Regreso a «Twin Peaks» (II): que le den a la televisión convencional
(ALERTA SPOILERS: Continuando con el post anterior, hoy analizamos la siguiente tanda de episodios (3×05- 3×08) del regreso de «Twin Peaks». Si aún no has visto «The Return: Part 8», únete a nosotros más tarde.)
Iba a comenzar esta entrada con un «pedid y se os dará» poco justo para nuestros lectores y lectoras. Hace un mes, cuando nos zambullimos de lleno en ese estreno celebradísimo de una de las series de televisión más míticas de la historia por derecho propio, llegó a nosotros la sugerencia de reseñar semanalmente este hito único. Aunque podría haber sido de nuestro agrado hacer una excepción en una ocasión tan especial como esta, lo cierto es que las reviews semanales no terminan de encajar en la dinámica de publicación del Cadillac, además de suponer una carga de trabajo añadido a nuestras rutinas laborales y personales que de momento se nos antoja pura utopía. Sin embargo, el bloque de entregas que sucede a ese exitoso y embriagador estreno guarda en sí mismo tanto contenido, hay tantos tesoros por descubrir y tantos secretos por desentrañar en esa cueva maldita, que se antoja necesario volver a hacer balance y hablar el idioma del genio.
Reconozco que cuando imaginé la continuación de esta serie de posts nuestra, «Regreso a Twin Peaks», la concebí en mi cabeza como una defensa tan apasionada como innecesaria de lo que semanalmente estábamos presenciando. Y es que el producto que, casi llegando a su ecuador, está resultando, no podía dejar indiferente a nadie, para bien o para mal. Se leen opiniones y juicios de índoles muy diferentes y extremas, a caballo entre la percepción de genialidad y el más puro sin sentido. Porque hay un tipo de público que un día llamó a las puertas de ese pueblecito motivado por el misterio, por el «quién lo hizo». Un tipo de público que disfruta a diario con series policiales y de investigación cuyo principal foco de interés en esta serie era el asesino de Laura Palmer. Y ojo, que no sólo es una audiencia respetable, sino que no estamos aquí para sentar cátedra. Cada cual con lo suyo, con sus aficiones, con sus elefantes blancos y sus formas de evasión. Parece algo superfluo tener que matizar que no hay un clasismo seriéfilo ni de consumo ni ánimo alguno de elitismo en este párrafo, sólo interés por ir a la raíz del problema con el desdoblamiento de la recepción del show: el tipo de público al que a estas alturas queda patente que va dirigido.
Dijimos en el artículo anterior que más que una tercera temporada, esta nueva «Twin Peaks» iba a ser, y bien podría definirse, como un filme de dieciocho horas. Ahí yace el sentido de que esté especialmente dirigido no ya sólo a una audiencia más cinéfila que seriéfila, más al consumidor de cine, por sus formas, que al conocedor de todas las novedades Netflix, sino al más puro y versado amante de la trayectoria de David Lynch, al que se ha paseado por su filmografía con gusto y se ha regodeado sin miedo en todo tipo de análisis. Esto no es un «CSI» con un caso a resolver, sino un «Mulholland Drive», un «Inland Empire», un «Cabeza borradora» por entregas que expande sin pudor el universo de la serie clásica dándole una dimensión completamente diferente, aunque a ello volveremos más tarde.
Una de las quejas más recurrentes que se han podido leer en las redes a lo largo de estas semanas es la de una supuesta lentitud del producto, junto con el no entender qué quiere decirnos y el «no está pasando nada». Cabría hacer referencia, primeramente, a la serie de los noventa que supo meterse en el bolsillo a millones de televidentes de todo el mundo y que se tomó temporada y media para darnos un nombre y un rostro, que se perdía en la descripción de los sueños de Dale Cooper durante largos minutos para luego acabar con un «no recuerdo nada». Y todo ello la hizo maravillosa. Desde esa perspectiva, no tendría sentido un reproche a los ritmos de lo que nos están contando. Y en segundo lugar, ¿qué ocurre con el «nada pasa»? Pues que está pasando todo, directamente y sin preliminares. Están aconteciendo tantísimas, tantísimas, tantísimas cosas simultáneas en esta historia, el desfile de personajes que está dejando de ser casual es tan amplio, que casi resulta un chiste mal contado considerar que no estamos presenciando nada más que un regodeo de freaks y surrealismo.
