Enredado en Sad Hill (sin poder salir)

No lo voy a negar: la celebérrima ‘Trilogía del Dólar» de Sergio Leone y, sobre todo, su tercera y última entrega, «El bueno, el feo y el malo», es uno de mis más gratos recuerdos de niñez. No recuerdo haberla disfrutado entera en esa época más que una vez, pero el número de ocasiones en que vi fragmentos suyos son innumerables. Se trata de una de las películas preferidas de mi progenitor, que no desaprovechaba ninguno de sus numerosos pases televisivos para volver a presenciarla y ahí estaba un servidor para volver a asistir a las andanzas de Rubio, Tuco y ‘Ojos de ángel’ de nuevo. Asimismo, el tema principal de la maravillosa banda sonora original que pergeñó Ennio Morricone era uno de los mejores momentos de un gastado recopilatorio de música de películas del Oeste (lo de llamarlas ‘westerns’ era entonces cosa exclusiva de unos cuantos estupendos) que era uno de los pocos hallazgos salvables que podía esquilmar de la vieja colección de casettes de mis padres.
Sin embargo, el tiempo pasó, mis descubrimientos fílmicos cada vez eran mayores en cantidad y calidad y aquella gran película se quedó en eso, un bonito recuerdo, convirtiéndose en mi único contacto con ella durante muchos años «The Ecstasy of Gold», la legendaria composición de Morricone convertida por Metallica desde sus inicios en la mejor sintonía de apertura de un concierto de la historia. Cualquiera que haya esperado durante horas de pie el inicio de un recital de los de San Francisco o, incluso, con que se disponga a presenciar uno de sus directos por YouTube sabe de la enorme carga emotiva de ese momento cargado de épica antes de la descarga metálica de Hetfield y cía.
Y así, de repente, todo ese olvido acumulado durante décadas se terminó de un plumazo con uno de esos cúmulos de casualidades que parecen demasiado irreales como para no llamarles destino. En apenas seis meses, los que van de noviembre de 2018 a este pasado mayo he visto mi vida protagonizada casi por completo por la mítica cinta de Leone. En los siguientes párrafos intentaré describiros fidedignamente mi inmersión en un mundo que tiene por capital un cementerio llamado Sad Hill. Vistan su mejor poncho, cúbranse con un elegante sombrero y carguen sus pistolas. Nos vamos al Lejano (…o más bien Carcano) Oeste!!!
Todo comenzó con un inocente intento de mi mujer y yo de no convertirnos en los únicos terrícolas en no aprovechar una rebaja en ese monumento a la histeria consumista llamado Black Friday. Nuestro objetivo fue la web de Paradores Nacionales y nuestra elección para pasar un futurible fin de semana Lerma, esa localidad burgalesa que siempre aparecía – con las cuatro torres de su majestuoso Palacio Ducal- a medio camino entre Aranda de Duero y Burgos como una apetecible parada en nuestros frecuentes conducciones por la A-1, pero que aún no habíamos terminado por visitar.

Pero la definitiva mecha la prendió el estreno del documental «Desenterrando Sad Hill», de Guillermo de Oliveira, justamente nominado en su categoría en los pasados Premios Goya. He de reconocer que su salida a la luz únicamente despertó en mi una leve curiosidad. Menos mal que ésta fue mucho mayor en mi mujer, que acudió a verla rauda poco antes de su desaparición de las salas. Fue su entusiasmo el que me instó a descubrirla poco después de su tempranero estreno en Netflix, allá por el pasado diciembre, apenas dos meses después de su puesta de largo en pantalla grande.
Pese a esa ferviente recomendación, poco imaginaba que me iba a impactar tanto la cinta. Y eso que hay que reconocer que «Desenterrando Sad Hill» es, técnicamente, un documental poco más que correcto, con un exceso de bustos parlantes y no demasiada imaginación para ir haciendo más fluida la narración, seguramente debido a la estrechez presupuestaria. Pero este leve reproche cuenta poco cuando se experimenta el calado emocional que contiene su historia. El camino que lleva desde la modesta intención de varios chicos de pueblos limítrofes por recuperar el mítico lugar de rodaje tras escuchar los testimonios de los mayores de la zona que estuvieron presentes hasta la celebración de la definitiva recuperación del cementerio con la exhibición del clásico de Leone ‘in situ’ es una experiencia realmente excitante. Uno no puede negar -al igual que algún otro compañero del Cadillac- que llegó a soltar alguna que otra lágrima cuando ese grupo de personas unido en la Asociación Cultural de Sad Hill ve cumplido definitivamente su sueño cuando aparecen antes de la exhibición los saludos en forma de agradecimiento de las máximas figuras mundiales relacionadas con el paraje. Ahí están un entusiasmado James Hetfield (Metallica), un aparición a regañadientes del mito Morricone y, como gran colofón final, todo se desborda cuando aparece en pantalla nada más y nada menos que…¡Clint Eastwood! Toda la ingente labor desarrollada por la Asociación, con la inestimable colaboración desinteresada de fans de todo el globo a lo largo de innumerables fines de semana, que creció exponencialmente gracias al exitazo cosechado por la ingeniosa estrategia de ‘crowdfunding’ consistente en el apadrinamiento de las tumbas, quedó recompensada debidamente y a lo grande. Huelga decir que el objetivo de visitar el lugar aprovechando nuestro viaje a Lerma era ya obligado.

