbath bien pudo haber pasado a engrosar la amplísima lista de hard rockeros defenestrados que dejó el ‘grunge’ a su paso. Pero no deberíamos olvidar que el de Birmingham tiene nueve vidas y superó de nuevo airoso la encrucijada. Primero se benefició del culto reverencial que los nuevos reyes del negocio fueron profesando hacia Sabbath y luego puso todo de su parte para subirse a esa ola de reconocimiento con todo un discazo como ‘No More Tears’. Y no le hizo falta ninguna revolución para ello: mantuvo a su sólida banda, ya con un Wylde más maduro y protagónico, contó con el gran y malogrado productor John Purdell y las mezclas de dos viejos zorros como Michael Wagener y Bob Ludwig, y se permitió el lujo de agenciarse a todo un Lemmy Kilmister para escribir algunos de los mejores temas del disco. En consonancia con los tiempos, Ozzy abandonaba la fantasía en sus textos, que se volvieron más crudos y cercanos a una desasosegante actualidad. Aquí hay pedofilia, asesinos en serie, referencias a las organizaciones cristianas que tanto le atosigaron, pero también odas a la vida de un rockero y homenajes a su querida esposa Sharon. Ese equilibrio entre lo nuevo y lo clásico, entre lo crudo y lo festivo, también se da a nivel musical. Mientras que la inicial «Mr. Tinkertrain» y la excelente «S.I.N.» podrían haber formado parte tranquilamente de su anterior álbum y las hardrockeras «Hellraiser» y «A.V.H.» parecen homenajear sin rubor a la década recién terminada, las canciones más emblemáticas del disco presentaban una mayor dureza, un corte más actual y seco y muchas ganas de explorar sin salirse del carril. El ejemplo más palmario de esta nueva orientación es la excelente «I Don’t Wanna Change the World», aunque todavía son más prodigiosas «Desire», que mira cara a cara a los Judas Priest de «Painkiller», y la gran joya del disco, una extensa «No More Tears» que, aupada por los teclados de John Sinclair, se atreve a competir en el terreno de los Led Zeppelin más épicos. Para coronar el éxito de la operación, nada mejor que una gran balada como «Mama, I’m Coming Home» para reventar las listas. El resultado fue uno de los trabajos más vendidos y alabados de la carrera de Ozzy y un nuevo resurgimiento que lograría revalidar años más tarde con «Ozzmosis» y que le ha mantenido desde entonces -con «The Osbournes» mediante- en el olimpo de los mayores iconos pop de nuestra era.
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23 SEPTIEMBRE
PRIMAL SCREAM «Screamadelica»
Por JORGE LUIS GARCÍA
A finales de los 80 los escoceses Primal Scream sólo eran una de tantas bandas de la segunda división británica. Con dos discos en el mercado, no parecían tener muy claro hacia dónde iban y, desde luego, nada hacia presagiar que estuvieran llamados a liderar ninguna revolución. Pero entonces llegó “Screamadelica” para desafiar a los puristas y derribar prejuicios. Este disco es el resultado de poner hasta las cejas de éxtasis a una banda de rock y dejarla suelta en una rave de la época. El rock n’ roll ya no era necesariamente una cuestión de guitarras, sino de actitud, venía a decir Bobby Gillespie. Samplers, secuenciadores, cajas de ritmos… todo valía para montar una buena fiesta. Y menuda fiesta era “Scremadelica”. Un álbum en el que cabía cualquier cosa y en el que nada tenía mucho sentido a simple vista. Un disco de contrastes alocados, o directamente demenciales, de subidas y bajadas alucinadas, en el que el cantante principal está desaparecido la mayor parte del tiempo y en el que varios tracks son remezclas de otros. Aún a día de hoy, si pones esto a alguien que nunca lo haya escuchado (y que no tenga por costumbre drogarse) se preguntará qué carajo está pasando. Porque comienza con un vivificante y clásico ejercicio de rock n’ roll sureño de alma góspel producido por el gran Jimmy Miller (“Moving On Up”) y de ahí te cambia el paso totalmente para zambullirse en el flujo psicodélico-tecno-narcótico de “Slip inside this House”. Acto seguido la voz invitada de Denise Johnson se encadena a un groove impregnado de acid house (“Don’t Fight It, Feel It”) y desemboca en el remanso dub de la trascendental e hipnótica “Higher Than the Sun”, himno oficioso de la cultura club del post-thatcherismo. Y esto sólo en los cuatro primeros temas. Primal Scream no habrían conseguido dinamitar de tal forma las fronteras genéricas sin la ayuda del productor Andrew Weatherall, que dio con la tecla cuando recibió el encargo de remezclar un antiguo tema de la banda (“I’m Losing More Than I’ll Ever Had”) y de ahí salió algo tan explosivo como “Loaded”, o la colisión imposible entre los Rolling Stones y Funkadelic, saludada por algún crítico como el “Sympathy for the Devil” de los 90. Hoy nadie duda de que “Screamadelica” fue uno de los álbumes más influyentes de su tiempo, aunque, a decir verdad, pocos se subieron al carro en aquel momento. Su huella, sin embargo, es muy perceptible en exploradores de la frontera del rock bailable que llegarían pocos años después como The Chemical Brothers, Fatboy Slim, Prodigy o Moby. La propia banda tomó un rumbo totalmente inesperado hacia sonidos convencionales en su siguiente y cuestionado disco, “Give Out But Don’t Give Up” (1994), pero recuperó su espíritu transgresor e innovador en obras como “Vanishing Point” (1997) y, sobre todo, en el belicoso “XTRMNTR” (2000).
