El viejo Lou
Ha muerto Lou Reed. Y yo tengo ganas de llorar. Ahora mismo, perdónenme si no me salen las palabras para expresar la enorme tristeza que me provoca su pérdida. La profunda admiración, la devoción que un servidor sentía, siente y siempre sentirá hacia el señor Reed es compartida, creo que en igual medida, por mis compañeros de El Cadillac Negro, así que de alguna forma este blog tenía que rendirle un homenaje. Y aunque sé que es poca cosa, y que nunca estará a la altura de tan gigantesco personaje, esta triste noche de domingo sólo puedo rescatar el post/relato que le dediqué en esta misma página, hace ahora poco más de año y medio. Eso deberá bastar.
Gracias, amigo Lou. Y buen viaje.
(«El viejo Lou». Publicado originalmente el 26/04/2012)
Domingo por la mañana. El viejo Lou se encuentra sentado en su sillón favorito, en su rincón favorito, en la biblioteca de su apartamento, que es, sin discusiones, su estancia favorita de la casa. Mira por la ventana, que acaba de abrir de par en par, para percibir con todos sus sentidos esa ciudad en ebullición que tanto ama, y que nunca se detiene un solo instante, ni siquiera, o menos aún, los fines de semana. Sobre sus rodillas, un viejo ejemplar de “In Dreams Begin Responsibilities”, de Delmore Schwartz. Se siente cansado. Le pasa casi todos los domingos; echa de menos su sesión matutina de Tai Chi, pero ése es el único día de la semana en que su maestro no acude a visitarle. Se siente cansado y, además, se aburre. Su mujer se ha encerrado en el cuarto oscuro para revelar fotos. Se recorrieron medio Manhattan el sábado con la cámara a cuestas, así que imagina que estará allí dentro todo el día, probablemente ni siquiera saldrá para almorzar algo. Saca su teléfono móvil del bolsillo de su bata de felpa y se le ocurre que, por qué no, va a llamar a los muchachos; hace mucho que no sabe nada de ellos. Busca en la agenda el teléfono de James, duda por un segundo, y pulsa el botón verde. Cinco tonos, seis tonos, siete, y salta el buzón de voz. Hace mucho que no consigue hablar con su amigo, y se pregunta incluso si no habrá cambiado de número de teléfono. En una profesión como la suya, a veces te ves obligado a hacerlo. Así que decide llamar a Lars. No le cae tan bien, es un tipo bastante cargante, de hecho, pero quiere saber qué tal les va a los chicos. Esta vez pierde la cuenta de los tonos, doce, quince, hasta que su llamada se extingue de nuevo sin respuesta. Se lo piensa un poco, y se dice que por qué no llamar al otro, nunca consigue recordar su nombre a la primera… Kirk, eso es. Esta vez, se encuentra directamente con el teléfono apagado, así que desiste. Había un cuarto hombre, sí, pero ni siquiera sus compañeros parecían hacerle mucho caso, por lo que se resigna a intentarlo en otro momento. Coge el libro que reposa sobre sus rodillas. Acaricia su lomo gastado, se acerca las páginas amarillas a la nariz y aspira su olor. Lo abre al azar y descubre que lo ha hecho por uno de sus poemas favoritos. Comienza a leer, a recitarlo solemnemente para sí mismo, y apenas tres minutos después se queda totalmente dormido.
Y el viejo Lou sueña. Sueña que es un joven enamorado que viaja en el interior de una caja enviada por correo en dirección a Wisconsin, en donde estudia su novia, con la intención de darle una sorpresa. Es algo completamente absurdo y a la vez, en ese preciso instante, tiene absoluto sentido. Lo que aún no sabe es que nunca volverá a ver la luz, porque cuando la caja llegue a su destino, un cúter metálico atravesará la cinta aislante, atravesará el cartón, atravesará el acolchamiento y se clavará justo en medio de su cabeza. Pero lo que sucede en los instantes previos a ese momento es aún mucho más doloroso y mortal, pues escucha unas voces amortiguadas al otro lado de la caja que mencionan su nombre, que le insultan, que le revelan demasiado tarde que, entre otras cosas, su novia ni siquiera es ya su novia. Por eso, cuando el cúter se abre paso a través de su cráneo, ni siquiera siente nada.