Cuando ya todo adquirió aspecto de conjunción astral irrepetible fue en invierno, después de que en otoño fueran anunciados los conciertos de Metallica en España para principios de mayo, cuando Morricone cerraba el círculo definitivamente al situar en Madrid uno (que posteriormente pasarían a ser dos) de los recitales de su gira de despedida para el 8 de mayo…apenas cinco días después del paso de los californianos por la capital. Tamaña casualidad bien merecía entrar en la guerra por adquirir las entradas para ambos eventos y -afortunadamente- conseguirlas.
Tras unas cuantas semanas de relax y relativo abandono del universo Sad Hill, tocó empezar a calentar antes de la fase decisiva. ¿Y qué mejor modo de hacerlo que con uno de los miembros del tridente mágico de protagonistas de este post? Como a él si no que íbamos a poder tenerlo ‘in person’, tocó acudir al cine. Sí, estoy hablando de Eastwoood y su «Mula», el emotivo regreso del reputado director a la actuación con un personaje ideal para su registro. Cierto es que no estamos, ni mucho menos, ante una de sus mejores obras y que exhibe un esquematismo algo sonrojante para un cineasta de su nivel, pero tampoco podemos negar que el filme cuenta con una fuerza incuestionable, que ese rol protagonista acaba exudando un carisma y una dignidad encomiables y que sigue siendo un placer cotidiano asistir a cada uno de sus estrenos. No dentro de mucho lo echaremos irremediablamente de menos.

Faltaban pocos días para nuestro viaje a tierras burgalesas y se nos hizo indispensable coger al Eastwood de «Mula», meterle en el DeLorean, retroceder 53 años en el tiempo y aparcar en 1966, justo cuando el exalcalde de Carmel era un lozano y lacónico actor que comenzaba a degustar las mieles del estrellato gracias a «El bueno, el feo y el malo». Aparte de intentar memorizar plano por plano la mágica secuencia final para reproducirla en nuestras mentes en el lugar de los hechos pocos días después, disfrutamos de lo lindo con una cinta entretenídisima y plena de hallazgos geniales de dirección y guión (¡ese ejército unionista camuflado de confederado por el polvo!), que, en este nuevo visionado, me deparó una admiración aún mayor por Eli Wallach y su Tuco de la que ya le tenía.

Ya plenamente preparados, partimos un sábado hacia el llamado ‘Triángulo del Arlanza’ (por el río que recorre sus tierras), una zona que descubriríamos como ideal para pasar un fin de semana largo, perfecta conjunción entre rico patrimonio, bella naturaleza y numerosos placeres gastronómicos. Fue un placer visitar y pernoctar en el ya mencionado y majestuoso Palacio Ducal en Lerma, pasear por el bello pueblo de Santo Domingo de Silos -con sus celebérrimo monasterio y sus misas en gregoriano- , asomarnos al abismo del cercano e impactante desfiladero de La Yecla y descubrir un curiosísimo, completísimo y muy entrañable museo etnográfico al aire libre llamado Territorio Arlanza (en Quintanilla del Agua)…pero todo esto era un mero aperitivo para la gran estrella del viaje…nuestro ansiado cementerio de Sad Hill.
Una de las posibilidades para llegar a este enclave es partir desde Santo Domingo de Silos, pero nosotros elegimos la otra ruta disponible. De este modo, aprovechábamos para visitar uno de los considerados ‘pueblos más bonitos de España’, Covarrubias, y desde allí tomar una sinuosa carretera en la que se encuentra otro de los grandes enclaves de «El bueno, el feo y el malo» en la comarca: el Monasterio de San Pedro de Arlanza. El edificio, que actualmente se encuentra en plena rehabilitación, aparece en una de las numerosas curvas de la carretera y, aunque con los andamios y la maquinaria presentes es difícil imaginarlo, estamos viendo la Misión de San Antonio, el hospital donde Rubio se recupera de sus heridas en el filme.