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24 SEPTIEMBRE
NIRVANA «Nevermind»
Por IRENE B. TRENAS
Hablar de Nirvana es hablar de un mito. Y no de uno cualquiera. Un mito hecho de rosas blancas, pelo sucio, juguetes raros, analgésicos, creatividad desbordante y ataúdes tempranos. Quizá por eso podamos hablar de mito 30 años después. Quizá, de haber tomado la vida un curso menos frenético y folletinesco, las dimensiones de todo esto no serían tan grandes. Pero Kurt Cobain murió y un niño pesca un billete bajo el agua para toda la eternidad. No se puede entender el capítulo perteneciente a la historia musical de los 90 sin hablar de la banda. Ni la historia musical, a secas. Dos años antes, «Bleach», debut de la formación, sería muy bien recibido por la crítica, pero pasaría un poco desapercibido para el público. Tras la llegada de Dave Grohl, con «Nevermind» se escribiría una leyenda y ni siquiera sabemos explicar por qué. ¿Puede ser porque llevara el grunge a todos los hogares y lo sacara de locales underground como exclusiva? Seguramente. ¿Es por esas letras marcianas e intensas? También, claro. ¿Y qué hay de aquello de transformar la decadencia en belleza, el olor a cerveza en lirios y el silencio en estridencia? Igual tiene algo que ver. De cualquier modo, es imposible no encontrar este álbum en cualquier listado de discos más célebres. «Nevermind» fue un alzamiento, una invitación a la revolución juvenil y una declaración de intenciones. Podrán pasar décadas, siglos, milenios. Nuestros sucesores en esta locura de planeta, ya más adaptados al desastre y con bluetooth incorporado, seguirán considerando “Smells Like Teen Spirit” un himno. ¿Cuánto llegaría a vender ese desodorante para axilas adolescentes? Los ritmos repetitivos e infalibles de “In Bloom”, la mano tendida de “Come as You Are” y una “Lithium” que hacía más evidente todo lo que ya, sin esfuerzo, lo era, completaban un cuadro de singles mayúsculos en un trabajo donde todo brillaba y se oscurecía con luces y penumbras propias. Las tristísimas cuerdas de “Something in the Way”, las fumadas de “Territorial Pissings”. ¿Sois capaces de imaginar a Kurt Cobain vivo y con Twitter? «When I was an alien, cultures weren’t opinions». Qué gran regalo fue «Nevermind». Y ni siquiera, para quien teclea estas breves líneas, es su mejor álbum.
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24 SEPTIEMBRE
BRYAN ADAMS «Waking Up the Neighbours»
Por RODRIGO MARTÍN
Hubo un tiempo en el que Bryan Adams molaba. De vez en cuando vuelve a molar otra vez («Get Up» en 2015) y luego vuelve a dejar de hacerlo («Shine a Light» en 2019), pero durante los años 80 molaba siempre, y molaba mucho. Era uno de esos tipos empeñados en seguir los pasos de Springsteen, Petty, Seger o Mellencamp facturando rock genuino y auténtico sin tener que renunciar en ningún momento a los favores del gran público. Un equilibrio complicado que sin embargo lograría con una producción discográfica muy meritoria, siempre con el compositor Jim Vallance como fiel escudero y con una memorable obra maestra, «Reckless» en 1984, que bien podría haber quedado como la cumbre absoluta de su carrera. Sin embargo aún estaría por llegar en los albores de la nueva década «Waking Up the Neighbours», para mí su mejor álbum, aquél que concentró todas sus virtudes hasta la fecha y las elevó hasta cotas luego inalcanzables, dándole su mayor éxito comercial y consagrándole como una absoluta superestrella a nivel mundial. También sirvió para cerrar por todo lo alto una época casi intachable y abrir otra en la que ya nunca abandonaría su estatus de celebridad pero, sin embargo, musicalmente sería una sombra de lo que fue. Pero volviendo a los buenos tiempos, para petarlo con «Waking Up the Neighbours» Adams prescindió de su productor habitual, Bob Clearmountain, redujo casi al mínimo la participación de Vallance y se lanzó en los brazos de Robert John «Mutt» Lange. En un programa de radio de la época bromeaban con que el célebre productor le había cortado un brazo al batería de Adams (el ya mencionado Mickey Curry), por las enormes similitudes entre el sonido de éste álbum y el de Def Leppard. Bromas aparte, como ya demostrara con los Leppard y antes con AC/DC, Lange parecía guardarse la fórmula infalible del éxito. Es un disco largo, 15 canciones y una hora y cuarto que yo tenía divididas en dos vinilos, pero me atrevo a decir que hay tres o cuatro temas de notable y el resto no bajan del sobresaliente. Quizás me ciegue que sea uno de los discos que más veces haya oído en toda mi vida y de los más decisivos de mi preadolescencia, y eso se te queda grabado a fuego. Yo es que empieza a sonar «Is Your Mama Gonna Miss Ya?» y ya se me pone una sonrisa tontorrona que aún no me ha abandonado con los últimos acordes de «Don’t Drop That Bomb On Me». Imposible obviar que «(Everything I Do) I Do it For You», tema principal del «Robin Hood» de Kevin Costner, fue el motivo por el que la mayoría de la gente se acercó a este álbum. Y la canción más exitosa en todo el mundo en aquel 1991, ahí es nada. Una balada eterna e inmortal. Aunque uno siempre prefirió la vertiente más rockera (y la predominante) del álbum, que estaría muy bien representada por «Can’t Stop This Thing We Started», el otro mega hit del disco. Qué lástima que Adams no lo viera igual y no quisiera, o supiera, seguir por ese camino…
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24 SEPTIEMBRE
RED HOT CHILI PEPPERS «Blood Sugar Sex Magik»
Por ALBERTO LORIENTE
Si la carrera de Red Hot Chili Peppers hubiera concluido en 1989, ahora hablaríamos de ellos como unos grandes del underground americano de los 80 que insuflaron toneladas de frescura con su desprejuiciada mistura entre funk y punk rock. Si su trayectoria hubiera comenzado, por el contrario, en 1999, serían recordados como una infalible maquinaria comercial, autora de numerosos hits resultones insertos en unos álbumes cada vez más irregulares. Pero el únioc y verdadero motivo por el que los angelinos permanecerán como leyendas en la historia de la música se llama «Blood Sugar Sex Magik». Los Peppers se habían recompuesto milagrosamente del tremendo mazazo que supuso la muerte por sobredosis de su guitarrista Hillel Slovak con el excelente «Mother’s Milk» (1989), su propuesta más rockera que presentó en sociedad a su formación clásica, ya con John Frusciante y Chad Smith en sus filas. Pero, pese a este ilustre precedente, nadie podía imaginar un crecimiento tan exponencial como el que experimentó la banda en apenas dos años. La clave fue contar con un tándem productor-ingeniero tan matador como el que formaron Rick Rubin y Brendan O’Brien. Rubin instó a la formación a encerrarse durante un mes en una mansión que había pertenecido a Harry Houdini y los efluvios mágicos (y unas cuantos hechos sobrenaturales, según confesó la formación) provocaron un efecto inspirador sin igual. El sonido de la banda seguía respetando su esencia funky pero discurría por cauces mucho más espaciosos, relajados y plenos de matices, como mostraban las iniciales «The Power of Equality» e «If you Have to Ask», mientras que las letras continuaban conteniendo calenturientas dosis de sexo y desenfreno, pero también se asomaban a cuestiones sociales como el racismo y el medio ambiente y presentaban una hondura inédita a la hora de afrontar tragedias personales en forma del deceso de Slovak o rupturas amorosas. Imposible olvidarnos del exitazo que catapultó al disco, ese tremendo «Give it Away» que se convertiría en uno de los grandes himnos de los 90, emblema de una vertiente rockera que nunca había estado tan acentuada en la banda, con Jimi Hendrix como faro fundamental (escuchen temazos como «Suck my Kiss» o «My Lovely Man») y con una pieza tan zeppeliana como «The Greeting Song». La psicodelia también hacía acto de presencia en «The Righteous & The Wicked» y la monumental, orgiástica «Sir Psycho Sexy». Pero la gran novedad llegó en forma de tres estremecedoras y sutiles baladas -apenas armadas con punteos acústicos- que denotaban una definitiva madurez y que seguramente aún sigan siendo las tres mejores piezas suaves de su carrera: las brutales «Breaking the Girl» (ojo a ese mellotron letal que toca O’Brien) y «I Could Have Lied» (basada en un desengaño amoroso de Anthony Kiedis con Sinnead O’Connor) y, sobre todo, la estremecedora «Under the Bridge», tristísima oda a Los Angeles ya convertida en uno de los grandes ‘standard’ de la música popular de los últimos 30 años. Todo junto -y no revuelto- en una de las mayores obras maestras de la década que por entonces comenzaba.