Voy a volver a hacer referencia a la magnífica «Mulholland Drive» porque me parece que funciona muy bien para ilustrar el punto anterior. En la cinta no hay nada realmente lineal y todo está preñado de pequeños y grandes detalles a los que prestar atención, de manera que al acabar su visionado, e incluso al volver a ella, el espectador es capaz de ordenar en el tiempo muchas de las escenas, leer entre líneas lo que querían decirnos esa llave azul, esa canción melancólica, ese vagabundo a la vuelta de la esquina, ese cadáver en la cama. Poniendo en el orden correcto cada pieza de ese puzzle, sabremos qué quieren contarnos de la protagonista, sus demonios internos, qué partes son reales y qué partes un delirio. Aquí hemos venido a jugar al mismo juego. A dejar que esa maraña de hilos magistral que se mueve al mismo tiempo siga avanzando y ampliando el lienzo, para terminar por dejarnos obtener respuestas que no se nos van a servir en bandeja de plata, sino convirtiéndonos en un ojo que todo lo ve, en espectadores activos.
Como conclusión a esta introducción que ya se extiende demasiado y antes de saltar sin red al quinto episodio, me gustaría destacar uno de los aspectos de este revival que me tiene más fascinada: las conexiones. Lynch y Frost están tejiendo una tela de araña obscenamente maravillosa, un atrapasueños fruto de la mente de genios locos. Si anteriormente hablamos de las múltiples referencias al terreno audiovisual, al cine de Lynch, a la «Twin Peaks» de los noventa, a los cortometrajes y series del autor, a día de hoy, tal y como avanza el producto, podemos afirmar que estas referencias van muchísimo más allá. Así, encontramos conexiones al personaje de Dougie Jones en una autobiografía de Dale Cooper cuya existencia desconocía hasta hace unas semanas, nos perdemos en el famoso diario de Laura Palmer y volvemos a La historia secreta de Twin Peaks, el libro publicado hace unos meses por Mark Frost, donde la propia Tamara Preston recopila la información del dossier, donde se vuelve a ese anillo que ya hemos visto más de una vez, donde ya aparecen personajes que desfilarán por nuestras pantallas después. Todo está conectado en este universo que se expande hasta los límites de lo imposible.
Tal vez «The Return: Part 5» sea la pieza más discreta dentro de una tanda que sigue dejando el listón bien alto, y aún así, esta hora televisiva juega en una liga completamente distinta a todos los programas que puedan emitirse. Seguimos con un Dale Cooper en duermevela que parece ir siendo, a cámara lenta y de forma casi imperceptible, consciente de estar encerrado en una identidad que no le corresponde. Se deja intuir en esa lágrima que recorre su mejilla al ver a Sonny Jim tras los cristales de ese coche, en su obsesivo deseo por el café y su fijación por las placas, en ese contemplar con anhelo mientras anochece la estatua del cowboy a la salida de los Seguros Lucky 7, el lugar donde ahora trabaja y parece seguir siendo el rey por casualidades absurdas aunque no sea capaz de articular dos palabras seguidas. Dougie Jones está siendo uno de los principales receptores de la ira de quienes siguen la serie mientras pierden la paciencia ávidos de su protagonista, aunque personalmente creo que ese despertar que terminará por llegar es parte del proceso por el que sus autores quieren hacernos pasar y me está resultando realmente interesante. No obviemos la referencia antes comentada en la autobiografía del personaje, donde se deja ver que el primer cadáver que vio llevaba la ropa del hombre al que ahora encarna. O esa escena de la serie «Rabbits«: «fue el hombre del abrigo verde«.
«Y ahora llega la comida«. Continuamos con ese Evil Cooper que sigue entre rejas y que al mirarse al espejo nos confirma que Bob sigue con él, que no se ha ido, que el mal no muere de forma mundana. Nos pone la piel de gallina esa forma de mirar, esos ojos vacíos de emoción y cargados de frialdad. Esa llamada telefónica que un vulgar dispositivo es incapaz de interceptar y que viaja a la mismísima Argentina tras apagar esa luz, dejar las cámaras en blanco y hacer saltar la alarma. Son sólo palabras que pueden serlo todo al mismo tiempo. Una canción infantil en el infierno en la Tierra: «la vaca saltó sobre la luna».
Hey, diddle, diddle,
The cat and the fiddle,
The cow jumped over the moon.