Tras coger brevemente en Hortigüela la N-234 (la carretera que conecta Burgos con Soria) y desviarnos en Barbadillo del Mercado, llegamos al pequeño pueblo de Contreras, que atravesamos para llegar al camino que conduce al cementerio. Al ser una pista forestal en buenas condiciones, pese a algún bache de consideración, es perfactamente factible llegar en coche hasta casi el borde mismo de Sad Hill, pero nosotros preferimos dejar nuestro vehículo en el centro del pueblo y emprender un llevadero paseo de tres kilómetros y sin ninguna dificultad y así disfrutar de la naturaleza circundante.
Por fin, tras una pequeña cuesta, asoma el inconfundible paisaje que vimos apenas una semana antes en nuestro televisor, el Valle de la Mirandilla a nuestros pies, la Peña del Carazo marcando el horizonte y una pequeña verja que franquear a través de una puerta de madera ante nuestros ojos. Unos carteles anunciadores típicos del Viejo Oeste y la silueta del Rubio nos dan la bienvenida, además de un bonito recuerdo a Leone, apenas unos metros antes de que un impactante océano de cruces -muchas más de las que esperábamos y más de las que parecen en el documental- se nos viene prácticamente encima. Uno no puede evitar empezar a tararear «The Ecstasy of Gold» y ya, con la motivación al mil por mil, está a punto de empezar a correr enfervorecido a la manera de Tuco buscando la tumba del ‘soldado desconocido’ (que por supuesto que está) y el botín que encierra.

Nos apresuramos a llegar al círculo empedrado central -lugar del mítico duelo a muerte de la película y cuyo desenterramiento supuso el ‘kilómetro cero’ de todo el trabajo de la Asociación- y desde allí empezamos un caótico recorrido para desentrañar los cientos de nombres de donantes que ostentan otras tantas cruces. Desde orgullosas personas anónimas hasta diversas asociaciones, pasando por un sorprendente recuerdo a ¡Eskorbuto!, por cineastas míticos como Joe Dante y actuales como Rian Johnson, mitos de la pantalla como Claudia Cardinale y, como no, por el grueso del universo más conectado con el filme (Wallach, Eastwood, Morricone, Metallica, su bajista Robert Trujillo…). Todos, famosos y no famosos, figuran merecidamente en lo que para un visitante casual no pasaría del exitoso fruto de una curiosa iniciativa, pero que en el caso de los que nos hemos empapado previamente de «El bueno, el feo y el malo» y «Desenterrando Sad Hill» llega a ser una experiencia realmente impactante. Una de esas, desgraciadamente, pocas ocasiones que tenemos para mantener nuestra fe en el ser humano. Aquí os dejo una galería con algunas de las fotos más representativas que hice en el lugar
Pasó poco más de un mes para afrontar la definitiva traca final de este intenso periplo. La cita estaba marcada desde hace mucho tiempo: 3 de mayo, recinto de Valdebebas, Madrid. Mi reencuentro con Metallica en directo tras un largo hiato de 20 años.Nunca hubiera pensado cuando era un adolescente fanático de los de San Francisco -tras descubrirlos con aquel pepinazo llamado «Enter Sandman» y que se dedicó embelesado en los meses siguientes a descubrir su excelsa discografía anterior- que iba a poder soportar tanto tiempo sin verlos. Más aún cuando acudí con verdadera expectación a sus citas capitalinas de 1996 (en aquel mini festival en La Peineta junto a Soundgarden y Corrosion of Conformity) y 1999 (en el Festimad mostoleño). Ambas fueron satisfactorias pero ni mucho menos las mejores actuaciones que se les recuerdan. ‘The Four Horsemen’ ya estaban en la fase menos acertada de su carrera, cuando a su muy correcto y reivindicable «Load», aunque exiguo sucesor del «Black Album», le sucedieron el nefasto «Reload», el estimulante disco de versiones «Garage Inc.» y el amorfo, aunque con piezas salvables, «St.Anger» y, sobre todo, cuando el éxito les nubló todo juicio y tomaron una serie de decisiones tan equivocadas como inexplicables. Nunca me bajé del carro definitivamente, eso hubiera sido imposible, pero sí he de admitir que les seguía desde cierta distancia prudencial para aminorar daños.
Algo empezó a cambiar con la publicación de «Death Magnetic» y un progresivo regreso a su mejor nivel en directo, ya podía volver a mirarlos sin sentir ningún tipo de vergüenza y ya me arrepentí sobremanera de no asistir a los alabados conciertos que dieron a principios de 2018 dentro de la gira de presentación de su «Hardwired…to Self-Destruct». Por tanto, cuando se anunció esta nueva fecha en Madrid no pude hacer otra cosa que volver al redil orgullosamente y comprar la entrada, máxime cuando iban acompañados de unos acompañantes de verdadera altura como Ghost y Bokassa, a los que dedique sendos posts aquí y aquí en los días previos a tan magno acontecimiento.