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24 SEPTIEMBRE
SOUNDGARDEN «Badmotorfinger»
Por ALBERTO LORIENTE
Lo de los grandes grupos del grunge parecía en los albores de los 90 una carrera para determinar quién llegaba en menos tiempo a la cima. A Pearl Jam. Nirvana, Alice in Chains o The Smashing Pumpkins les bastaron un par de álbumes, o incluso sólo uno, para entrar en la leyenda. Otros, sin embargo, tuvieron que picar más piedra, como fue el caso de los pioneros Soundgarden, que llevaban desde los primeros 80 creciendo, evolucionando y que, por fin, obtuvieron en 1989 un merecido reconocimiento con el excelente «Louder than Love». Pero lo mejor estaba por llegar. Con el núcleo duro de la banda ya totalmente cohesionado, la decisiva incorporación del bajista Ben Shepherd -que aportó muchas ideas compositivas- y con Terry Date (uno de los grandes productores de los 90 y parte de los 2000) a los mandos, Soundgarden estableció su sonido definitivo. Y, sin duda, la brutal «Outshined» fue la que ejerció como molde paradigmático: un medio tiempo sustentado en riffs antológicos, pesados, densos, con Black Sabbath permanentemente en la mira pero siempre aportando detalles nuevos, que dejaban el espacio necesario para que brillara una de las voces más potentes y carismáticas de la historia del rock: la de un Chris Cornell que nunca cantó con tal virtuosismo y energía como en este álbum. Estribillos más accesibles, los desquiciados dibujos guitarreros del siempre demasiado infravalorado Kim Thayil y la excelencia a la batería de Matt Cameron conformaban una fórmula demoledora que funcionaba de similar manera en temas como «Somewhere» o «Holy Water». Pero «Badmotorfinger» era mucho más que eso. Los ritmos rápidos, rayanos con el punk y el hardcore y más cercanos a sus inicios, producían frutos tan sabrosos como la celebérrima «Rusty Cage» -brillantemente versionada por Johnny Cash en sus «American Recordings»-, «Face Pollution» y la desquiciada «Drawin Flies». La oscuridad más densa, rayana con el doom, se apoderaba de las apoteósicas «Slaves and Bulldozers» y «Room a Thousand Years Wide»; la atmosférica «Searching with my Good Eye Closed» anticipaba el ‘stoner’ que tanto daría que hablar en años posteriores, «Mind Riot» era un medio tiempo que anticipaba un futuro más melódico y explorador que estallaría en el posterior «Superunknown»… y luego estaba «Jesus Christ Pose», posiblemente la gran favorita de los fans más irredentos, un monumento en forma de canción que embriagaba los sentidos con su riff polirrítmico (¡qué enorme exhibición de Cameron!), la brutalidad mesiánica de Cornell y los múltiples detalles que iba añadiendo Thayil con sus seis cuerdas, desembocado en un apoteósico final. Guinda perfecta para una absoluta obra maestra del rock y para uno de los discos que se mostraron más influyentes entre los practicantes de los ritmos duros en los siguientes veinte años… o más. La veteranía, esta vez, sí fue un grado.
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24 SEPTIEMBRE
THE CULT «Ceremony»
Por RODRIGO MARTÍN
El quinto disco de The Cult, «Ceremony», estuvo afectado por no pocos contratiempos y avatares, pero visto ahora con perspectiva sus mayores problemas fueron esencialmente dos: «Electric» (1987) y «Sonic Temple» (1989), dos obras maestras absolutas que no sólo quedarían para la posteridad como lo mejor que nunca hicieron, sino como dos de las cimas incontestables del hard rock facturado en la segunda mitad de los años 80, y eso es decir mucho. Y «Ceremony» no alcanzó tales cotas, ni musical ni comercialmente. Creo que casi todos sus seguidores coincidirían también en situarlo por detrás de «Love» (1985), e incluso habrá aún quien se quede antes con su debut «Dreamland» (1984) o con algunas de las notables obras que editarían en años posteriores. Y sin embargo, nosotros nos hemos emperrado en meter «Ceremony» entre lo más granado que nos dio ese mágico e irrepetible 1991. ¿Y eso? Pues porque ser el cuarto, quinto o incluso séptimo mejor disco de The Cult sigue siendo mucho. Porque, a rebufo de «Sonic Temple», la banda sigue sonando como un cañón. Y porque tiene muy buenos temas, con algunos sobresalientes, como esos «Wild Hearted Son» y «Heart of Stone» que habrían podido justificar por sí solos más de una carrera en la década anterior. Lo cierto es que demasiado bien salió la cosa cuando la relación entre el cantante Ian Astbury y el guitarrista Billy Duffy, que siempre fue muy problemática, estaba ya completamente rota. Como en algunas de las mejores bandas de la historia, el dúo siempre se alimentó de esa tensión personal para transformarla en pura energía creativa, pero a principios de los 90 ya no podían ni verse y tenían que grabar sin coincidir en el estudio. Fuera algo consensuado o no, lo cierto es que en «Ceremony» Astbury y Duffy, dos británicos de pro, suenan más americanos que nadie, y esto se extiende a la estética y temática del álbum, dominada por los nativos norteamericanos, lo cual les provocaría un serio disgusto. Los padres del niño de la foto de portada denunciaron a la banda, por lo que que «Ceremony» no pudo ser editado en muchos países hasta bien entrado 1992. Puede que esa fascinación por la imaginería india formara parte del temario en las oposiciones de Astbury para convertirse en el nuevo Jim Morrison («The Doors» de Oliver Stone se había estrenado a principios de ese año), algo que a su manera conseguiría cuando, entre 2002 y 2007, se hiciera con el rol de vocalista en The Doors of the 21st Century, aka Riders on the Storm, junto a Ray Manzarek y Robby Krieger. Pero eso, como se suele decir, es otra historia.