The little dog laughed,
To see such fun,
And the dish ran away with the spoon
Pero por muy Lynch puro que se haya tornado el producto, por muy hermético que pueda llegar a antojarse, hay algo que no ha perdido en absoluto de ese costumbrismo al que redundantemente un día llegamos a acostumbrarnos: esos personajes tan extraterrestres que habitan la localidad de Twin Peaks. El mismo Jacobi que pintó palas doradas durante minutos tiene su propio programa en internet, se hace llamar Dr. Amp y vende dichas palas a treinta dólares con la máxima de salir de la mierda cavando. Y por supuesto una Nadine que no ha cambiado nada es su mayor fan. Tampoco perdemos de vista a esa Becky Burnett a la que interpreta Amanda Sayfried, hija de Shelly Jones (qué bonito es volver al Double R Dinner, con Norma y los uniformes verdes) y enamorada hasta las cejas de un profesional del fracaso y el polvo blanco, que se pierde en un estado casi bucólico y narcótico al ritmo de «I Love How You Love Me» en una escena en la que bien podríamos rememorar a las mujeres delirantes y musas del director, incluso a la propia Laura Palmer. O al más que posible hijo de Audrey Horne, Richard, que viene cargado de desprecio a las normas, de amor al peligro y a la oscuridad del mundo y parece carecer de alma mientras agarra del cuello a una joven. Directamente diseñado para ser un receptor de odio por parte del espectador y revolvernos el estómago en sus chulescas y tormentosas maneras.
El diablo sigue durmiendo en los detalles más exquisitos. En ese dispositivo que se encoge como plastilina espacial, en esas bombillas en la distancia, en esa mujer que mira una Blackberry desencajada, en el cameo de un violento Robert Knepper al que toca los cojones la victoria de Mr. Jackpott, en esas tres conejitas rosas que evocan a las mujeres de Jack el Tuerto, en esa caja de cigarrillos Morley que nos devuelve a «The X-Files» y a su villano, en ese «Snake Eyes» interpretado por el propio hijo de Lynch en el Bang Bang Bar, en una discusión sobre goteras en comisaría. Este segundo tramo es como una escalera que asciende hacia lo sublime, un salto más de calidad en cada entrega, de camino a una tormenta de malabares con lo superrealista que acaba por estallar.
«The Return: Part 6» es un episodio duro y de una intensidad incuestionable cargado de mensajes en rojo (sangre, ventanas emergentes en un ordenador) que significan la muerte. Una muerte que impregna estos sesenta minutos sin pudor y con saña. Desde Richard Horne atropellando a un niño inocente y dejándonos con el corazón en un puño hasta Ike, un asesino sanguinario que acaba con esa Lorraine del episodio anterior a golpe de punzón. Porque hay que hablar de esa escena, del joven Horne lleno de rabia al que un Balthazar Getty en el papel de Red, traficante que coquetea con lo esotérico (la moneda, no olvidemos la moneda), burla con descaro. Se llevará por delante a una criatura que apenas ha empezado a vivir con su camioneta y ni siquiera se detendrá, mientras nosotros nos sentimos terriblemente incómodos al ver a una madre aferrarse a un hijo muerto ante una audiencia fría y plástica en mitad de la carretera (en el mismo cruce en el que Leland Palmer y Mike tendrían un cara a cara en «Fuego camina conmigo») que se siente tan incómoda como nosotros. Y como testigo más directo, un Carl Rodd al que ya conocimos en el mismo filme, uno de los niños que según La historia secreta de Twin Peaks apareció en el bosque con Lady Leño, y que observa cómo el alma de ese infante se desvanece en una neblina dorada que, ahora sabemos, viene a ser un símbolo del bien, de lo no corrompido.
Mientras tanto, Dougie Jones parece seguir siendo un sueño del agente Cooper, con un Mike impreso en su inconsciente que lo invita a despertar («Wake up, don’t die») desde esa logia que sigue en su cabeza y que existe en lugares inimaginables. Sigue ocurriendo, despacio, muy despacio, se pierde en el humeante aroma de su café, se acerca a la presencia del que un día fue con un traje más adecuado, se marca un paralelismo con «Cabeza borradora» en el ascensor y garabatea en sus archivos algo que se nos antoja incomprensible a todos menos a su propio jefe. Intachable también continúa siendo la actuación de Naomi Watts, que resuelve el problema de la deuda en sus maravillosas formas de leona que tira del carro en todo momento, a pesar del «Jane gave two rides». Hay momentos hilarantes en medio de toda la violencia y el mindfuck exquisito.
Pero si por algo pasó a ser laureado este episodio al minuto de su emisión es por la aparición de un personaje que por mítico y sin rostro llegó a convertirse en místico e incluso potencialmente inexistente. «Es como un cruce interesante entre una santa y una cantante de cabaret». Así definió Coop un día a esa Diane con la que solía comunicarse a través de su grabadora. Será Albert, en una noche de lluvia torrencial y perros enrabietados («Fuck Gene Kelly, you motherfucker!»), quien irá en busca de la única mujer capaz de mirar cara a cara a ese hombre salido de una realidad infernal que está en la cárcel y afirmar o negar su identidad. El día en que conocimos a Diane, queridos lectores. Una Diane nada más y nada menos que personificada por la magnífica y musa Laura Dern. No podía ser de otra manera.