Recinto de Valdebebas. Nunca pensé que un emplazamiento pudiera condicionar tanto un concierto como lo hizo esta alejada sede del Mad Cool. Pocos problemas generó para disfrutar de unos muy correctos Bokassa que supieron presentar de buena manera su fiereza punk-hardcore. Sin embargo, la increíble gran cantidad de público -unas 70.000 personas- impidió a muchos poder disfrutar de un gran show de Ghost, quienes, pese a contar con graves desventajas como tocar a plena luz del día y ver prácticamente inutilizadas su presencia en las pantallas gigantes por el intenso sol, supieron dar lustre a su repertorio más duro, con la salvedad de ese pecado mortal que es dejar fuera del set list un temazo como «He Is».
Para cuando llegó el turno de Metallica, el enfado entre gran parte de la concurrencia era ya considerable. El de Valdebebas puede ser un recinto ideal para un festival, dado que su gigantismo permite colocar un buen número de escenarios sin demasiadas apreturas, pero es absolutamente mortal para un concierto de un único escenario. Su perfil plano provocó que la mayoría del público pudiera seguir únicamente el concierto por las pantallas gigantes y algunos prácticamente ni eso. Detalles como ese cuando el respetable ha pagado una suma muy considerable de dinero para asistir al espectáculo son simplemente inadmisibles. Por no hablar de la ausencia de impedimentos para que el viento hiciera de las suyas y se llevara gran parte del sonido de un lado para el otro.

Adentrándonos ya en temas meramente artísticos, qué deciros de la emoción que me embargó al asistir, después de tanto tiempo, a ese momento absolutamente mágico que es la introducción del concierto con «The Ecstasy of Gold», una experiencia que ha sido mejorada en los últimos años gracias a la exhibición en las pantallas de la euforia de Tuco al llegar a nuestro querido cementerio. Ya puestos, para que todo fuera absolutamente redondo, obligaría a los californianos a recuperar para ese lugar inicial a «Enter Sandman», en mi opinión la mejor compañera posible de los acordes de Morricone, aunque «Hardwired» tampoco es demasiada mala opción para arrancar motores.
A partir de ese momento, Metallica sorprendieron con un repertorio bastante inusual en el que brillaban joyitas poco explotadas como «The God that Failed», se recuperaba «The Unforgiven» para la causa, volvían a insistir con mi poco querida «The Memory Remains» (aunque hay que reconocer que la han hecho ganar mucho en directo), introduciendo la agradecida «St.Anger» (lo mejor con diferencia del álbum homónimo) y, sobre todo, satisfaciendo al fan menos acomodaticio con cosas tan poco habituales como «No Leaf Clover», aquella composición inédita que incluía el ya lejano «S&M», y Lords of Summer» (toda una osadía poco afortunada el introducirla en los bises). Incluso fueron temerarios al escoger, en ese nuevo chiste que parece gustarles tanto ahora, una clásico de la música española que ‘interpretar’. Con «Brutus» de Los Nikis se llevaron el pasmo de que la mayoría del público no la conocía y la gracieta tuvo, por lo tanto, mucho menos efecto que cuando, en pasadas visitas, atacaron himnos de Barón Rojo, Obús…o Peret.

Por lo demás, la banda dio un algo irregular pero gran concierto, siendo el sentir general entre los asistentes que fue bastante menos excelso que los celebrados en el WiZink Center en 2018. Para el recuerdo queda una «Sad but True» magistral, una de las mejores interpretaciones que les recuerdo de tan magna canción, y esa abusiva concatenación de barbaridades como «One», «Master of Puppets», «For Whom the Bell Tolls», «Creeping Death» y «Seek and Destroy». Considerando todos los contras habidos, repetiría sin dudarlo un segundo.
En comparación con un espectáculo tan masivo como el de Metallica, el que dio tan solo cinco días después Morricone en todo un WiZink Center lleno hasta la bandera y con hasta 200 músicos en escena -en lo que era la tercera fecha española de su gira de despedida – casi me pareció un recital íntimo y minimalista.