Para entonces se encuentra caminando por la playa de Coney Island. Ahora es un chaval cuya única preocupación es cómo convencer al entrenador para que le deje entrar en el equipo de fútbol del instituto. Sólo eso ocupa sus pensamientos. Quiere jugar al fútbol para el entrenador. Jugar al fútbol para el entrenador. Se descalza y se acerca a la orilla, para que las olas acaricien sus pies desnudos. Y es extraño, porque siente el agua, puede escucharla, y olerla, y a la vez ya no está allí, e incluso es ya otra persona, un chico aún mucho más joven que regresa con paso rápido a su casa, por llamarla de alguna forma, situada junto al hotel Wilshire, que comparte con su padre y otros nueve hermanos y hermanas. Pero su viejo no volverá hasta la noche, está convencido de ello, pues a esa hora estará ya en una esquina de la Avenida Lexington esperando a su camello de confianza. En su camino se cruza con Holly, Candy, Little Joe, el marica Sugar Plum y Jackie, y todos le sonríen, y todos le saludan, mientras caminan por el lado salvaje. Una vez en casa, se sienta en el suelo y abre el libro que ha encontrado en un cubo de basura en el sucio bulevar. Es un libro de magia. Mira los dibujos y levanta la vista al techo desconchado. Cuando cuente tres, dice, espero desaparecer, y volar, volar lejos…
Y así lo hace. Ahora se encuentra sentado en un pequeño café en Berlín. Ha pasado un día estupendo. Un día perfecto. Estuvieron en el zoo, alimentando a los animales, y después fueron al cine. Ahora está sentado en ese pequeño café, escuchando el agradable sonido de una guitarra, y sonríe. Le invade una sensación de plenitud, cierra los ojos y se dice que está en el paraíso. Pero esa tranquilidad no dura mucho, hasta que cree escuchar una voz, que en realidad no parece venir de ningún sitio. Hace demasiado frío en Alaska. De algún modo, con esa certeza tan irracional que sólo parece existir en los sueños, sabe que en ese preciso instante, no muy lejos de allí, una mujer yace en su cama con las venas abiertas, y lo que ahora escucha es una canción tan triste que rompe el alma, mientras abre lentamente los ojos y pueda verla, él suspendido en el techo de la habitación, y ella mirándole fijamente con sus ojos azul claro, susurrándole con su último aliento no apagues las llamas… hay un poco de magia en todas las cosas, y alguna pérdida para equilibrarlo todo.
Sus palabras aún resuenan en su cabeza mientras apura su último trago sentado en la barra de un bar de las afueras, de las afueras de dónde, se pregunta, y qué importancia tiene eso ahora, se responde al instante. La televisión está encendida y están retransmitiendo un partido de fútbol de la liga universitaria. De repente, la pantalla se queda totalmente en negro, hasta que un comentarista interrumpe la emisión para dar la noticia de que el presidente, John Fitzgerald Kennedy, ha sido asesinado. La gente grita, se lleva las manos al rostro con incredulidad, y él se dirige corriendo hacia la calle. Allí, un hombre le hace señas y le indica que se acerque. Mira, le dice, y le señala a una muchacha que yace en el suelo. Nunca la ha visto pero, de algún modo, sabe que se llama Sally, y que nunca volverá a bailar. El hombre le mira muy serio. Esa zorra no respira, me parece que ha tomado demasiado de algo, ¿me entiendes?, continúa, y no te quiero asustar, pero eres tú el que la ha traído aquí, y eres tú el que se la va a llevar. Él asiente, y aunque aún no sabe que va a contestar, abre la boca y unas palabras salen como de ninguna parte: Sácame la máscara azul de la cara y mírame a los ojos.