Hay tantos, tantos detalles y pormenores en esta entrega que uno llega a sentirse minúsculo y perdido al mismo tiempo que hechizado. Porque vuelve Heidi con su risa eterna, porque hay tantas series numéricas que, sabemos, no son fruto del azar y se nos escapan, porque Angelo Badalamenti vuelve a componer una pieza sobrecogedora para un momento sobrecogedor y Sharon Van Etten cierra el episodio. Aunque lo que realmente importa es que «el Dale bueno está en la logia y no puede salir», que al final no iba sobre los conejitos de chocolate, que Hawk está mucho más cerca de encontrar a Cooper que el propio Gordon porque ahora tiene en sus manos esas páginas del diario de Laura Palmer que un día se arrancaron y que inexplicablemente han llegado a la puerta del lavabo masculino de la comisaría. No dejéis de huir si suena esto, el hip-hop puede llegar a ser muy sádico fuera de contexto…
«The Return: Part 7» supone un retorno a la esencia de la serie original, como semanas atrás ocurriera con la cuarta entrega, además de ser el episodio de todas las cosas que esperábamos que ocurrieran y se nos llegan a dar. De acuerdo, tal vez no habíamos pedido tres minutos de un hombre barriendo al ritmo de «Green Onions» mientras Jack el Tuerto se luce en sus maneras de cerdo misógino que mercantiliza a las menores, pero viene a ser una de las cláusulas que uno firma encantado cuando compra el billete con destino a este universo. Es reflejar cómo funciona, ni más ni menos, el pasar del tiempo y lo vulgar de nuestra rutina, filmar lo ordinario. Además, ver a Lynch delante de ese cuadro de la explosión nuclear (que conectará con la obra maestra que está por venir) mientras silba el «Engel» de Rammstein (banda a la que ya ha escogido para la banda sonora de su cine en «Carretera perdida») es un poco carne de sueño húmedo.
Persuadir a una Diane con pocas ganas de mirar más allá de su copa fue misión imposible para un Albert calado hasta los huesos y malhumorado, pero Gordon, hecho de una pasta de humor sardónico y en perpetua búsqueda del personal más esperpéntico, no tiene problema en sentarse en su sofá, disfrutar de un «damn good coffee» y aguantar todos los «fuck you» posibles de un personaje que ya se nos antoja magnífico. Será ella quien mire al falso Cooper a los ojos para ver el negro más negro y sentir escalofríos, sabiendo que ese hombre llevará su rostro pero no su alma, que hay algo horrible en ese ser al que deja atrás porque no puede seguir mirando, y que horas más tarde hará buen uso del chantaje para escapar de esa prisión. «Estamos fuera». Bob y él. Él y Bob.
De manera silenciosa a ratos y estridente como un chirrido en otros, Dale Cooper se va poniendo en pie dentro de esas cavernas oníricas en las que se haya escondido. Puede que siga teniendo el aspecto de una marioneta de carne y hueso al que ya están tardando en llevar a un hospital, que no recuerda dónde dejó ese coche que vuela por los aires en esa vecindad de Rancho Rosa, pero en un momento de peligro inminente vuelve a ser agente del FBI, con su fuerza y su audacia, con sus reflejos implacables. Ike se acerca pistola en mano para cumplir con la otra mitad del encargo y poco podrá hacer además de huir. Tal vez es un Cooper en alerta que grita desde dentro, tal vez es fruto de ese aviso descarnado del árbol de presagios del primer episodio, de ese cerebro enraizado (“squeeze his hand”), tal vez viene a ser lo mismo. Pero está abriendo los ojos y llegará a colisionar con su propia realidad prestada.
Una de las cosas que más nos seduce de este séptimo episodio es que se pasea por Twin Peaks con regocijo, se deleita en esos planos de las cataratas y en su contundente torrente, en sus personajes. Mientras Truman ahonda en el caso de Cooper, mientras leemos y releemos el mensaje de Annie en el diario de Laura, mientras Andy investiga la muerte temprana de ese niño. ¿Y la llave? Sabíamos que la llave tenía que llegar al hotel y caer en manos de un Mr. Horne que tontea con Ashley Judd. ¿Puede ser Josie ese ruido constante, ese zumbido eléctrico? ¿Puede haberse cansado de habitar un pomo y haber hecho las maletas a un estudio con vistas en una lámpara de oficina? Como si algo, a estas alturas, se nos antojara extraño. Aquí tienen cabida todas nuestras fantasías más paranoides, pero sobre todo la tienen las del Señor Lynch. Que se lo pregunten a ese cadáver sin cabeza que resulta en sí mismo un abanico de incoherencias.