El adiós del compositor romano en la capital fue más una ceremonia de homenaje y una celebración que un concierto en sí, pese a la tremenda nómina de músicos y coristas que se trajo el maestro consigo. Uno entiende el fervor que puede despertar música tan excelsa y el cariño que se le puede tener a su creador pero creo que estuvieron fuera de lugar varias imprudentes interrupciones con aplausos en medio de una pieza o gritos que parecían más propios de una gala de la Pantoja que del evento que estábamos viviendo.
No obstante, Morricone supo armar un repertorio bastante acertado en el que dio al público lo que éste había venido a ver pero en el que no se privó de incluir composiciones mucho menos conocidas -especialmente las que hizo para el cine político italiano de los 70- pero igualmente valiosas.

El abrumador sonido de tan cuantiosa y ostentosa orquesta brilló tanto en las archifamosas melodías de «Los intocables de Elliott Ness», «La misión» (enorme la interpretación de sus tres temas más conocidos) y «Cinema Paradiso» (aquí echamos de menos algún tema más aparte del titular y el «Love Theme») como en triunfadoras sorprendentes de la noche como la bellísima «Novecento», la originalidad de «Átame», «Sacco y Vanzetti» y la no por esperada menos espectacular aportación de Dulce Pontes en «La luz prodigiosa», interpretada en dos ocasiones, y «Aboliçao». Para mi gusto hubo ausencias tan notables como «Érase una vez en América», pero dentro de la dificultad de elegir entre miles y miles de piezas confeccionadas a lo largo de toda una vida, el ‘set list’ fue mucho más que correcto.
Sin embargo, dentro de ese extenso repertorio, el fragmento que esperaba con más ansia era el dedicado al ‘western’ y, sobre todo, al de los filmes de Sergio Leone, que cerraba la primera mitad del espectáculo y daba paso al descanso. Sentimientos cruzados ante el arranque con «Man with a Harmonica» de «Hasta que llegó su hora»: es muy de alabar que Morricone se atreva con una composición tan peculiar y que no forma parte de su cancionero más popular; sin embargo, el hecho de que, dentro de tan grande cantidad de instrumentistas, no hubiera un mísero harmonicista que tocara tan humilde instrumento y recurrieran a una grabación es del todo indefendible en un recital de tal magnitud. El que dicha pieza quitara el sitio al bellísimo tema titular de la película protagonizada por Henry Fonda…casi también. «Il forte» también resultó una elección discutible dentro del territorio de «El bueno, el feo y el malo», nada que no arreglara la estupenda interpretación del archiconocido tema titular, Ya fuera del cine de Leone, otro de los grandes momentos de la noche fue la recuperación de la oscarizada banda sonora de «Los odiosos ocho» y su mejor pieza, «L’ultima diligenza di Red Rock».

Párrafo aparte merece el ‘leitmotiv’ musical de este post: «The Ecstasy of Gold». Ni que decir tiene que su arranque convocó el mayor número de ovaciones, gritos, grabaciones y fotos (a pesar de que no estaba permitido el uso de cámaras o móviles) y su finalización, el que mayor número de aplausos suscitó, tanto en su primera interpretación como en la segunda, ya dentro del bis. Por supuesto, era mi momento más esperado de la velada y sus primeros acordes me provocaron un subidón que me hicieron temer algún tipo de efecto cardíaco. Sin embargo, tras escucharlo me invadió una cierta decepción. El magistral tono pausado que acentúa sobremanera la brutal épica de la composición original fue sustituido por un sobredosis de instrumentos sonando y una mayor rapidez que la hicieron perder ese poderío, ese efecto casi hipnótico, a lo que contribuyó la soprano Susanna Rigacci, más preocupada por exhibir su innegable poderío vocal que en adaptarse a las meras exigencias de la canción.
En resumen, no fue un recital tan pluscuamperfecto como el que se esperaba de tamaña leyenda y tamaño acompañamiento, la desbordada euforia provocada en el público parecía llegar puesta ya desde casa y resultó un tanto exagerada, pero, en definitiva, sí que suficientemente satisfactoria como para colocarla entre esas pocas fechas que se recordarán en el futuro y uno podrá decir, con altivo orgullo, que estuvo allí.
Concluye aquí este, espero entretenido, relato de cómo a veces la vida emula a «El Mago de Oz» y, de repente, un tornado pasa por tu tranquila existencia y te lleva a una tierra mágica que nunca hubieras imaginado, en el que un camino de baldosas amarillas, en este caso más bien de prosaica tierra, conduce hasta el conjunto de cruces más emocionante que uno haya visitado. Sad Hill, ahora lo único incorrecto en este pequeño pedazo de Burgos es ese pesimista adjetivo.

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