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24 SEPTIEMBRE
EUROPE «Prisoners in Paradise»
Por RODRIGO MARTÍN
La inmensa mayoría sólo recordará a Europe por «The Final Countdown» (el álbum entero, no sólo la canción, pegó fortísimo en España entre 1986 y 1987) mientras otros sabemos la verdad: que son una banda descomunal integrada por músicos excelentes, incapaces en sus dos períodos de existencia (1979-1992 y 2003 hasta el presente) de facturar un mal disco. No lo era, ni mucho menos, su «Prisoners in Paradise» de 1991, a pesar de que haya quedado para la posteridad como símbolo del declive, comercial que no artístico, de una banda que muy pocos años antes había saboreado la gloria más absoluta. No, «Prisoners en Paradise» no tuvo ni una millonésima parte de la repercusión que tuvo «The Final Countdown», y puede que tampoco fuera tan cojonudo como «Out of This World» (1988), para un servidor su mejor disco, pero mantenía intactas casi todas las virtudes de la banda: sonaba muy bien (todo lo actual que un grupo como Europe podía sonar en 1991), la ejecución por parte de los músicos era como siempre impecable y andaba sobrado de buen gusto y grandes temas, con Joey Tempest de nuevo llevando la voz cantante también desde las labores de composición. Himnos épicos como el tema título, power ballads como «Homeland», joyas exquisitas como «Girl from Lebanon», o temazos tan directos como «I’ll Cry for You», «Talk to Me» o «Halfway to Heaven» que les habrían hecho tocar el cielo, seguro, apenas cinco años antes. Pero estábamos en 1991. Que «Prisoners in Paradise» saliera el mismo día que «Nevermind» de Nirvana o «Blood Sugar Sex Magik» de Red Hot Chili Peppers es la metáfora perfecta para ilustrar el cambio de ciclo. Incluso yo, que había sido el mayor fan de la banda unos años antes, pasé en su momento de ellos y tardé un tiempo en llegar a este «Prisoners in Paradise». El fracaso del álbum, a la postre el último con Kee Marcello en sus filas, fue tal que sólo atisbaron una salida posible: su disolución. Visto con perspectiva, fue la mejor decisión posible, porque se ahorraron así seguir arrastrando el nombre de Europe durante años con trabajos meritorios que nadie quisiera oír, o intentando adaptar su estilo y sonido a los nuevos tiempos, algo que muchos intentaron y a nadie le salió bien. Regresarían para quedarse en 2003 con John Norum de vuelta, ya sin presión ninguna y la decisión en firme de hacer lo que les viniera en gana. Desde entonces no han hecho más que entregar discos magníficos y directos apabullantes en los que no dudan en rescatar temas de «Prisoners in Paradise». Qué gran acto de justicia.
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1 OCTUBRE
PRINCE & THE NEW POWER GENERATION «Diamonds and Pearls»
Por JORGE LUIS GARCÍA
Habría que remontarse a Bob Dylan en los 60 o a David Bowie en los 70 para encontrar a una figura que concitara un consenso entre crítica y público como el de Prince Roger Nelson en los 80. No era el más vendedor (aunque despachase millones de discos), no era el más popular (aunque fuese un icono), pero sí era el tipo que abría camino, el que marcaba el signo de los tiempos. Durante su etapa más fundamental, la comprendida entre “1999” (1982) y “Lovesexy” (1988), el de Minneapolis anduvo pavoneándose con la chorra al aire permanentemente. No había nadie capaz de publicar un álbum anual con semejante nivel medio y con esa facilidad para triturar todos los géneros posibles, reciclarlos y servirlos en un cóctel único que revolucionó la música popular. Tal era su incontinencia creativa y su falta de cálculo comercial -tan opuestas a la de su sempiterno rival, Michael Jackson- que llegó a saturar al público con tanto lanzamiento. Para cuando llegaron los 90 incluso parte de la crítica, siempre rendida a sus pies, había empezado a murmurar. El cumplidor “Batman” (1989) sí fue un gran éxito de ventas, pero “Graffiti Bridge” (1990) se la había pegado en todos los frentes. Había dudas razonables sobre si Prince había perdido el ‘mojo’. Quizás por eso el genio de Paisley Park mimó con más cuidado su siguiente paso. Volvió a hacerse acompañar de un grupo –el versátil The New Power Generation- y se esmeró en afinar el filo pop guiñándole el ojo al ‘mainstream’, pero sin perder el pulso de una actualidad en la que empezaba a mandar el hip hop. El resultado, salvando las distancias, fue su propio “Let’s Dance”. La deliciosa “Cream”, con su aroma ligeramente glam, su estribillo enganchón y actitud vacilona, se convirtió en un clásico instantáneo, pero también sonaron en radios “Get Off”, un calentorro funk industrial con flautas muy ‘madafakers’, y el soul melódico del tema título, con participación estelar de Rosie Gaines. “Diamons and Pearls” fue el álbum más vendido de Prince en los 90 y el último suyo realmente accesible al gran público antes de cambiarse el nombre y emprender una guerra con Warner que terminaría haciéndole perder gran parte de su estatus en la industria. Pero además de un gran éxito también fue un gran disco. Para muchos, entre los que me encuentro, uno de los más queridos. Una obra inspirada, excitante y repleta de estilos que no ha perdido brillo con los años, aunque quizás los rapeos de Tony M sí se hayan quedado un tanto desfasados. Y es que piezas como la sofisticada y jazzera “Strollin”, la cadenciosa “Money Don’t Matter 2 Night”, la sísmica “Thunder” o la gospeliana “Willing and Able” no estaban al alcance de cualquiera.