Voy a comenzar la parte más esperada de este post citando a uno de los autores más célebres de nuestro tiempo, mi compañero Rodrigo Martín: «Esta semana Frost estaba de vacaciones«. Quede clara mi intención de deshacerme en halagos ante la mejor hora de televisión (si puede considerarse como tal) de lo que llevamos de año, porque «The Return: Part 8» es dentro de este segundo bloque un equivalente a los diecisiete primeros minutos del episodio tres elevado al máximo exponente. Sesenta minutos cuyo arranque emula a «Carretera Perdida», a esos planos acelerados de una autopista en plena noche a los que sólo les falta el «I’m Deranged» de David Bowie. Sesenta minutos rodados casi en su totalidad en blanco y negro como su «Cabeza borradora» (a la que nos recuerda terriblemente en su inquietud sonora) o su «El hombre elefante», cuyos escasos momentos a color se bañan en una oscuridad exquisita, con Nine Inch Nails de regalo en el Bang Bang Bar hablando de una chica muerta. Un episodio sublimemente surrealista, una pesadilla dantesca y preciosa que no tiene prisa pero sí desangelo y que dota a la «Twin Peaks» clásica de una dimensión completamente diferente, la expande y engrandece, le otorga una mitología completamente nueva.
Saltamos de un Evil Cooper siendo prácticamente resucitado por esos entes terribles cuyo movimiento no es de este mundo a la bomba atómica del 16 de julio de 1945 que estalla durante una eternidad deliciosa, a ese meteorito que trae a Bob, el mal, en un parto de la madre negra a la que ya vimos en un naipe en un episodio anterior. El génesis de Bob, nada menos. Y por contraposición el del bien, el de lo que podríamos considerar la logia blanca, del gigante que espera en esa versión onírica del «Club Silencio» a contraatacar dando a luz al germen de Laura Palmer entre destellos dorados. La madre blanca. Esa campana azabache conectora de universos del episodio tres. El origen de todas las guerras en esta dualidad. Nunca pudimos imaginar esto tres décadas atrás.
¿Y qué es esa «convenience store» donde esas siluetas desacompasadas se mueven sin descanso? Podríamos considerarla un hogar donde conviven fuerzas demoníacas, ya que en uno de los sueños del propio Dale Cooper, Bob y Mike dicen vivir sobre ella, como más tarde presenciaríamos en «Fuego camina conmigo». Y de ella, con toda probabilidad, nacerá la versión terrenal de ese demonio con aspecto de Abraham Lincoln ajado que sembrará el terror una noche de verano en un pueblecito desértico que sin la radio y los elementos sobrenaturales bien podría haber escrito William Faulkner en sus últimos días de vida. «Gotta light?». Una voz cascada y metálica que siembra muerte, que paraliza una carretera de puro pavor, que se cuela en un estudio radiofónico para sesgar con sus propias manos las vidas de todo el que se cruza con él, con la intención de repetir un mensaje hasta dormir a todos los habitantes de la localidad, incluida esa joven que se convertirá en el hogar de un insecto maligno. ¿Es relevante esa pareja que se pasea de la mano por tierras baldías (la moneda, seguimos con la moneda)? Hay todo tipo de teorías al respecto e incluso yo misma llegué a plantearme que fueran Leland y Sarah Palmer, pero hay demasiadas cosas que no encajan y de momento hemos de esperar.
This is the water.
And this is the well.
Drink full and descend.
The horse is the white of the eyes and dark within.
Francamente, yo a estas alturas imagino a Lynch en su estudio mirando a la televisión convencional con una mueca de escarnio mientras enciende un cigarrillo y homenajea la obra de Hopper en cada plano en que se tercia. Múltiples son las ocasiones en que hemos escuchado aquello de que ambos autores llegaron para revolucionar la televisión hace ya veintisiete años, pero esto está alcanzando unos niveles históricos. «Twin Peaks» ya no puede medirse con el rasero del resto de series de la parrilla porque juega en una liga completamente diferente, es una obra de arte, una rebelión audiovisual y una manera de entender la realidad y de cambiar las normas del discurso absolutamente deliciosa. Esta será el agua y esta será la fuente. La vaca seguirá saltando sobre la luna y el fuego caminando con nosotros. Y el genio, siendo genio.
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