El hombre le quita la máscara, y él se encuentra mirándose fijamente en un espejo. No le gusta lo que ve. Detesta su nariz, y odia sus orejas de soplillo, que le recuerdan a su padre. La última persona en el mundo de quien querría acordarse. Tiene una cuchilla en su mano y empieza a afeitarse. Ojalá fuera diferente, sigue pensando, y de repente, con un rápido movimiento, se corta la nariz. Mejor, dice en voz alta, y un segundo después se rebana la barbilla. Siempre quiso tener un hoyuelo. Una nueva cara, una nueva vida, sin recuerdos del pasado. Y se raja la garganta de oreja a oreja.
Se despierta sobresaltado, tosiendo. Los puntos le provocan una mueca de dolor, y un doctor se acerca desde el otro lado de la habitación, sonriendo. Hijo, te hemos salvado la vida, pero nunca volverás a ser el mismo, le explica. Y a él le sobreviene un ataque de risa. No puede parar de reír. Le duele demasiado, pero él sigue riendo y riendo. Se levanta de la cama, aparta el médico de su camino con un empujón y se dirige corriendo hacia la puerta de la habitación. La abre y entra en un ascensor. Como si fuese la cosa más lógica del mundo, sabe perfectamente hacia dónde se dirige. Pulsa el botón y espera tranquilamente hasta que llega al cuarto piso. Sale del ascensor y se encuentra rodeado de gente. Está en una fiesta. Una de las fiestas del mañana, susurra. Observa los rostros de la gente. Algunos no le suenan de nada, pero otros muchos le resultan conocidos. Yonkis con los que un día trató, la mayoría heroinómanos, casi todos ellos muertos. Entra en una estancia muy amplia y se cruza con la mujer fatal. Al fondo ve a las chicas de Chelsea y, junto a ellas, está su amigo Andy. Se dirige hacia allí y Andy le sonríe. Él levanta el brazo y le apunta con una pistola. Está horrorizado pero no puede controlarlo. Su dedo acaricia el gatillo, y no quiere hacerlo pero a la vez sabe que no podrá detenerse. Eres un vicioso, grita, y su dedo aprieta el gatillo. Andy le mira sin entender nada. Seré tu espejo, reflejaré lo que eres, le dice, antes de caer al suelo.
El viejo Lou se despierta sofocando un grito en su garganta. Está sudando. Tiene unas ganas horribles de orinar. Siente la baba resbalando por su barbilla. Se la limpia y piensa que, al menos, aún tiene barbilla. Se mira las manos, arrugadas, y por un segundo, quizás solamente medio segundo, lamenta haber regresado, y volver a ser el viejo Lou. Pero la sensación cambia enseguida, y ya lo que único que experimenta es alivio. Oye una voz al otro lado de la habitación y se sobresalta. Su mujer se encuentra junto a la puerta. Seré tu espejo, reflejaré lo que eres, le dice. ¿Qué?, consigue preguntar él, con la respiración aún entrecortada. Que si quieres salir a comer algo, responde ella, hace un día fantástico, he pensado que luego podríamos salir a dar una vuelta por Canal Street. El tráfico es muy ruidoso a esta hora, hace una pausa y le guiña un ojo, y sé cuánto te gusta eso. Le está mirando con un gesto divertido, con los ojos muy abiertos, sin apenas parpadear, pero él sólo puede pensar en una cosa: parece muy vieja. Parece una momia, se corrige, los dos parecemos dos momias, y por un momento teme haber pronunciado aquello en voz alta. Entonces ella le sonríe y él se da cuenta de que, cuando lo hace, es el ser más hermoso que ha visto en su vida. Desea devolverle el gesto, y hace su mejor intento. Está bien, masculla.
Y, con dificultad, se levanta.
Buen homenaje a Lou. Se fue un genio…
Que lastima que su ultima entrega haya sido ese desafortunado experimento junto a Metallica. Pero bueno, nos quedamos con su pasado e historia. Si, se fue un grande…
Saludos!
Esteban
http://politomusica.blogspot.com
Bonito post. Se nota el cariño. Una forma chula de hablar sobre un cantante usando sus letras. Berlín para mí lo mejor de lo que he escuchado de él. Lamentablemente, pasear por el lado salvaje de la vida a veces tiene estas consecuencias. El futuro, la mayoría de las veces, se cobra las facturas del pasado. Hasta de su muerte podemos aprender.
Un saludo y ánimo que la vida sigue para lo demás.