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8 OCTUBRE
JOHN MELLENCAMP «Whenever We Wanted»
Por ALBERTO LORIENTE
Para muchos de los artistas presentes en este artículo, 1991 fue el momento descollante de sus carreras, el techo que no llegaron a volver a alcanzar. Sin embargo, para John Mellencamp -quizás el más grande músico estadounidense de los que continúan siendo grandes desconocidos en España- fue… otro año más en la oficina. Inmerso en una excepcionalmente larga racha creativa desde principios de los 80 y que se prolongaría hasta finales de los 90, «Whenever We Wanted», su lanzamiento de 1991, supuso otro gran acierto más, quizás no el más culminante de su trayectoria pero sí lo suficiente para poder entrar con galones en nuestro repaso a tan magno año. Después de la madurez alcanzada en sus obras inmediatamente anteriores -el excelso «The Lonesome Jubilee» (1987) y el sobrio y profundo «Big Daddy» (1989)- , discos de indudable compromiso social y político y de progresiva introducción de elementos de la música de raíces norteamericana, Mellencamp quiso dar con su nuevo álbum una ojeada al retrovisor y recuperar la frescura y sencillez del ‘heartland rock’ con la que empezó a triunfar a lo grande con ese incunable llamado «American Fool», añadiéndole las toneladas de experiencia ganada con los años. Víctimas de este viraje desaparecen elementos tan icónicos ya por esa época de su sonido como los violines eléctricos y la guitarra del sempiterno Larry Crane -sustituido por David Grissom- para ofrecer un sonido más sencillo, abierto y poderoso. Las pretensiones sonoras de Mellencamp se plasman a la perfección en «Get a Leg Up» y «Crazy Ones», dos rocanroles muy sesenteros, desenfadados, adictivos y de temática lúbrica. Menos evidentes en sus intenciones, la muy ‘radio friendly’ «Again Tonight» y la enérgica «I Ain’t Ever Satisfied» también participan de ese recobrado espíritu relajado y soñador. Pero por mucho que quiera un artista dar tres pasos hacia detrás, es imposible olvidar de un plumazo tu producción más reciente y mucho más cuando ésta sigue dando frutos tan apetitosos. Así, lo mejor de «Whenever We Wanted» son las canciones más pegadas a los finales de los 80 como ese guitarrero y sobrio tema-título y dos zurriagazos contra la política y la sociedad estadounidenses que borran de un plumazo la jovialidad de otras áreas del álbum como «They’re So Tough» y, sobre todo, la descomunal «Love and Happiness», que aúna recias guitarras, potentísimo texto, enérgico estribillo aupado por coros y la afortunadísima e inesperada entrada de la trompeta de Pharez Whitted, que acaba conformando uno de los grandes clásicos de la trayectoria del héroe de Indiana. «Whenever We Wanted», en definitiva, suponía -junto a otros compañeros presentes en este post- un feliz presagio para un rock americano que estaba a punto de vivir una de las décadas más brillantes que se le recuerdan.
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15 OCTUBRE
WARREN ZEVON «Mr. Bad Example»
Por RODRIGO MARTÍN
La historia de Warren Zevon es una de las más injustas y dolorosas, por momentos verdaderamente trágica, de la historia del rock. A pesar de ganarse la veneración absoluta de una legión de amigos, músicos y amigos músicos, nunca obtuvo la popularidad masiva que un artista de su talla sin ninguna duda se hubiera merecido. Basta con echar un vistazo a algunos de los colaboradores tanto de su último álbum de estudio, el publicado de forma póstuma «The Wind» (2003), como del tributo en su honor publicado al año siguiente, «Enjoy Every Sandwich», para darnos cuenta de su importancia y estatus dentro de la profesión: Bruce Springsteen, Bob Dylan, Tom Petty, Don Henley, Joe Walsh, Ry Cooder, Jackson Browne, Emmylou Harris, Steve Earle, Bonnie Raitt, Jennifer Warnes, Pete Yorn, bandas como los Pixies o The Wallflowers y actores como Billy Bob Thornton y Adam Sandler. En sus casi cuatro décadas de carrera, marcada por sus problemas personales (adicciones, divorcios, depresiones, intentos de suicidio…), publicó muchos discos extraordinarios y escribió una pila de canciones maravillosas que, inexplicablemente, no son clasicazos imperecederos del rock reconocidos y alabados por todos los melómanos del planeta. El contraste permanente entre ese halo dramático y sombrío que le acompañaba siempre con los certerísimos disparos de feroz ironía y humor negro que lanzaba a diestro y siniestro le convertían en un tipo único en su especie, alguien irrepetible con un carácter y estilo muy particular, y quizás fuera eso lo que espantara al gran público. «Mr. Bad Example», que llegaba un año después de su proyecto conjunto con todos los miembros de R.E.M. (salvo Michael Stipe) en la superbanda Hindu Love Gods, puede que no sea su mejor trabajo pero sí está en la zona alta de la tabla y es muy representativo de su personalidad. En él no faltan los ramalazos rockeros («Finishing Touches», «Model Citizen», «Angel Dressed in Black» o «Quite Ugly One Morning»), piezas preciosas de genuino country («Heartache Spoken Here») o canciones divertidísimas en las que saca a pasear toda su mala leche (la propia «Mr. Bad Example»), pero el disco está coronado por cuatro auténticas joyas, «Suzie Lightning», «Renegade», «Things to Do in Denver When You’re Dead» y «Searching for a Heart», que una vez más nos hacen preguntarnos por qué demonios la carrera de este señor no corrió mejor suerte. Aquí al menos en el Cadillac le dedicamos hace más de 9 años uno de nuestros primeros posts y no dejaremos de recordarle y recomendarle siempre que, como en este caso, nos dé motivos para poder hacerlo.
