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«Bloodline» se salva de la autodestrucción

25/01/2017

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(ALERTA SPOILER: El siguiente post trata algunos aspectos relevantes de la segunda temporada, aunque, SOBRE TODO, no leer nada si aún no terminaste o te pusiste con la primera) 

Ya lo advertimos en nuestro análisis de la primera temporada de «Bloodline». Si bien la serie había rematado una excelente entrega inaugural y se situaba entre lo mejor a nivel seriófilo de 2015, el panorama que había dejado disponible de cara a una segunda temporada se antojaba muy difícil de resolver con éxito.

El asesinato de Danny Reyburn a cargo de su hermano John suponía un final tan estremecedor como esperable y congruente con lo visto en el resto de capítulos, redondeando una brillante serie debutante, pero hiriendo de muerte su anunciada continuidad (más por rentabilizar un notable éxito crítico que por una discreta aceptación popular), al quitarse de encima al gran foco de las miradas: un Danny -interpretado por ese gigante que es Ben Mendelshon– tan errático como henchido de carisma, a cuyo son bailaban el resto de, por otra parte, brillantes personajes.

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Nuestros peores temores se fueron confirmando cuando Netflix aseguraba en los meses previos al lanzamiento de esta segunda temporada que los 10 capítulos que se nos venían -en contraste con los 13 de la primera sesión, algo que ya hacía barruntar tanto escasez de ideas como una disminución del presupuesto- iban a estar centrados en desentrañar el pasado de Danny, los años previos a su inesperado y trágico retorno al seno de su familia en su fastuoso hotel de los cayos floridanos. Una digna salida al embrollo parecía pasar más por hacer ‘tabula rasa’ y propiciar un reinicio de la trama centrada en el resto de los personajes, pero seguir regodeándose en un personaje ya extinto, por muy atractivo que pudiera ser, nos parecía una táctica poco menos que suicida.

Los primeros episodios de la nueva tanda, en efecto, no nos sacan de nuestro pesimismo. La trama sigue dando vueltas sin demasiado rumbo a los rescoldos que ha dejado la muerte de Danny, con un Mendelsohn haciendo varios ‘espectrales’ cameos. Así, sin venir a mucho cuento, aparecen en escena el desconocido hijo del protagonista, Nolan -interpretado, en un asombroso acierto de casting, por un Owen Teague que es la absoluta reencarnación de un eventual Mendelsohn adolescente- inmediatamente aceptado, no sin ciertos reparos, por el clan, además del dúo formado por la exnovia de Danny, Evangeline, y su actual pareja, Ozzy, un antiguo compinche del fallecido que va a deparar no pocas sorpresas y que está convincentemente encarnado por un John Leguizamo estelar.

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El resto de los Rayburn ya conocidos tampoco nos ofrecen momentos para el recuerdo. Mientras que John duda entre presentarse o no a la campaña para elegir al nuevo sheriff del condado, una manera como otra cualquiera de huir hacia adelante y tener la cabeza ocupada tras su crimen, además de poder alejar desde ese pretendido puesto cualquier amenazadora investigación; la desangelada y efímera nueva vida de Meg en Nueva York parece más una excusa fácil para alejarla de la acción durante unos pocos capítulos que una subtrama con verdadero interés autónomo. Mientras, el pobre Kevin sigue erre que erre, combatiendo con su mediocridad, contraponiendo a la alegría de su futura paternidad su adicción alcohólica y el negro porvenir de su negocio de barcos.

Sin embargo, hacia la mitad de la temporada se obra el milagro, coincidiendo, casualmente o no, con la incorporación del gran Dennis Lehane como productor ejecutivo en unos pocos episodios. El recrudecimiento de la campaña electoral por el puesto de sheriff del condado entre John y el ocupante del cargo, Aguirre, -riánse ustedes de las pataletas protagonizadas por Donald y Hillary- , provoca una profundización sobre el caso de la muerte de Danny que va levantando progresivas sospechas sobre un John que, por su parte, se ve ayudado en sus aspiraciones por su hermana, ya de vuelta a una casa de la que ya sabe que es su único hogar posible, y por un misterioso benefactor encarnado por una presencia siempre tan agradecida como la de Beau Bridges.

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«Bloodline», que hasta ese momento sólo había sobrevivido gracias a la identificación ya lograda en la primera temporada del espectador con los diversos personajes y a su siempre brillante factura técnica, retoma ese músculo narrativo, esa densidad tan asfixiante como el calor de Florida, ese irresistible halo trágico, todas esas virtudes que tanto nos embaucaron en sus comienzos. «Bloodline» vuelve a ser, en definitiva, todo lo que debería ser «Bloodline».

Fundamental en esta remontada es el ascenso en el escalafón de la serie de Marcos Díaz  (Enrique Murciano) , que ha pasado a ser un mero secundario en la primera temporada -como fiel compañero policial de John y novio cornudo de Meg- al verdadero eje troncal de los mejores momentos de la segunda. Su infatigable y concienzuda investigación de la muerte de Danny, no sin su ración de sombras por su comprometedora relación con Aguirre, irá apretando las clavijas tanto de la misma trama como de un John cada vez más acorralado por todos los frentes, especialmente por el progresivo naufragio de su matrimonio con otra de las claras ganadoras de la sesión, Diana (la guapa y cada vez más talentosa Jacinda Barrett). Asimismo, Linda Cardellini se siente cada vez más segura en el decisivo papel de Meg, al igual que Norbert Leo Butz en el de Kevin. En el debe, cabe apuntar el descuido a la que ha sido sometida el rol de la venerable Sissy Spacek, una matriarca de múltiples capas en la entrega inaugural que ha quedado ahora mucho más plano y deslucido. No obstante, mi mayor decepción personal la ha protagonizado el ahora omnipresente Kyle Chandler. Si en la primera temporada supuso una de las grandes sorpresas, al ofrecernos la interpretación más madura y compleja de su carrera; la consolidación de su John como protagonista absoluto le proporcionaba una apetitosa plataforma de lucimiento. Sin embargo, un personaje ya permanentemente atormentado por la culpa, empeñado en huir hacia delante, con su proverbial honestidad ya casi devastada por su instinto de mera supervivencia y cada vez más propenso a la cólera -vamos, todo un caramelito para optar a premios- , está resuelto de manera correcta pero mucho más monocorde y superficial de lo requerido, brillando tan sólo en momentos muy determinados como esa intervención de campaña ante mujeres que termina siendo toda una pesadilla íntima.

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A pesar de cargar con una subtrama dedicada a un exagerado y forzado proceso de ‘beatificación’ de Danny -al que ya queríamos tal y como era, con sus innumerables defectos incluidos- , «Bloodline» sabe mantener el nivel recuperado hasta el final, desembocando el desenmascaramiento de los actos de los tres hermanos en una última noche plena de perturbadora tensión. opresora atmósfera y resultados imprevisibles, por todo lo alto, y, sobre todo, enmendando el error y sabiendo dejar la trama más abierta que nunca, lista para emprender caminos nuevos y muy sugestivos en la próxima temporada.

Envalentonados tras asistir a una irregular pero, finalmente, muy correcta segunda temporada, los seguidores de «Bloodline» hemos recibido como un jarro de agua fría el anuncio de Netflix de que la tercera entrega, prevista para este mismo 2017, va a ser la última, suponiendo así un cierre en falso de una producción que, no sé por qué extraña razón a tenor de su calidad, no ha acabado nunca de cuajar entre la gran masa de aficionados y que, por otra parte, debe conllevar un considerable presupuesto ante su reputado reparto y ambiciosa factura. Por otra parte, este anuncio evitará que una obra cuya trama, admitámoslo, no da para un largo recorrido se vaya desvirtuando en infinitas temporadas como ha acontecido con muchas otras producciones. En las manos de sus creadores queda pues la oportunidad de terminar a lo grande y regresar a la excelencia en la tercera temporada para redondear una serie de culto para los siglos de los siglos.

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