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22 OCTUBRE
NEIL YOUNG & CRAZY HORSE «Weld»
Por ALBERTO LORIENTE
Habrá notado el atento lector que, hasta ahora, no había aparecido ningún disco en directo en el presente artículo. Ante el torbellino de creatividad que se dio en este año, hemos preferido privilegiar el impacto causado por los nuevos himnos aparecidos en estos doce meses. Pero era imposible de ignorar el calado de un álbum tan soberbio como «Weld». En 1991 el del álbum en vivo era ya un arte en claro declinar, que -aunque siguió dando algunos ejemplos destacables en los años inmediatamente posteriores (AC/DC, Van Halen, Metallica)- estaba ya muy lejos de su esplendor de los 70 y los 80 y palidecía ante la pujanza de las ediciones de conciertos en VHS y, sobre todo, de los cada vez más omnipresentes ‘unplugged’. Por fortuna, Neil Young y sus Crazy Horse aún vieron oportuno dejar testimonio para la posteridad de una de las más espectaculares resurrecciones artísticas que se recuerdan. Tras sobrevivir a sus confusísimos años 80, el bardo canadiense regresó a sus mejores esencias con «Freedom» (1989) y, sobre todo, en esa mayéstatica obra maestra que es «Ragged Glory» (1990). Basándose en la esencia de este último álbum, su traslación al directo supuso una decidida apuesta por la vena más rockera del combo, con un sonido fiero y rugoso, dando especial protagonismo a sus tradicionales cabalgadas guitarreras -con muchos temas rozando o sobrepasando la barrera de los 10 minutos de duración- y prescindiendo casi por completo de su vertiente más folk -apenas representada por «Roll Another Number» y esa enrarecida versión del «Blowin’ in the Wind» dylaniano. Consciente del material que tenía entre manos, Young dio un más que merecido protagonismo a sus himnos más recientes («Love to Burn», el increíble desarrollo instrumental de «Love and Only Love», ese misil llamado «Fuckin’ Up», la ya tan popular «Rockin’ in the Free World»), que mezcló en perfecto equilibrio con los grandes clásicos de su trayectoria que mejor se adaptaban a su nuevo rumbo. Así, aquí alcanzan su versión canónica joyas pretéritas como «Cinnamon Girl», «Cortez the Killer», «Like a Hurricane» o «Tonight’s the Night», destacando muy especialmente esa monumental «Hey Hey, My My (Into the Black)» que da inicio de forma portentosa al disco. «Weld» no sólo pasó a la historia por ser la mejor entrega en vivo de la carrera de Young junto a «Live Rust», tampoco por ser, muy posiblemente, el mejor álbum en directo de los años 90; lo hizo sobre todo por otorgar al canadiense un aura casi divina ante una pléyade de hambrientos jóvenes fans que acabaron convirtiéndole en el honorífico ‘padrino del grunge’ y el artista más influyente (en un trono compartido con Black Sabbath y Led Zeppelin) de una hornada de músicos que estaba empezando a cambiar el mundo de la música para siempre.
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28 OCTUBRE
GENESIS «We Can’t Dance»
Por JORGE LUIS GARCÍA
Phil Collins en los 80 estaba en todas partes. Era omnipresente y omnipotente. Publicó cuatro discos superventas en solitario y otros cuatro con Genesis. Hizo duetos exitosos, participó en todo los saraos benéficos, inventó el sonido de batería que definió la época, colaboró con todo aquel que requirió sus servicios, compuso temas para películas e incluso hizo de actor. Quizás fue el artista británico más preponderante de aquella década. Obviamente no gustaba a todos, pero es que sólo algunos años después parecía como si nunca le hubiera gustado a nadie. Se convirtió en epítome de lo ‘anticool’, de lo peor. Bowie calificó su floja etapa ochentera como sus “Phil Collins years”, y Noel Gallagher proclamó que si no tenía “la cabeza cercenada” de Collins en su nevera antes de que terminaran los 90 se consideraría fracasado. ¿Qué había pasado para que el bueno del tío Phil pasara de ser uno de los tipos más solicitados de la industria a uno de los más denostados? Ay, las inmisericordes modas y sus dramáticos giros argumentales… Pero en 1991 Collins aún traía la inercia de uno de sus mayores triunfos, “…But Seriously” (1989), y, a decir verdad, nadie pensaba que fuera a regresar con Genesis después de aquello. Pero regresó, aunque fuese por última vez. Al fin y al cabo, los Genesis de aquellos tiempos eran cada vez más indistinguibles de Collins en solitario, Nadie dudaba de quién tenía la última palabra ahí, y tanto Mike Rutherford como Tony Banks parecían estar cómodos con ello. La transición desde el rock progresivo al pop descaradamente comercial había sido lenta pero segura y ya había toda una generación que ignoraba que Peter Gabriel había liderado la banda. “We Can’t Dance” reproducía la fórmula ganadora de “Invisible Touch” (1986), su álbum anterior y el más vendido de su historia. No consiguió el mismo éxito que aquel (aunque aún así fue considerable) pero tampoco era necesariamente inferior. Si acaso le perjudicaba un minutaje excesivo y que el zeitgeist ya no le era propicio, pero los hits no eran menos efectivos y en las pocas incursiones progresivas que se permitían aún exhibían sus habilidades musicales. “Jesus He Knows Me” y “I Can’t Dance” eran instantáneamente adhesivos en el mejor sentido, y además venían acompañados de unos videoclips desternillantes que incidían en su vena más paródica. “No Son of Mine” probaba que del ‘dad rock’ aburguesado también podían salir temazos imponentes, y piezas extensas como “Driving the Last Pike” o “Fading Lights” insistían en recordar que el que tuvo retuvo. En cierto sentido, “We Can’t Dance” marcó el final de una época de la misma forma que otros discos aquí comentados significaron el principio de algo nuevo. Con él murieron los Genesis de Phil Collins y con ellos, de alguna manera, los años 80.
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4 NOVIEMBRE
MY BLOODY VALENTINE «Loveless»
Por JORGE LUIS GARCÍA
El mayor disco de culto de la historia del rock independiente. La capilla sixtina del noise. La obra maestra definitiva del shoegazing. El equivalente a “The Velvet Underground & Nico” en los 90. Todas estas definiciones maximalistas valen para “Loveless”, el segundo disco de los irlandeses My Bloody Valentine. Solo la historia de su tortuosa gestación ya justifica el aura mitológico que ha adquirido con el tiempo. De cómo una grabación que inicialmente iba a realizarse en cinco días terminó alargándose casi tres años, pasando por 19 estudios y las manos de 16 ingenieros, y llevando prácticamente a la ruina al sello Creation Records durante el proceso. Todo en pos de plasmar el sonido único que el visionario Kevin Shields tenía en su cabeza. Y cualquiera pensaría que el sonido resultante de una producción así de costosa sería tan perfectamente pulido y primoroso como el de un disco de Michael Jackson ¿verdad? Pues no, todo lo contrario. Si no se posee un oído bien entrenado, “Loveless” suena realmente como el culo en un primer contacto, hasta el punto de dudar por momentos si el CD está defectuoso, o si se ha descargado un archivo corrupto. Nada parece sonar como debería, las guitarras absurdamente altas (por cierto, este disco hay que ponerlo SIEMPRE al mayor volumen posible), las baterías y las voces enterradas en la mezcla, saturaciones monstruosas… No nos engañemos, este disco provoca rechazo físico la primera vez que lo oyes. Y puede que las siguientes también. Sin embargo, todo está milimétricamente diseñado precisamente para causar ese efecto. Puedes desistir y mandarlo a la mierda, cierto, pero si algo en tu cabeza hace click, si consigues atravesar la madriguera del conejo blanco, disfrutarás como un gorrino de un alucinante y turbio país de las maravillas gobernado por un caos demente, de un apocalipsis sonoro de “puro ruido y pura melodía”, según las propias palabras de Shields. Capas y más capas de guitarras distorsionadas, efectos de reverberación revertida, montañas de feedback, nubes amorfas de sintetizadores, drones de ida y vuelta, fluctuaciones de electricidad líquida, samplers y multitud de trucos sonoros para envenenar las melodías más frágiles e incorpóreas. Y es que por debajo de toda esa lava incandescente, en “Loveless” late un corazón pop. Borroso, onírico y abstracto, pero pop. Con sus hits y todo. Su influencia sería absoluta en el ‘indie’ de los 90 (sin este disco no existirían Los Planetas, por ejemplo) y su diseño de sonido admirado, perseguido y nunca igualado por los grandes ‘popes’ de lo alternativo. Robert Smith, de The Cure, dijo haberse sentido humillado por este álbum. Durante décadas My Bloody Valentine fueron incapaces de darle continuidad, emperrados en no publicar nada que no pudiera al menos empatarlo, y agigantando de paso la magnitud de su leyenda.
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18 NOVIEMBRE
U2 «Achtung Baby»
Por SERGIO ALMENDROS
Uno se pone un poco de mala leche cuando le hacen proclamar cuál es su disco favorito de la historia, aunque sea únicamente por no poder nombrar aquel otro, pero desde hace tiempo tomé la decisión de no devanarme los sesos ni medio segundo más con esta pregunta tan malintencionada y responder con rotundidad y sin dudas que el «Achtung Baby» de U2, y ya está. Porque cuando uno encara esa disyuntiva lógicamente empiezan a tomar importancia muchos elementos más aparte de los musicales, y con este disco yo tengo mil elementos personales que le hacen imprescindible, fundamental y único. Pero como tampoco es espacio este para recrearnos en temas personales, también podemos decir que musicalmente, artísticamente, este disco es una obra maestra con todas las mayúsculas del teclado. Y más. No solo «Achtung Baby» es digno de alabar musicalmente, sino que su reconocimiento es también un reconocimiento al riesgo, a la valentía, algo tan complicado de encontrar hoy en día en la música, incluso en los propios U2, por supuesto. Después de convertirse en la banda más grande del planeta con su épico rock de estadio de bandera blanca, los irlandeses se bajaron del carro de forma inesperada para calzarse todos los cueros posibles, llenarse de ironía, reírse casi de ellos mismos y crear un nuevo espacio musical, único hasta entonces e irrepetible en el futuro. Ya no hablamos de canciones (a ellas vamos ahora, porque ¡vaya canciones!) hablamos de lo que no se oye, o lo que se oye pero no sabes de dónde viene. No es ni la producción ni la grabación ni la mezcla, o es todo, es algo más, una atmósfera, una textura, casi un estado, lo que hace de este álbum algo realmente especial. Nada nunca volverá a sonar así, ni mejor ni peor, así. Y que nos dejemos las canciones para el final no es significativo, porque no recuerdo un disco en el que todos sus cortes aporten tantísimo al conjunto pero que además en sí mismos sean completos temazos, sin discusión. Porque si «Zoo Station» es la necesaria puerta de entrada a este universo, «Even Better Than The Real Thing» es perfecta es su frescura, un hit tremendo, pero es que a continuación irrumpe «One» y uno ya no sabe si dejarla en bucle para toda la vida o seguir, y sigues y llega «Until The End Of The World», que fue una voladura de cabeza y mi favorita durante mucho tiempo, y luego la pluscuamperfecta «Who’s Gonna Ride Your Wild Horses», y el descanso obligado pero delicioso de «So Cruel», para a continuación rendirse a la nueva religión del grupo y querer adorar a estos tipos para siempre gracias a «The Fly», el tema que les redefinió (y que me redefinió, pero ya dije que no entraría en asuntos personales). Y con «Misterious Ways» incluso le dan una vuelta al sonido recién creado, y la delicia de «Tryin’ To Throw Your Arms Around The World» que tiene algo especial que no sabes qué es, pero que desearías estar todo el día abrazado a ella, y cuando ya no sabes qué esperar te das cuenta (o te darás cuenta) de que aún queda lo mejor, de que «Ultra Violet», «Acrobat» y «Love Is Blindness» son realmente el alma de «Acthung Baby» y de que tu alma ya la has vendido a estas canciones y de que todo ha explotado en ti, por un disco.
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28 NOVIEMBRE
MICHAEL JACKSON «Dangerous»
Por JORGE LUIS GARCÍA
Ya hemos visto que los vientos de cambio que traía la nueva década iban a llevarse por delante a muchos de los tótems de los 80, pero no a todos. Desde luego no a la estrella más rutilante que había en el firmamento musical de la época. No a Michael Jackson. Su derrumbamiento llegaría más tarde, pero en 1991 Jacko seguía siendo un artista demasiado inteligente como para dejarse pasar de moda. “Dangerous” funcionó como reválida del oficioso y rimbombante título de ‘King of Pop’ y probó que Jackson todavía iba a seguir siendo relevante en los 90. Pero tampoco tiró por lo fácil, ni mucho menos. Se la jugó rompiendo la asociación con Quincy Jones que había alumbrado la maravillosa trilogía de “Off the Wall” (1979), ”Thriller” (1982) y”Bad” (1987); y, siempre inquieto y atento al espíritu de su época, se rodeó de un nuevo equipo de productores (con Teddy Riley a la cabeza) para trabajar un sonido más contemporáneo, agresivo, callejero, orientado más al ritmo que a la melodía. El resultado de esa fusión futurista del soul de la vieja escuela con la síncopa del funk, el R&B moderno y el hip hop empapa la primera mitad de “Dangerous”, con piezas tan renovadoras como “Jam”, “In the Closet” y “Remember the Time”. En su segunda mitad el álbum sí ofrece algo más parecido a lo que se podría esperar de su autor en aquel momento. Esa ensalada para todos los públicos de pop de exquisita factura (“Who Is It”), rock (“Given to Me”), góspel (“Will You Be There”), baladas emotivas (“Gone Too Soon”) y un himno global más grande que la vida (“Heal the World”). Y, además, un superclásico para los anales (¿quizás su último clásico incontestable?) tan sencillo como genial en su explosivo crossover de géneros y su mensaje de igualdad racial. Era “Black Or White”, arrollador primer single que, obviamente, vino acompañado de uno de aquellos videoclips-acontecimiento suyos que en la época solían emitirse por primera vez en ‘prime time’ y que todo el mundo comentaba al día siguiente en clase, en el trabajo o en el bar. En esta ocasión Macaulay Culkin, bailes multiculturales, revolucionarios efectos de morphing, violencia callejera estilizada y una pantera eran los highlights. Es cierto que “Dangerous” carece de la magia irrepetible de la santísima trinidad de Jackson, pero aún hoy es un disco que suena increíblemente avanzado, y quizás sea la obra más personal y ambiciosa de un artista superdotado en constante desafío consigo mismo. Y, en cualquier caso, sus más de 30 millones de copias despachadas en todo el planeta no hacían presagiar aún los negros nubarrones extramusicales que en muy poco tiempo iban a amenazar su carrera hasta terminar destruyéndola.
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Fecha desconocida
LOS RODRÍGUEZ «Buena suerte»
Por SERGIO ALMENDROS
En algún momento indeterminado (o al menos desconocido para nosotros) de 1991 se publicó uno de los discos fundamentales del rock español de los 90, o al menos así lo fue a posteriori. Y lo fue años más tarde porque en aquel momento este «Buena Suerte», este debut de Los Rodríguez, pasó sin pena de gloria. La desaparición del sello discográfico Gasa al poco de publicarse el plástico hizo que el trabajo no pudiese gozar del cariño que sin duda merecía esta fabulosa colección de canciones que sentarían la base de una de las formaciones más gloriosas que ha dado la música en castellano. El dream team formado por Andrés Calamaro, Ariel Rot, Julián Infante y Germán Vilella demostró ya en su ópera prima todas sus credenciales, es decir, composiciones inspiradísimas que, sobre un lienzo de puro rock, se recreaban en brochazos de blues, country, rumba, ranchera o simple rock ‘n roll deudor de los mejores Stones. Y es que, además de la formidable interpretación de estas canciones, algo que se podría esperar dado el alto nivel musical de los componentes de la formación, en esta ocasión la suma de factores sí daba como resultado un valor sobresaliente. Cortes como «Mi Enfermedad», «A Los Ojos», «Engánchate Conmigo» o «Canal 69» bien podrían considerarse parte de la mejor cosecha musical de los 90 en cante castellano, aunque no fue hasta años más tarde, cuando la banda alcanzó la fama merecida, cuando estas canciones lograron el estatus que realmente les correspondía. Seguramente este «Buena Suerte» no fuera el mejor de los tres discos de estudio que publicaron Los Rodríguez (lo que ya dice mucho de los otros dos), pero sí fue sin duda el más fresco, el que mejor reflejaba el tiroteo de calidad y carisma del que hacía gala la superbanda. Repartiéndose la composición entre Calamaro y Rot, a veces en solitario, otras asignándose música o letra, el duelo no hacía otra cosa que mejorar a su «adversario». Así, líricamente el disco se movía entre el rock ‘n roll más canalla («Engánchate Conmigo», «Canal 69» o «La Mujer De Un Amigo», por ejemplo), o la poesía más calamaresca («Buena Suerte», «Mi Enfermedad» o «Demasiado Tarde»). Afortunadamente, sin variar la receta pero incluso mejorando los ingredientes, el grupo tuvo su merecido éxito poco después gracias a hits tremendos como «Sin Documentos», «Dulce Condena», «Milonga Del Marinero Y El Capitán» o «Mucho Mejor», un éxito tan rotundo como efímero, teniendo el «rock ‘n roll» de bajarse de la tabla en la cresta de la ola para seguir escribiendo importantes hojas de la historia del rock español ya en solitario.
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Fecha desconocida
LOS SUAVES «Maldita sea mi suerte»
Por RODRIGO MARTÍN
En 1991 Los Suaves habían entregado ya la canción por la que siempre serán eternamente recordados («Dolores se llamaba Lola», incluida en «Ese día piensa en mí» de 1988) pero aún no se habían convertido en la mejor banda de rock del país, algo que lograrían y sabrían consolidar y mantener, con mucha distancia sobre el resto, durante buena parte de aquella década que entonces estaba comenzando. Y si lo consiguieron fue gracias a uno de los acontecimientos más decisivos y relevantes en toda su historia: la entrada ese mismo año en el grupo de Alberto Cereijo, probablemente el guitarrista de rock más talentoso que haya dado nuestro país. La genialidad del incomparable Yosi Domínguez como compositor y su particularísima forma de expresarse como cantante encontraban así el complemento perfecto en un maestro de la ejecución, dotado además con toneladas y toneladas de pasión y sentimiento. Aquella formación de Los Suaves, que se completaba con Charly Domínguez al bajo, Montxo Costoya en la rítmica y Ángel Barrio a la batería, habría de darle a la banda sus mayores años de gloria con «Malas noticias» (1993), «Santa compaña» (1994), el directo «¿Hay alguien ahí?» (1995) y «San Francisco Express» (1997), pero «Maldita sea mi suerte» supuso ya un salto de gigante respecto a toda su producción anterior y les puso en la dirección correcta. Y dejaba bien claro que el grupo iba a hacer siempre lo que le diera la real gana. Así, el álbum se abría con dos pistas, «Viajando al fin de la noche» y «Pardao», que se plantaban ya en los 8:31 y 10:07 minutos de duración, siendo este segundo tema una de las mayores y más celebradas joyas de toda su carrera. Pero la locura máxima llegaba más adelante con «La noche se muere», con nada menos que 19:40 minutos y un solo de guitarra eterno y multiorgásmico en el que Cereijo comandaba un batallón integrado por otros 13 guitarristas de la talla de Alvin Lee, Carlos Raya, Jero Ramírez, Paco Ventura, Manolo Arias o Eduardo Pinilla. Yo no sé si alguien más se ha atrevido a hacer algo parecido alguna vez en el mundo, pero si es así lo desconozco. Los Suaves además presumían de versatilidad con sendas versiones, eléctrica y acústica, de dos canciones («Parece que aún fue ayer» y «Tiempo perdido»), mostraban su madurez y compromiso con «Pobre Sara», un durísimo y devastador alegato contra el abuso infantil, y se coronaban con los otros dos grandes clásicos de la banda, además de «Pardao», que salieron de aquí: la propia «Maldita sea mi suerte» y «Dame Rock and Roll». Lo mejor aún estaba por llegar, pero aquí ya estaba bien plantada y germinando la semilla.
¿Y no sale Senderos de traición de Héroes del Silencio?
No, porque salió publicado a finales de 1990 (no obstante, aún así hemos tenido el detalle de mencionarlo en el párrafo de «Hombres» de Loquillo y Trogloditas).
Fruto de esa maravillosa confusión entre lo viejo, lo nuevo y lo atemporal, de esa abrupta colisión entre los sonidos y estilos de musica que recuerdo y modificaron el gusto de la musica y la moda.
Es que Achtung Baby es el mejor album de todos los tiempos, sin lugar a dudas.
El más completo y el de nivel más alto en todos y cada uno de sus temas.